martes, 25 de noviembre de 2008

Las desventuras de Paquito España (Vol. I)

El bueno de Paquito España nunca había entendido de nacionalidades ni escalafones sociales. Él, que había elegido la comprometida profesión de observador patrio como suya, siempre había optado por los segundos planos, por considerarlos más ricos en perspectiva y menos comprometidos en las vicisitudes prácticas. Él lo desconocía, pero todo provenía de un pequeño trauma infantil, cuando un inclemente profesor de Ética a la tierna edad de 13 años, le imperó a que se posicionara en el siempre relativo tema de la felicidad, con alguna de las corrientes filosóficas clásicas destinadas a tal fin. El pobre de Paquito España, que ese día había olvidado repasar la lección por culpa de un inoportuno juego que había caído en manos de su flamante game boy, sufrió, sin saberlo, el primer ataque de ansiedad existencial de su vida. Su silencio, interpretado como falta de interés por la asignatura, le costó un grandilocuente cero y una losa que le perseguiría desde entonces: no volvería a decantarse por ninguna opción sobre nada hasta que tuviera un concepto global de las cosas.

Algunos lustros después, un domingo cualquiera, pongamos que 29 de Junio de 2008, se encontraba Paquito España, por circunstancias que aquí no atañen, muy lejos de su pequeño cubículo de Gran Vía. Llevaba ya más de una hora y media caminando y notaba el ambiente más extraño que nunca. La ciudad, que había enmudecido de una forma tétrica algunos minutos atrás, parecía haber estallado en un júbilo extremo. Las bocinas de los coches sonaban de manera estridente, continúa, horriblemente aguda, pero también con un extraño halo de armonía y complicidad. En un primer momento, Paquito España pensó que se trataba del irremediable y lógico fallo informático que acabaría con el mundo (era un hombre muy sensibilizado con el Efecto 2000), pero no tardó en darse cuenta de su error. Las gentes se abrazaban y saltaban por las calles, corrían de un lado para otro sin aparente destino, explotaban en unas multicolores brumas de sonrisa y paz: sin duda no había lugar a ningún tipo de Apocalipsis. Y además, había un detalle que le llamaba mucho la atención: la cantidad de banderas nacionales que bañaban las calles, tomándolas como si fueran suyas, como si un baby boom patrio hubiera asaltado la mente de grandes y chicos y lo hubiera envuelto todo en una caótica sensación de victoria.

Caminaba elucubrado cuando, al girar la calle, se encontró de bruces con un hombre africano, alto y muy delgado, con una sonrisa de amplitud pagana, capaz de boicotear cualquier concepto de noche.

-¡Amigo, Campeones! ¡Campeones! ¿Quieres bandera?

El hombre sacó varias banderas españolas, todas con el pollo estampado sobre el gualda.

-Mira es que esa no es… (Paquito España era un relativista confeso, pero también gozaba de unas claras, evidentes y dignas excepciones).
-Sí… muy buena tela… bandera España (con cara de contrariedad) ¿no bandera España?
-No, mira… es que esa…

El sonido de una bocina y los jaleos estridentes de los ocupantes de un vehículo parado menos de tres metros de Paquito España, llamaron inmediatamente su atención. Un hombre con el torso descubierto y medio cuerpo fuera del coche, le hacía gestos con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba.

-¡¡Vamó, vamó!!

Paquito España, interpretando que le invitaban a subir al vehículo, se acercó (eludiendo, magistralmente, una explicación política que le incomodaba) y les preguntó a donde iban. Tras contestarle estos que, como no, iban dirección Colón y que accedían a llevarle, Paquito España se montó el pintoresco y hortera Ford fiesta blanco y se dispuso a averiguar, por fin, qué estaba ocurriendo en su ciudad en aquel extraño y festivo día de domingo.

-Vaya… hoy es un día grande ¿no? -Tras unas muy presionadas meditaciones, Paquito España decidió comenzar así-.
-¿Grande? ¡Es el día más grande de mi puta vida! ¡Campeones de Europa! ¡Somos los putos campeones de Europa!

Mientras el cortés terceto comenzó a cantar con una fuerza endiablada y dolorosa para los oídos, Paquito España cayó en la cuenta: habíamos ganado la Eurocopa de fútbol. Él, poco aficionado a toda actividad que derivara más esfuerzo físico que mental, no había prestado más atención al torneo que la obligada en estas citas. Es decir, el bombardeo mediático propio de los medios de comunicación, el goteo constante de una burbuja de ilusión a la medida del opio de un pueblo que conocía como la palma de su mano las decepciones. Y para su sorpresa la noticia, si bien no le causó el estado de euforia estandarizada que invadía el ambiente, si le produjo un leve cosquilleo cercano a la catarsis. Como si le gustara. Aún así, reaccionó rápidamente.

