miércoles, 4 de marzo de 2009

Las desventuras de Paquito España (Vol. IV)

Paquito España miraba el mar embrujado, como si todas las cosas adquirieran significado en el roce lejano del cielo con las aguas. Era su primer momento de soledad en días por lo que saboreaba cada ola intensamente, celebrando con la mirada unas gotas que tras sufrir la represión del espigón de piedras, saltaban y acudían a morir a los bajos fondos. Luego volvía al infinito y se regodeaba en él: los océanos y mares eran la única prueba fehaciente de que el hombre no podía controlar la tierra. Podíamos acudir y robar, construir sobre ellos; atravesarlos y marcar sus límites, pero no dominarlos. Porque el mar es libre y hegemónico y no consiente que nadie varíe su nana de luna, su blanca metáfora de que todo fluye y de que nada dura, de que subes y bajas hasta que se diluye la espuma en un siempre inoportuno arenal. Para Paquito España el mar era la vida misma, pero sin control alguno. Una vez inmerso en él, dependías más de sus buenos deseos que de tus aptitudes de supervivencia. Y observándolo, le pasaba con el agua como con el fuego: le narcotizaba tanto que en su ausencia llegaba a temerlo. Aunque había nacido en interior, siempre tuvo cierta envidia de la gente que sufría su dependencia, por considerarla como la adicción más hermosa del mundo. Sus pensamientos se pararon porque apareció una mano y acarició su barba, todavía húmeda del último baño.

-Así que estabas aquí…
-Ey… bajé un momento, me sienta bien bañarme por las mañanas...

A la voz la seguía un pelo lacio caoba, unos labios gruesos, una mirada felina. Paquito España la besó y se echó un poco hacia detrás para que la joven pudiera sentarse entre sus piernas. Luego comenzó a besarla el cuello muy despacio, con sus labios en un movimiento suave de ventosa, melódico, de causa-efecto: el vello de la joven se erizó hasta terminar gimiendo en un respingón involuntario, hasta girar en sonrisa y abalanzarse sobre el bueno de Paquito España. Se habían iniciado unas hostilidades que no se depondrían hasta llegar a la Guerra abierta. Claro, que aquella era la mejor de todas las guerras: la de un suave balanceo de introspección mutua, arañazos, jadeos y demás enseres del placer.

Mientras jugueteaba el cuerpo, la mente de Paquito España se evadía poco a poco. Todavía no alcanzaba a comprender los acontecimientos que habían acabado con él y con su buen amigo Venancio Urrutia en la canaria isla de Lanzarote. Bueno sí los comprendía, simplemente no alcanzaba a razonarlos. Dos días antes Paquito y Venancio acudieron a tomar una copa a la sala Clamores, que contaba con la siempre majestuosa actuación del saxofonista Pedro Iturralde. Tras el concierto dos mujeres que no alzaban la trientena pero que sí se asomaban a ella, se les acercaron y sus almas empezaron a flirtear, a juguetear en un alud de indirectas y falsas intenciones. Sus físicos, espectaculares, pasados por el quirófano en alguna ocasión para introducir unas incontestables mejoras, fueron calentando las mentes de nuestros dos intrépidos amigos, que se encargaron de calentarlas a ellas a base White Label con Coca-cola. El ático que poseía Venancio Urrutia en la cercana calle de Cardenal Cisneros se encargaría del resto: a veces te toca la lotería cuando menos pensabas jugarla. Pero la cosa se complicó, o se enredó: o un poco de ambas. Patricia y Ester, que así se llamaban las dos almas, eran más diablo que hadas y empezaron a darle un color más oscuro a la cosa, que hasta entonces había poseído hasta tintes románticos. Patricia, la más morena de las dos, fue aderezando la noche con una cocaína de una calidad exquisita que esnifaba en un turulo plateado con sus iniciales inscritas en unas gemas de color verde esperanza. La noche se partió del dos a dos al uno contra uno, y todas las partes disfrutaron de una manera animal, como si nunca antes lo hubiesen hecho, como si fuera la última vez. Gustó tanto que Teresa les invitó junto a su amiga a pasar el resto del fin de semana en una casa de verano que tenía con su marido en Lanzarote. Obviamente él no se encontraría allí: pasaba la semana entera en las islas Fiji cerrando una importante transacción comercial. Y según Teresa, “follando con alguna zorra libanesa, son las que más le ponen…”.

