miércoles, 21 de abril de 2010

El eje (IV)

IV

Ernesto ya se despertó de pie. Estaba vestido y la herida parecía no sangrar. Al levantar la camiseta observó que su apéndice estaba cutremente grapado con cinco hebillas recubiertas de polvo. La visión era del todo insana, pero al menos la grieta había cesado de manar. Y, al menos, no estaba solo. Había muchos seres por allí. Tanto humanos como animales: gordos, melenudos, tullidos, tarados, llorones, una centena de ojos asustados, un montón de miradas perdidas y soslayadas entre sí. Había patos, perros, gorilas, incluso un delfín con un áurea acuífera (una especie de pecera móvil), que intentaba sin fortuna salir al exterior. Parecía aquello un congreso de lo absurdo, un reloj de Dalí sobre la cara de El Greco.

A la derecha de Ernesto dos hombres se peleaban por lo que parecía una plátano de color gris piedra. El de la derecha, grande y con una cicatriz grapada sobre la nuez del cuello, golpeó con una tosquedad maestra la cara del rival, para después enterrar su cara de un pisotón en la nuca. El otro, rubio, casi albino de piel, se agitó rodando un par de metros. Quedó boca arriba, enseñando una enorme herida grapada en el pecho que se fue abriendo con lentitud. El líquido amarillo brotó con el coraje de un volcán que lleva esperando siglos su oportunidad. Avanzó con firmeza y en su espesura recubrió el cuerpo hasta hacerlo desaparecer. La reacción del homicida fue curiosa: Primero se agitó en victoria, bulló de la forma más natural que puede bullir un ser vivo, se amó. Luego miró receloso una sombra amarillenta del suelo. Miró la huella que había dejado su viejo enemigo y sintió miedo. Miedo de él mismo y de los demás, y empezó a dar vueltas y a mirar en todas direcciones, buscando signos de hostilidad. De vez en cuando los sentía, reculaba un poco, y luego otro poco, y luego un poco más, hasta tener al fin la seguridad de una pared a sus espaldas. Luego le debió de venir la inseguridad de mirar al frente, porque movió durante horas dos pequeños bloques de piedra, hasta forma el hogar más sólido de todos los que estaban conviviendo allí. Luego, salió fuera, satisfecho, con su plátano en la mano, a sabiendas de que había llegado más lejos que cualquiera en su pequeño universo. Por último, se tragó su plátano. De un bocado, sin deleitarse. El plátano entro fugaz y salió con lentitud por la cicatriz que aquel viejo hombre tenía en la nuez, derramando el ya maldito líquido color amarillo intenso. El hombre, aún así, yació sonriente, con el deber cumplido. Y murió solo porque, como durante todo su periplo, nada ni nadie le estaba observando. A nadie le importaba: murió sólo como mató sólo, como temió, como huyó, como se aseguró. Solo.

O al menos, así lo veía Ernesto. Un Ernesto al que todo le da empezaba a dar igual. Estaba cansado, hastiado, alienado al desconcierto. Y se empezaba a ver irremediablemente como uno más. Una jodida mota más dentro de un vómito superior, una horrible nota dentro de un concierto disonante y absorto. Uno más dentro de aquel absurdo, de aquella cuerda locura.