-Pero… Ya hemos ganado otras veces… ¿no? Baloncesto, balonmano… el tour de Francia. ¿El tour de Francia tiene selecciones?
-¡Joder tío pero esto es fútbol! Es… es… ¡es lo más grande, joder!
-Y deporte nacional -Apuntó el que parecía algo más sobrio-. Joer, si hasta hay una ley para que los partidos de España en la tele se vean de gratis.

Paquito retrotrajo su mente al 97 y vio la siempre aparente cara enfurecida del ex-ministro y vocacional perro de presa Álvarez Cascos. Sufrió un leve escalofrío.

-Entonces… ¿mañana no hay que ir a trabajar?
- Sí… pero yo qué sé… un día es un día, joder, que de esto hacía más de cuarenta años… ¡Vamó hostia!

El resto del viaje fue como una litúrgica procesión. Cada persona, cada coche en sentido contrario y propio, cada segundo las bocinas sonaban y los tres amigos brincaban como si todo estuviese detenido en un estado de milagro prolongado. Y no sólo ellos, la ciudad entera estaba así. Cada calle era una marea, cada fuente una bacanal de irracionalidad y canto; cada mirada, cada brindis, cada abrazo; todo estaba canalizado desde un punto común: un estertóreo clamo de felicidad difícilmente catalogable.

Envalentonado por la simpatía de sus nuevos amigos, Paquito España intentó zanjar sus dudas, que de repente tomaron su mente de una manera dolorosamente implacable:

-Tengo una duda. ¿No es un poco cruel celebrar el mal ajeno?

Los tres ocupantes miraron a Paquito España como si éste fuera la aparición carnal de Santiago de Nicea, aunque evidentemente ninguno de los tres conocía tal figura.

-¿Cuántas selecciones competían?
-Cincuenta y pico. Luego se clasifican dieciséis a la fase final.
-Entonces a treinta y pico países ni les dejan optar a ganar.
-Si les dejan, pero si en la clasificación la cagas, pues a tomar por culo.
-Por eso es muy cruel, hay demasiada gente que se queda sin la ilusión por el camino. Hay proporcionalmente más dolor que alegría en todo esto.
-¿Dolor? Bueno sí, es una putada para los alemanes… pero que se jodan, que ya nos tocaba a nosotros ganar algo.
-No es sólo por los alemanes. Mirar. Si España tiene una población aproximada de 46 millones de habitantes y Europa entera suma, pongamos, unos 731.000 millones pues… me parece muy cruel celebrar las lágrimas y decepciones de tanta gente…
-Tu eres tonto, chaval –El coche se detuvo a la altura de Cibeles, lo que permitió a Paquito España respirar, un poco-. A ver, en eso consiste el fútbol, unos ganan y otros pierden. Si no, no tendría sentido. Y lo que tienes que hacer es sentirte de puta madre porque los que han ganao son los tuyos y los que han perdido todos los demás. Vamó, rubia!!! -El conductor vitoreó los pechos de una joven extranjera, probablemente de los países nórdicos, que mostraba sus pechos al vent de manera limpia, sólo socarrada por unas banderas nacionales dibujadas bajo un cutre rotring-.
-Ya pero…
-¿Tu eres algo rarito, no chaval?

Paquito España sintió un escalofrío, como si hubiera, de una manera azarosa e involuntaria, llegado a una certeza irrefutable: la competitividad, el sentirse ganador, el pequeño orgasmo que fluye cuando has conseguido imponerte y humillar al rival, ese y no otro, era el verdadero motor que movía la sociedad en la que el pobre Paquito España había tenido la fortuna de nacer. Mirar a los ojos al prójimo, apretarle hasta llenárselos de sangre, tenderle la mano en dócil gesto de absolución, sonreír ganador. Y a cuanta más gente ganas mejor, no se es ganador por uno mismo, sé es ganador en relación a los demás. A cada escala de la vida, había enemigos a los que batir, hasta llegar a la mínima expresión, al absurdo, a uno mismo, donde todos los demás se convierten en hienas ajenas a las que batir. No había otra motivación más lejana que esa y Paquito España lo voy con tan diáfana resolución que sintió miedo. En un principio de ser como ellos, en un segundo grado de tener la desgracia de verse empujado a ejecutarlo, en un tercero y más profundo, de caer en la cuenta de que disfrutaba como el que más. Porque… ¿Era eso lo realmente humano? ¿Era la tendencia natural, era un desvío mediático, era el lado oscuro el lado blanco?