Paquito emitió el último aullido y se dejo caer sobre el cuerpo de Teresa. Acariciándole le cara se dejó caer a su derecha. Ella posó la cabeza sobre su pecho. Luego Paquito volvió a mirar al mar y a perderse en sus jadeos, en su magna e inaccesible eternidad.

-¡Qué pareja¡ ¿A surcar los mares?

Venancio Urrutia apareció junto a ellos, sonriente y portando una enorme caja con una pequeña balsa hinchable. Junto a él, con un top y un collar que valía más que la mitad de las posesiones de Paquito España, estaba Ester. Según los planes del improvisado fin de semana, hoy tocaba salir a navegar. El marido de Patricia, como no, contaba con un barco que sin ser un transatlántico, podía albergar juntas a más de 30 personas. Venancio se había jactado desde que llegaron de sus grandes habilidades en el arte de la deriva voluntaria por lo que Patricia accedió a que salieran a pasar el día fuera.

-Rodolfo nos tiene preparado el barco a las 11… ¿Desayunamos algo en el paseo?


El Caribeño era un bar relajado, casi tántrico, con un ritmo propio. Hay lugares en el mundo que son propicios para el drama y los desencuentros; otros para la alegría y el jolgorio, y aquel era uno de ellos. Sus ceniceros eran unos simpáticos cocos con unos refranes de la tierra como leyenda, y aquella era una tierra muy alejada de todo, por lo que siempre imperaban a la relajación y la tranquilidad. Venacio hizo ademán de meterse uno en la mochila, pero Paquitó le apeló.

-Tronco… que vamos con unas señoritas de pedigrí…
-Tú mira para allá y déjame a mí…

El para allá era la máquina de tabaco y lo digno de mirar eran las figuras de Patricia y Ester, en plena compra de unos palitos incandescentes de fumar. Si la sensualidad tuviera algún icono, alguna imagen con la que mostrarse al mundo de una manera arrebatadora e incontestable, debería ser muy parecida a esa. A la vuelta, ya con los cuatro consumiendo su café, se acercó un joven africano con su zurrón relleno cds pirata. Venancio flipó, pues la primera de las películas era un conocido éxito español donde había tenido el lujo de trabajar: salía quince segundos y hasta contaba con una frase, que hubieran sido tres de no ser por un montajista un poco cruel.

-Ésta… ¿Cuánto?
-Dos por cinco euros…
-Pues dame a ver…

Venancio, Ester y Patricio se divirtieron buscando la siguiente película, no se dejaron una carátula por ver. Al final, compraron ocho ganándose un pseudo documental de El Mundo sobre la Guerra civil como regalo. Con todavía la excitación resultante de una compra donde tu aguda percepción te dice que has ganado al vendedor (aunque esto nunca suceda realmente), llegó la alarma. Y Ester explotó.

- Mi cartera… joder… ¡me ha robado la cartera!
-¡¡El puto negro!! –Patricia se definió en una frase mucho mejor que en todo lo que llevaban de finde semana.

Mientras se tocaba compulsivamente los pantalones y buceaba por el bolso, Venancio salió escopetado hacia la puerta, con la intención de placar al áfricano, que había desaparecido del bar hacía sólo un instante. Paquito se quedó petrificado y buscando con la mirada a una Patricia que sacó a reflotar todos sus demonios, amén de sacrificar la alcurnia.

-Hijos de puta… si es que son todos iguales… no hacen más que joder… dejan sus putos países para venir a joder el nuestro… tranquila ¿Vale cariño?
-Bueno tampoco habría que… - Paquito no sabía si salir en busca de su amigo o contestar a su ligue de fin de semana.
-Habría que matarlos a todos.

Paquito, en un alarde de rapidez mental y buena disposición de las prioridades de la vida, obvió este último comentario y corrió torpemente hacia la puerta del bar. Al llegara al paseó giró a izquierdas y derechas. A unos 20 metros, junto a la puerta de una tienda de souvenires, Venancio Urrutia y otro hombre maniataban al vendedor en el suelo. Otra familia y una pareja de ancianos miraban con desprecio la escena, que contaba con una banda sonora de improperios y descalificaciones. Una vez fijados, Paquito se iba dirigir a ellos, pero su mente se congeló y su cuello giro 180 grados de manera casi involuntaria. Y lo vio claro: ahí, a la vista de todos, sobre la máquina de tabaco, junto a la puerta: la rosada cartera de Ester casi pareció reírse en su cara. Como decíamos El Caribeño sólo era un lugar propicio para alegrías y jolgorios.