De repente, un enorme ruido lo inundó todo y un extraño animal apareció serpenteando la montaña. Era un elefante gigante que se levantaba unos cincuenta metros del suelo, a través de unas finísimas patas que se recortaban en el cielo de manera irreverente. El elefante llevaba una gran vagoneta de metro, de más de cinco plantas habitables, sobre su lomo. Se paró en la ladera y de él cayeron muchísimas sogas de esparto, barnizadas con color caqui, teñidas en la nuez del espanto. Escalar se presentaba como la única forma de acceder a él, porque hasta allí seguían blandiendo las los hados de la lógica. Las criaturas se amontonaron en filas y empezaron a subir. Ernesto estuvo hábil y logró acceder a la cuerda de los primeros. Empezó a ascender de manera liviana, fácil: incluso su predecesor, un gigantón peludo vestido únicamente por un insultante tanga fosforito, le parecía una rémora para su ascenso. Luego el ritmo fue decayendo, deshaciéndose como un náufrago barco de papel que esclavizado al océano, va dejándose un poco de tinta a cada envite de las olas. Sus músculos ganaron en tensión y fueron perdiendo toda capacidad de movimiento. Fueron reduciéndose, gimiendo en silencio, preparando una subversión contra la voluntad que explotó, digamos, en el ecuador del camino. Ernesto se paró y oteó, y vio como en la tierra los animales, enloquecidos por la injusticia biológica que es impedía optar al extraño tren, arremetían contra todo: contra aquellos humanos que habían decidido quedarse, contra aquellos animales que como ellos habían llegado al fin del camino, contra las finas patas del carruaje, que los seccionaban con la eficacia de un yakuza japonés. Todo ello edulcorado por una lluvia de cuerpos derrotados que se caían dibujando manchas de un horrible color amarillo intenso. Ernesto resopló, dio dos nuevas brazadas. Se ahogó en un grito cuando el tanga de su predecesor le rozó en su caída, siguió subiendo. No pensaba demasiado, hacía tiempo que no podía. Sólo ascendía, sólo respiraba para subir: se había convertido en el peón de una cadena de montaje inspirada en la rutina, como un medio de un fin que desconocía. Hubo un momento en que ni sintió dolor, hubo demasiados minutos en los que se apagó la luz y el equilibrio: pero llegó. Y se sentó en la segunda planta, agradeciendo más el silencio del lugar que el fin del esfuerzo.

Y allí esperó entre la frontera de la vigilia y el sueño hasta que el convoy decidió moverse. Cuando giró la cabeza, vio sentado dos filas hacia la izquierda a Tomás, su viejo compañero de habitación. Sonrío y fue en busca de su abrigo. Cuando tocó el hombro del viejo republicano, vio que le reconocía por el brillo de sus ojos. Intentó hablarle:

-Aufá, Aufá aná samos…
-Gojen…fendo

Ernesto descubrió que había perdido el don de la palabra. O al menos en su faceta inteligible. Era una sensación extraña que ya había experimentado alguna vez, aunque siempre debidamente drogado. Él estructuraba unos pensamientos en su mente más o menos cuerdos. Y estos, en su filtro con la realidad perdían el hilo de la coherencia, y eran escupidos como pictogramas fonéticos indescifrables. Era una sensación de impotencia gris y Ernesto empezó a jurarse así mismo que no volvería a beber, ni a fumar, ni a esnifarse todo haz de luz que se cruzase frente a sus ojos. Lo veía claro: la redención había caminado junto a él mucho tiempo y nunca se había atrevido a darle la mano. Ahora que ya era más parte de un todo que un todo aparte se sentía profundamente desgraciado, fugaz y anacrónico, un reo sin derecho a una mísera condena. Y se dio la vuelta y dejó a Tomás clavado en su asiento, ahogado en su propia miseria.

En los tres metros que había de distancia hasta su asiento a Ernesto se le fueron cayendo los sentidos como si su alma fuera un bolsillo manirroto: primero descubrió que el sepulcral silencio podía no ser tal si tenía en cuenta que todo lo que rodeaba aquel vagón irredento explotaba en un festival pirotécnico: nubes, soles, alguna luna despistada; todos se inmolaban al paso del convoy por ellos. Y destellaban en colores desubicados, en rojos evocadores, en negro vida, en verde casamiento: en colores que se revelaban ajenos a Ernesto y su mundo. Seguramente sería que los caminos de Ernesto y el mundo se había separado hacía ya algún tiempo, y aferrarse a ellos era sólo un síntoma de temor más.