-Entonces se acabó, somos los ganadores, ya no hay más partidos –Abrió la puerta del coche y pensó en correr, extrañamente no lo hizo-.
-Por ahora niño, que en dos meses comenzamos la clasificación para el Mundial. Y ahí sí que lo vamos a petar. Se van a cagar los brasileños…

Paquito España dio las gracias por el paseo y empezó a encaramar lentamente la cuesta que de la Gran Vía. A su paso, saludó efusivamente a sus paisanos y levantó su puñito varias veces en señal de triunfo. Incluso mintió a unos simpáticos chavales que vinieron a pedirle un cigarro: les dijo que sin duda para él aquel había sido el mejor partido del mundo. Porque también pensó en lo efímero de aquella felicidad, que en su naturaleza corrupta, encontraba un imperdonable dislate: no había fin ni éxito como tal, ya que segregación de placidez provocada por ésta, te lleva inconscientemente a la necesidad de repetir. Como una droga sigues sus pasos allá donde la ves, la persigues y la engañas, y si has de aplastar en un ritual cíclico, aplastas. Porque sabes, crees, piensas y sientes lo enseñado, y a ti, desde pequeñito, te han enseñado a ganar.

Paquito España llegó a casa mucho más tarde de lo esperado. Dilató tanto el tiempo como pudieron dilatarlo millones de personas a los que el despertador les esperaba implacables a las siete de la mañana. Cantó y bailó como nunca antes por algo que no compartía. No se vio obligado, sintió la necesidad de hacerlo. Porque en el fondo sospechaba en un conato de envidia impropio de él, que en un par de años ganarían los brasileños.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Pies de Foto: ESTAMBUL


Pocas cosas tienen mayor fuerza y arraigo popular que un texto sagrado, por mucho que sospechemos que su verdad no es más que una acertada combinación literaria de mitos, leyendas y necesidades existenciales de una conciencia más o menos social. De poco sirve su validez para quienes las siguen, basta su consuelo. Un par de faroles, un rumbo, una rima bien trazada; un buen motivo para seguir, día a día, despegándose de una almohada que imanta bajo el taxativo argumento de la razón. O tal vez sólo sea una excusa. Una dulce careta de payaso al miedo de que sólo nos quede un gran velo... cuando el tañido de las campanas nos toquen a muerto.




Muy pocas cosas son las que se atreven a desafiar al tiempo y una de ellas es la arquitectura. La Mezquita Azul se convierte en el eje de la vieja Constantinopla casi sin quererlo. Sólo tienes que liberar tu vista unos cuentos metros para ubicarla. Cuando la tienes, ya no dudas: allí está ella. Dando sombra, soñando en árabe, dejando abiertas sus piernas hasta para el alma del infiel. Y como toda inmensidad humana topa con su mayor locura en la distancia, en la recia comparativa a su contexto. En sentirlo y verlo. En dolorosamente lejano de tenerlo muy cerquita y no poder tocarlo.


El backgammon, llamado por los árabes table, es el juego más antiguo del que se tienen registros. Sus reglas son muy sencillas y su desarrollo rápido, por lo que es ideal para realizar apuestas. Su resolución se realiza, además, de una manera muy natural: caben tras de sí multiples y complejas estrategias pero al final todo queda a merced de un dado. Es curioso, nos estimula tanto la sensación de estar sujetos a la fortuna que no nos basta con los giros que nos pega la vida a diario que tenemos que especular con los juegos de azar. Supongo, quien más quien menos, esperando compensación.



Estambul, en su cara menos occidental, no es otra cosa que una riada de tiendas, luces a medio hacer y miradas curiosas que se van tejiendo entre ellas mismas. Aquí tenemos dos: Una seria, cansada, aparentemente rota, hastiada de pedir socorro. Otra sonriente y orgullosa, altiva entre sus sombras como un rap pegado al suelo. Una con ojeras blancas, la otra con un dulce y nublado mareo. Y otra algo más lejos, de fondo; distante, blanca, censuradora, una mirada que seguramente cree que conoce el contexto y no puede ver mucho más allá que este absurdo flash.






Una de las peores obsesiones es, sin duda, querer tocar el cielo, ser como uno de esos maravillosos minaretes. Subir con la agujilla siempre mirando hacia arriba, buscar y saberse el mejor, olvidar en qué momento del ascenso el resto del mundo te dejó de hablar a los ojos. Vencer ganar hasta sentirse saciado. Pararse, alzar la vista y mirar abajo y ver que todo se ha vuelto muy pequeño, y que la perspectiva, ya sea por odio o por miedo, hace que por mucha leña que eches, siempre caiga un solo con hielo. Que para quien puede no es tan duro vivir en invierno, torear el frío: poner la calefacción para el reflejo del espejo.