Como del pecado al arrepentimiento tampoco hay demasiados pasos, Venancio Urrutia intentó dilapidar su violento error con un poco de dinero: cincuenta euros de propina para el joven, cuyos ojos brillaban con un eléctrico resplandor ante el radical cambio de los acontecimientos. Está claro que al final siempre gana el vendedor. Aún así, se mostró tan agredido que parecía él el verdadero culpable: debe ser duro vivir en una tierra a la que le cuesta tanto adoptarte. Quien no salía del susto era la pobre Ester, que ya había empezado a anular sus tarjetas.

-Tía… que fuerte… que sofoco, madre mía… es que con estas cosas lo pasas tan mal… no se lo deseo a nadie.
-¿Entonces a este le dejamos vivo, no? –Paquito España dijo esto mirando a Patricia y dibujando una sonrisa de difícil interpretación.
-Ya me dirás quién habría sido si no…
-¿Nadie?
-Si hubiera tenido que ser alguien hubiera tenido que ser él…
-Da igual que hubiera sido él. Lo que te quiero decir es que por muy caliente que se esté no se puede matar a toda una raza, eso se llama xeno…
-¡Anda se me había olvidado! Mirar, esta madrugada son los Óscar… Mirar a Penélope que guapa. Yo trabajé con ella en un corto

La capacidad de Venancio Urrutia para desviar los temas de conversación era admirable. Tras esta interrupción, muy bien apoyada por unas imágenes en el televisor, estuvo hablando más de diez minutos seguidos. Después, ya nadie se acordaba del incidente con el joven inmigrante africano, había pasado al anecdotario de las simpáticas historias. Nadie excepto Paquito España y eso Venancio Urrutia lo sabía perfectamente. Por eso y sin que las chicas lo advirtieran, le chistó:

-Afloja niño, que éstas todavía tienen que pagarnos el billete de vuelta.


El día, sin ser un homenaje al mesiánico sol, se contaba muy despejado. Venancio manejaba con soltura el barco mientras fumaba feliz sobre su cenicero con forma de coco. Las chicas parecían disfrutar exhibiendo sus bikinis, por lo que todo transcurría de manera perfecta. Cuando ya todo fue mar y no se divisaba ni un gramo de tierra detuvieron el barco para tomarse un baño. Ester, que llegaba rogando que parasen (de una manera algo cansina) desde hacía varias millas atrás, fue la primera en zambullirse. Venancio no tardó en seguirla, bien atrezzazo de la balsa hinchable, en la que podían montar hasta tres personas y que se había revelado de una facha magnífica. Patricia permanecía un poco más ausente, sobre su tumbona. Paquito se acercó y comenzó a darle un masaje.

-¿La chica más guapa no quiere mojarse?- Patricia sonrió.
-Perdona por lo de antes, a veces soy un poco bruta.
-Todos lo somos… siempre sale lo peor de uno mismo en situaciones complicadas… con algún tipo de stress… ¡Como ésta!
-¡¡No, no, no, no, no…!!

Paquito realizó una maniobra hábil, envolvente, militarmente eficaz: levantó a la joven si casi esfuerzo y la fijó contra su pecho y puso su mirada vista a popa. Patricia pataleaba, rogaba, gritaba: a Paquito le daba igual, sabía perfectamente cómo iba a terminar aquello. Una vez estabilizado, corrió concentrado en sus pasos para que la maniobra no terminara en tragedia, como tantas veces reflejan los telediarios de Antena 3. Y para no oír los ruegos de su dama, gritó; y lo hizo como si fuera un vikingo bárbaro, porque así se sentía entonces. Y saltó: y ambos dibujaron un abrazo sobre un cielo y un mar por geografía africanos pero políticamente españoles. Y la imagen fue bella, digna de alguna postal de San Valentín, del mejor de los recordatorios de un finde semana de pasión en las Canarias, de lo alto que se puede llegar sin apenas darse cuenta. Luego llegó la caída, el choque con las aguas, la descomposición de una figura única que se partió en dos. Al final la realidad, la superficie.