Luego se cayeron el olfato, el gusto, su poco tacto. Se sentó unisensorialmente y buscó la tierra firme con lo único que tenía: sus ojos. Y vio como un raíl recorría en paralelo a las díscolas patas del elefante. Sobre él un Talgo avanzaba firme y sereno. En perpendicular un Ford Fiesta blanco intentaba suicidamente cruzar al otro lado ante la obviedad de lo imposible. El tren arrasó al coche, revolcándolo, aplastándolo, cegando los ojos del pobre Ernesto. Tras el blanco inicial, todo lo esculpió el negro.

V

La oscuridad es uno de esos lugares donde florece la imaginación. Y ahora, Ernesto era todo oscuridad. Ya no era una era una persona, se había convertido en un sentimiento. Era un quejío abstracto, un vuelo: Ernesto no flotaba, se había convertido en la partícula cinética que convierte al reposo en viento.

Al principio su nueva forma era la del miedo. Sentía como si una prensadora abrazara su alma y la plegase sobre sí misma. Más que dolor, aquello le proporcionaba un cosquilleo hueco, una amenaza, una inseguridad, un temor a no saber dar los pasos adecuados. Ernesto no se sentía como un náufrago, como una patera abandonada en mitad de la nada. Se sentía condenado a vivir en la deriva de unos mares caprichosos, de unas aguas equivocadas e irrecuperables: de unas aguas que sólo te arrastran hacia un trozo de desierto o hacia una frontera de rocas malcriadas.

Unas aguas frías, hondas, racionalmente deshumanizadas.

Y aún así, no se sentía solo. No recordaba la existencia de nadie más. Era él, experimentando sobre algo en cierto modo extraordinario. Sobre algo que no entendía y que le hacía sentirse muy pequeño. Sobre algo extraño. Incluso llegó a pensar que era un error, una chispa equivocada, el roce adecuado entre dos cositas que no son nada y que explotan para serlo todo. Y tuvo su primera revelación: era algo no deseado, un aborto fallido. Un dislate maravilloso. Y se sintió protegido, abrigado por mantos que ni se ven, ni se oyen, pero que saben como mentirle al frío y mandarlo a las sombras baldías y doblemente polares. Él era lo extraordinario. Aquel mapa onírico de emociones le pertenecía en cierta manera, era su regalo de cumpleaños. Y ya no le llevaban las mareas, él era la marea, y navegaba rompiendo la corriente, dando cabezazos ruta natural de las aguas, se sentía omnipotente, era todas las cosas, y todas las trastocaba un poco a su manera. Era dictador y estrella, era un trazo roto y el roce del tiempo.

Y cuando avistó tierra, un bofetón le hizo virar a la izquierda, acabando con él y su esencia metidos en una cueva de luz blanca. Tanto tiempo acostumbrado al negro provocó un temblor en Ernesto, que volvió a su estado natural pequeño.

La paz no tardó en volver: era la luz blanca. Ahora era destello. Ahora era llanto. Ahora era un dedo en su boca, era sosiego. Ahora era abrazo, era un caballito metálico esclavizado a la rueda del parque, era un Mikasa con tendencia a juntarse con las mallas, era un acorde de un Dylan protestón. Ahora era un temblor, era un beso, era una vuelta a casa a las horas de la amnesia. Era ron, tequila y kalimotxo. El amanecer que no asoma solo. Ahora era un aplauso, un chiste, ahora era una mesa de borrachos riéndose del vino, era una cama acompañada, ahora un perdón.

Era aquel sueño cuyo techo eran las estrellas. Era llave que eriza al bello, era un compromiso de beso eterno, era ir de excursión al fútbol con papá.

Era la primera calada y la última, era un minarete acusador, era un ascenso y caída hacia su cuerpo, era el relato perfecto, era el corazón del un Tour de chapas mal pintadas, era un analgésico etéreo y relativo a los parámetros de la salud.