-Gilipollas, eres gilipollas ¡mierda, mierda, mierda!… -La cara de Patricia era un poema, la de Paquito una sonrisa de oreja a oreja.
-¿No me digas a que te ibas a poner un gorrito en pelo?
-No es eso subnormal… la escalera… no la hemos bajado ¿entiendes? Sin la escalera no se puede volver a subir al barco.

De repente todo el jolgorio se congeló en silencio. En efecto: sin la escalera no se podía volver a la embarcación, era físicamente imposible, al menos dentro de las limitaciones del ser humano. Pero como el hombre es tozudo, lo intentaron todo. Levantaron a las jóvenes sobre los hombros machos, las lanzaron con todas sus fuerzas hacia arriba, vieron con impotencia como ni se acercaban a la barandilla. Sobre la colchoneta hinchable, buscando un impuso que siempre acababa de bruces en el Atlántico. Reptar, arañar el casco, buscar lo imposible. Ver una solución, una salida: escalar por la bandera. Y allí estaba Venancio Urrutia, encaramado a los colores patrios, asido a ella por sus cuatro extremidades, buscando en su memoria primitiva ese instinto que un algún lejano día impulsaba alguno de sus abuelos por los bosques. Paquito, que seguía sin asimilar bien su cagada, alentaba con miedo.

-Va, va… tranquilo… vas bien…

Venancio Urrutia era todo concentración, karma. Su físico no era el de un deportista pero se conservaba bastante bien, al menos dignamente. Con un impulso reptante consiguió llegar a un par de centímetros del mástil. Se concentró, miró hacia arriba: una brazada más y podría tocarlo. Cerró los, ojos alzó la mano… y la tela de la bandera cedió, dejando caer al actor en un estruendo sobre las aguas. Todo era demasiado claro y evidente: no se podía volver a subir, el mar había pasado a dominarlos a ellos. Y no sólo física, también emocionalmente. Las dos chicas se mantenían aferradas a la colchoneta, con una llorando y la otra maldiciendo.

-Por qué, por qué… ¿por qué cojones tuviste que hacer eso?
-Lo siento, de verdad… lo siento, yo no…
-¡Me da igual que lo sientas! ¡Joder! José Antonio me va a matar… ¿Me va a pedir el divorcio, sabes? Se va a ir todo a la mierda, joder…
-Bueno vamos a tranquilizarnos… nadie tiene por qué enterarse. El puerto no está tan lejos, algún barco pasará por aquí tarde o temprano… nos subirán y nos reiremos de esto tomando algo… ¿vale?-Venancio, el más estable de los cuatro, intentaba llamar a la cordura.
-Y si no qué ¿eh? ¡¿Y si no pasa nadie qué coño hacemos, eh?!

Entonces Ester volvió a llorar, esta vez con muchas más fuerza. Su llanto era quebrado, desconsolado, como si de repente un nuevo cúmulo de sensaciones a las que nunca había estado expuesta afloraran dolorosamente sobre todo su cuerpo. Ella no era mala persona, más bien todo lo contrario, pero no estaba acostumbrada a sufrir, al menos no de una manera del todo real. Siempre tenía un paraguas, paternal, monetario, siempre había una solución rápida ante cualquier dislate del destino, ya fuera un pantalón que le hacía más culo que el deseado o un novio caprichoso con tendencia saltarse los límites de una relación. Aquello era diferente, era encontrarse ante el mar, ante una inmensidad que lo podía todo.

Y Paquito España era bien sabedor de ello. Amaba el mar tanto como lo temía y ahora estaba en sus manos. Y no se trataba de una deidad clemente y equilibrada, sino de una fuerza intratable en continua contingencia. Las olas subían y bajaban, el sol empezaba a sentirse cansado, llegaba el frío, lo luna lo hacía más loco. Allá donde se mirase sólo se hallaba infinito, como si la eternidad, en su curso, no quisiera variar nada, como si fuéramos parte de un todo que se mueve al unísono, con un ritmo propio que solo altera la pluma del pentagrama, como si la vida, la realidad, fuera un mismo mar y distintas mareas, como si sólo los que viven en las estrellas pudieran dosificar soledades y tormentas. Paquito España se sentía inválido, asido aquella balsa de plástico y aire como si fuera lo único verdadero del mundo. Y de alguna forma, sí que lo era. Las horas pasaban y las dos parejas dejaron de hablarse, se dejaron ir por el silencio, por la nana del mar. Pocas cosas conseguían evadir el murmullo de las olas: Sólo Ester y sus lagrimillas desesperadas, cada vez más ajadas y más apagadas, cada vez más esclavas de un ruido que lo dominaba todo. Y sus pequeños rezos, que otrora hubieran enervado al bueno de Paquito España pero que esta vez solo le sonsacaron una sonrisilla de pena: si existía algún momento propicio para rezar debía de ser como ese. Paquito no lo hizo, por que no creía, ni si quiera a las puertas de la muerte.

La muerte es caprichosa y si algo la define es que siempre llega. Paquito España la temía, como casi todo el mundo. El temor a la muerte es inevitable en el ser humano, le viene de fábrica, en lo más profundo de su don: los hombres piensan, crean, creen. Analizan, visualizan, sienten, comprenden. El hombre es un animal que comprende, que necesita conocer para sosegarse, para ser uno mismo, para poder respirar. Lo que no se entiende simplemente le da miedo. Y la muerte nunca se comprende. Sólo se sabe que siempre llega, y se ruega por que lo haga de manera repentina e indolora. No hay nada peor que verla venir de frente, poco a poco… y mientras, tú, cuanto más cerca menos la comprendes y cuanto menos la conoces, más temes. Y según te vas enfriando, peor te sientes.

Paquito España rozaba el pánico y, posiblemente, la hipotermia. Al poco de caer la noche, el mar empezó a envalentonarse y los cuatro chicos tocaron fondo: el barco empezó a alejarse. Poco a poco, se fueron quedando más solos, en su colchoneta, que sorprendentemente era quién estaba manteniendo mejor el tipo aquella jornada. Evidentemente no era un de esas colchonetas que te regalan con la pasta de dientes o los kellogs, era de mayor calidad, comprada, posiblemente, en la tienda más pudiente de todo el paseo marítimo. Lo curioso es que cuando el barco desapareció ya nadie se quejó ni dijo nada: cuando empiezas a comprender la muerte te dejas de pataleos.

Y esperas un milagro, que a veces aparece. En la oscuridad, en los bajos fondos, en la soga que aprieta y se deshace en el susurro final. Cuando ya no veían nada y sólo se intuían a ellos mismos en la noche, surgió el haz. Un pequeño foco les apuntó a la cara, para cegarles y quedarse clavado sobre ellos. Luego la luz les bordeó, y se detuvo el barco. Era una embarcación mínima, de unos diez metros de eslora, de madera, abierta por la cubierta, de aspecto sucio y nada confiable. Un hombre negro asomó y les dijo algo en una lengua extraña, ellos sólo entendieron que podían subir. Lo hicieron ayudados por las personas que iban a bordo, incluso les hicieron un hueco donde parecía imposible. Allí había unas cuarenta personas, dos de ellas embarazadas, en un espacio exiguo. Sus ropas y sus caras mostraban días y días de sufrimiento, pues no había un ápice de alegría en ellas. Eso sí, cada par de ojos emanaba un montón de anhelos. Porque aquello era, por lo menos para Paquito España, la patera de la esperanza.

Nuestros cuatro amigos habían cambiado de silencio: de uno desesperanzado habían pasado a uno tenso, de la nada al futuro incierto. Patricia y Ester consiguieron acurrucarse junto a una de las embarazas, que compartió su manta con ellas. La mujer no debía de tener más de dieciocho años y mostraba un sufrimiento facial extremo, que llegaría a la antiestética de no ser por unos ojos algo más azules que el propio cielo, que la elevaban y le concedían una idiosincrasia cercana al Olimpo griego. Ambas se susurraban cosas al oído, y aunque cansadas, de alguna forma parecía serenas. O al menos, tan serenas como el resto de compañeros. Venancio, sorprendentemente, se durmió al poco tiempo. Sólo había dos personas dormidas en la patera: un joven quinceañero que contrastaba su tez de azabache con una divertida cresta verde y él. Seguramente las dos almas más inconscientes o las más listas: a veces es mejor guardar fuerzas.