Estaba y era en muchos sitos, todos los papeles en uno: era fotograma, actor, director, era el del dinero, era guionista, montador y técnico, era el que pone todo, el artista. Una puesta de sol en Santa Sofía. Era un sándwich de jamón a taquitos. Era el último queso del trivial. Era un triple maravilloso. Era un Dic con Coca-cola bebido a tres manos. Era un temblor extraño en el estómago. Era un correr victorioso delante de una manada de policías. Era tranquilidad, y también mucha risa, era un saco dormilón en popa, era la secuencia de la derrota perfecta. Era pan con nocilla. Era un petardo sonriente ante el temor a la clerecía. Era un futbolín, era una timba eterna, era una siesta a la orilla de la Torre Eiffel, era un manifiesto de juventud comunista.

Era la sonrisa de tener un puñado de versos por diario.

Era ausencia, una página en blanco.

Era un recurso literario, una conversación existencial de litrona y pantalón vaquero, el humo del tren, era un cinco en Teoría y práctica de la comunicación real. Era el que paraba el reloj de la aguja del recreo, una broma en la cara del miedo, era los dos euros del reintegro, era olor a tarta de hachís. Era una llamada perdida a las tres de la mañana, la voz que nunca temblaba, una riada de mochilas de excursión anarquista por Berlín; era ese tranvía que perdimos a tiempo, era olor a lluvia, era un tatuaje al fuego del carmín, era el sabor del beso perfecto, era vivir la vida viviendo sereno.

Era el grito y el orgasmo, era los primeros celos.

Era una hoguera de cuatro escobas y un madero, era el fluir juguetón de volver a tener aquellos nervios, era una mentira pueril rendida al arrepentimiento, era “Como decíamos ayer…”, el deseo. Era un silencio tan sutil y tan lleno…que se prometió no volver a escuchar.

Hasta que fue uno y todos los verbos, y se volvió torrente de melodía, y luego el murmullo del desierto, y luego un oído universal, y luego un camino alternativo a los viejos senderos. Y fue la oportunidad y la cogió corriendo. Y volvió a ser el Leni trasnochado del pueblo.

El alcohol que quema al grano.
La raya dibujada a dos manos.
El discurso certero.
La espesura redundante que delata al universo.
Y siguió sintiendo.
Y llego a ser la habitación número 301.
Y lo sintió todo una vez más.

Y vio allí el rostro de lo que se hace viejo, con los brazos cruzados, sentado sobre el desconsuelo. En él sintió un camarada, una versión del mismo alma a través de otro espejo, sintió los faroles apagados en la vuelta a la casa, las cicatrices de un camino curtido a hostias, las resacas de unos benditos recuerdos condenados a olvidar.

Y sintió el roce de un calor medio nublado, que de alguna extraña manera, jamás le iba a abandonar.

Y luego vio un rostro roto y arrugado, un cuerpecillo casi caducado que poseía un cuadro de cíclica bondad entre los dedos y el libro de la sencillez cosido a las manos. En ella sintió el dolor eterno de perder una parte de tus huesos: era la caricia más divina que puede tolerar el cielo, la muralla que te permite echar por las noches un par de sueños, sobre la cocina más alta, el amor perfecto.

Y vio más rostros. Y, ya medio apagado, se alejó de todos ellos. Ernesto fue clavándose sobre el gólgota de unos ojos azabache magnético. Unas pupilas sublimes, grandes, perdidas sobre lo eterno. Una luz evocadora, familiar hasta para un hombre sin recuerdos. Fue deslizándose despacio. Se volvió un cosquilleo, y ya sin un gramo de miedo, sintió ser un latido a doble bombo con el don de mover el mundo.

Y comprendió el valor real de vivir un segundo.
Y lo degusto despacio.
Como ese único beso.
Y cuando por fin fue ella, se dejó llevar.
Cosido, de soslayo, como siempre a la expectativa: dulce y amargo.
Tenía cirrosis, cincuenta y dos años de depresiones crónicas, y treinta y cinco putos euros en el banco.