Paquito tuvo menos suerte en su colocación, pues un pequeño bloque de madrea se le clavaba constantemente en los riñones. Miró uno a uno a todos los ocupantes de la barcaza y se imaginó cada una de sus historias, todas las horas de devaneos y decisiones tomadas hasta llegar allí. Paquito sabía que había un alto nivel de probabilidad de que fueran interceptados antes de tomar tierra, pero no quiso decirles nada. Ni siquiera a Leopold, un senegalés de sonrisa taciturna y castellano profundo, con el que compartió algunas palabras durante el viaje.

-España es magnifica… tienes mucha suerte de haber nacido…
-Sí… no está mal… hace sol y dormimos la siesta…
-¿Fiesta? Sí, España sol y fiesta…
-No fiesta no… bueno también. Pero te quería decir siesta. Si-es-ta. Es dormir un rato antes de ir a trabajar por la tarde…
-Sesta. Qué bueno.

Leopold aún cansado, se esforzaba en sonreír tras cada palabra. Paquito le habló de la siesta porque ya tendría tiempo de descubrir los otros detalles. El paro, la vivienda, la sensación de vivir en un sistema que había caducado sólo veinte años después de su alternativa. El hambre, la marginación, el odio: eso serían cosas que tendría que descubrir por su propio ser. Sólo las personas infinitamente crueles pueden quitarle la careta a Papá Noel.

-¿Tú trabajas?
-Bueno… escribo a veces artículos en algunas revistas y periódicos…
-¿Escribes? Qué bueno. Yo en Senegal primer oficial de obra. Muy bueno. En Madrid trabajaré en obras.
-Madrid no es un mal sitio. Un poco grande, pero tiene su cosa…
-Yo ir Madrid después. Amigo consigue billete. Yo ir Cibeles. A mi gusta mucho Real Madrid y la Cibeles –Se levantó la sudadera y reveló el escudo merengue.- Yo primero en Madrid, ver la Cibeles.

Paquito y Leopold siguieron charlando un rato más, y eran los únicos que lo hacían en toda la embarcación. Paquito le habló de las tapas, el garrafón y de lo divertido que era ir al bar Junco entre semana. Le habló de las pequeñas cosas porque las grandes eran demasiado complicadas. Luego, tras hora y media de recorrido, el conductor de la patera les mandó callar: estaban en frente de la playa. Paquito despertó a Venancio y se prepararon para desembarcar. Al levantar la tela del bote y divisar la playa, no se avistó ninguna señal de peligro. Sólo tranquilidad.

Sólo falsa tranquilidad. Al pisar la arena, cuatro coches de la Guardia Civil aparecieron de la nada y todo el mundo empezó a correr. Todo el mundo menos Ester y Patricia: ellas se veían salvadas. Venancio debió de correr por deformación social: lo había hecho tantas veces delante de los antidisturbios que era ver un policía y su cuerpo reaccionaba automáticamente. Nunca se había destacado por su habilidad para escurrir los porrazos y esta vez no fue diferente: fue placado contra un suelo que pesaba mucho menos que sus pies.

Paquito también corrió: un poco por defecto y otro poco por no caer en omisión de auxilio. A le derecha de la pequeña playa se ascendía por un árido bosquecillo de matas a un cerro, lo que significaba el más cercano pasaporte a la libertad. Paquito seguía a su instinto por lo que corría hacia allí, cuando vio que un pikoleto atrapaba a Leopold. Sin pensar demasiado en lo que hacía, se lanzó sobre ellos. Golpeó al Guardia con lo que pudo mientras Leopold se zafaba por debajo. Luego dejó su cuerpo caer sobre el del gendarme, inmovilizándolo mientras recibía patadas y puñetazos. Aún así pudo cruzar una última mirada con Leopold: el senegalés consiguió perderse entre la oscuridad de la colina. Del resto hubo de todo: interceptaron a diecisiete. Por supuesto, el chaval de la cresta verde consiguió escapar.

Y a Paquito, cuyo altivo gesto le costó pasar la noche del domingo de Óscar en el calabozo. Y lo pasó relativamente a gusto, estaba junto a las personas que les habían rescatado del mar y les habían devuelto al dominio humano. Para ellos el viaje había acabado: vencieron las aguas pero cayeron en la tierra, en el dominio de los hombres. Paquito veía en sus caras como se les había quebrado un sueño. Y hay pocas cosas más terribles a que se te rompa un sueño. Cuando realmente crees en algo, todo gira en torno a él, todo permanece y cambia, todo pasa por él. Y cuando se aja, todo tu alrededor se desquebraja, se cae, se hunde, y de repente dejas de flotar para tener unos pies cosido a sangre y fuego al suelo, a veces nunca te levantas de él. Y te quedas a la deriva, como tantas otras olas, como el infinito mar.

A Paquito le pagaron la fianza el lunes al mediodía, como no de manos de Venancio Urrutia. Paquito se había despedido ya de los inmigrantes, que fueron trasladados a primera hora a un centro social antes de acometer a sus repatriaciones. Les dio un abrazo a ellos y un par de besos a ellas, como marcaban los cánones de una tierra que aspiraron suya pero que no quiso adoptarlos. Venancio acarició la cabeza de Paquito España.

-¿Qué Durruti, volvemos a casa?
-Sí, que al final se me ha hecho largo el fin de semana…
-Pues prepara la tarjeta: al final las putitas se han ido sin nosotros.

Pies de Foto: SINTRA

Sintra se esconde a escasos kilómetros de Lisboa, sobre un valle equidistante entre la leyenda y los caminos propios. Sus dádivas tendrás que ir descubriéndolas, nunca se muestran solas: a través de senderos, túneles, alternativas boscosas al cemento imantado. Y así, siendo tan brújula como peregrino, la irás cocociendo, te irás haciendo a él y a sus castilllos de Mouros y a sus Palacios de Regaleira, a su forma de ir acotando el mundo en infinitas murallas. Una vez dentro, escucharás sus voces, sus viejas historias: siempre hay una niña en una curva para un ánima desencontrada. Y quién te dice que no merece la pena parar.


El ser humano se define por su celo, por la defensa de sus cosas. Conservar lo propio, aumentarlo, ir a más. Son constantes que nos unen con nuestro pasado más primitivo, que nos engarzan al futuro más irremediable. Una cerca, la puerta de casa, la más monumental de las murallas. Nos ocultamos y defendemos porque sabemos que de no hacerlo alguien tomará nuestras cosas y las hará suyas para seguir creciendo. Por eso nos protegemos, a los nuestros y a nosotros, con el precio de despreciar y temer a los demás ¿Y por qué lo hacemos? Muy sencillo: tememos al prójimo porque nosotros actuaríamos igual. ¿O no?

Hacer un alto, quedarse entre dos aguas, fumar un cigarrillo. La vida, el día a día, los momentos importantes, las dudas: la constante elección. Estamos demasiado orgullosos de nuestra libertad como para prestarle atención a las contrindicaciones: con cada gesto, cada decisión, cada giro en el camino nos condena a dejar atrás otras sendas, a veces sin posible retorno. Por eso es bueno tomarselo con calma, sopesar las cosas, nublarse la vista con un presunto cigarrillo. Parar el tiempo y esperar, saborearlo un poco, quedarse sobre el puente. Que luego viene el recuerdo... y ahí no hay vuelta atrás.



Parece que no, pero los vaqueros casan perfectamente con la naturaleza. Sin agresión, todo lo hace: por mucho que te esfuerces nunca vas a poder desentonar con tu madre, siempre hay algo que te cose a ella. Porque está ahí para ayudarte, en tu socorro: y si no puedes ver, ella te regala una piedra. Con vistas al infinito, a la belleza, con toda la perspectiva que necesitas para poder hallar tu camino. Sube despacio y ten cuidado de no caerte. Porque, una vez arriba, las decisiones ya son sólo tuyas: Alzar las manos al cielo, dictar sentencia; verlo todo, cumplir las promesas; sentarse a pensar, quedarse dormido; mirar abajo y saltar, conocer lo prohibido.



Probablemente la cámara no está baja y esto sólo sea la mirada de un duende asustado. Salió de día, como los niños malos, y se encontró de bruces con un par de turistas. Lo ve todo más verde porque su vista exalta lo bello, lo que merece la pena mirar. El resto lo deja al blanco y negro sin quererlo: sus ojos nublan lo que no entienden. Y lo que menos, el mapa: nunca podría orientarse de no ver la disposición de cada árbol. El ser humano ofrece la otra cara: para poder orientarse debe matar unos cuantos. Pero tranquilos, los duendes no entienden de venganzas. Ni en Sintra, ni en ningún otro lugar. Si les dejas un poco tiempo, matarán el miedo y te llevarán donde tú quieras. Y al final, por la cuenta que les trae, lo más rectito hacia la puerta.