Para
bien o para mal, el tiempo tiene la costumbre de ir cambiando los conceptos de
sitio, mudándoles de raíz y significado. A las palabras, como los seres vivos, no les queda otra que ir adaptándose a los tiempos para asegurar su supervivencia. La ciencia lo
denomina cambio semántico y los ejemplos son muchos: la melancolía era en sus
inicios la bilis negra, las azafatas servían a las reinas, se utilizaban
personas como máscaras y las catástrofes sólo sucedían en los terribles
desenlaces de las obras de teatro. La primera representación escrita del
concepto libertad se cree que es la
palabra sumeria Ama-gi, con idéntico
significado que nuestro libertas: “volver
a la madre”. Los anglosajones, siempre con las emociones más recatadas, tienen
su freedom en unos anhelos bien distintos:
“amar”. Para nosotros siempre ha significado liberación, en los múltiples ámbitos en los que la opresión anda
suelta. Libertad como catarsis y fuga, como escapatoria de algo: de dioses
censores, de tiranos de sangre y ralea, de ideas que nos yacen como dueños o
banderas que ni nos nacen, ni nos sienten y que mucho menos representan…
libertad como ruptura, pero también como
desarrollo: de nuestro yo, con sus ideas, idas, venidas, contradicciones y
miedos. De poder elegir, el
derecho a equivocarse por uno mismo. De ser uno mismo. De respirarlo. Comprenderlo.
Disfrutarlo.
En
paralelo y de puertas afuera, la libertad lideraba contumaz revueltas y sueños,
siendo jirón, estela, voz y sentido; dando ala al exiliado para en sus cenizas
remover barro y cielo, humanizando a tinta o a sangre leyes, mitos, culturas,
mentes e instituciones a obedecer: La libertad como avatar de cambio. Y también
de progreso, por esa concepción tan temporal nuestra de que lo bueno siempre va
hacia delante. Lo que es indudable es que siempre va, así que entre que los
decenios emborronan la mente y que el eslogan era bueno, los nuevos opresores
se quedaron con la palabra creando todo un colapso textual con los viejos
oprimidos. Generando el anticuerpo del virus que les mata. Vemos así como hay
libertades de mercado, con potestad de regular el precio del hambre. O guerras por la Libertad (con su
correspondiente Robin: la
democracia), como una mediática forma de asesinar en traje. Incluso nos dicen
como hay que vivirla o dosificarla, cómo interpretarla, por dónde anda su
camino o las ingentes cantidades de acciones que hay que tener para gozarla de
forma plena. Minándola de alma y significado. Conclusión fotográfica: la
libertad ha quedado reducida a una calle, el lugar donde se homenajean las
historias muertas.
¿Y
por dentro? ¿Estuvo alguna vez? ¿Somos libres en nuestros actos, en nuestras decisiones,
en nuestros sentimientos? ¿Conduce el consciente o el subconsciente? ¿El
sujeto? ¿El contexto? ¿Las heridas? ¿Las consecuencias? ¿El deseo? ¿Somos uno o
somos todos? ¿Elegimos? ¿Nos escogen? ¿Farsa? ¿Realidad? ¿Forma? ¿Reflejo?
¿Oasis o Universo? ¿Dónde está la libertad?
Unos dirán que en todos tus días y en cada uno de tus pasos, en tu firma errante. Otros la tildarán de mentira piadosa y cuento griego, de morbo y perversión. Y en medio un arcoíris, como todos los días. Tal vez sería bueno retomar la raíz, Ama-gi, volver a la madre: hacernos conscientes de que somos uno porque somos parte de todo. Y para ese todo verla, y dirigirla desde dentro: en el hilillo que conecta el corazón con tu cerebro.
Unos dirán que en todos tus días y en cada uno de tus pasos, en tu firma errante. Otros la tildarán de mentira piadosa y cuento griego, de morbo y perversión. Y en medio un arcoíris, como todos los días. Tal vez sería bueno retomar la raíz, Ama-gi, volver a la madre: hacernos conscientes de que somos uno porque somos parte de todo. Y para ese todo verla, y dirigirla desde dentro: en el hilillo que conecta el corazón con tu cerebro.
Mires
donde mires todo queda a contraluz de la bandera, como si la vida fuera un
rectángulo pareado: En su barra, calma; en su sueño, estrella. La patria como
madre y fe, súbita santa y seña: mira alto, trabaja duro, en América todo es
posible. Es inmaculada, confesora, edén, tragaluz de idiosincrasia; no se
cansa, no gobierna, tan sólo te sangra… Capaz de juntarlos a todos; aunque ni te
alimente, ni te cure, ni te albergue; aunque sólo seas un reducto bancario y te
eche a morir a parnasos ajenos; y te cultive en el odio y el miedo de tener que
aplastar para ser el primero. Aquí nadie la discute, ni los pobres, ni mucho
menos los ricos ¿Por qué? Por esa cultura que nos nace y moldea y de la que es
tan difícil deshojarnos. Por las gestas, las canciones, la tradición y sus
metáforas, porque nadie quiere estar solo. Porque si somos algo, somos también sus
triunfos y su épica, sus lágrimas de estaño, su eterna memoria. Y porque nos abriga,
nos lo cuenta todo: lo que vale, lo que pone, el patrón a sonreír, la guarida
de los malos. Sosiego y meta, verdad y camino recto: tenga su casa, su familia,
su coche, su perro; compre, trabaje, sonría, sea bueno, American life style, la Babilonia de los necios.
Digamos
que concebía la vida en líneas, como límite fronterizo a las decisiones. Desde
niño había sido muy cauteloso a la hora de cruzarlas, bien sabedor de que algunas
de ellas, una vez traspasadas, nunca tienen vuelta atrás, dejándote frente a un
abismo de incertidumbre del que nadie te garantiza salir mejor parado. Por ello,
concentraba muchos esfuerzos vitales en evitar esas líneas y su endemoniado
motor de cambio, lo que le hacía vivir en un estado de tensión pasiva
constante; con catastróficas consecuencias para su cabello. Sólo había una zona
de seguridad, su apartamento, sesenta metros cuadrados libres de trazos y decisiones. Fuera de allí
las tentaciones eran inmensas por la ingente cantidad de líneas existentes, tanto en formas
como en intensidades. Nuestro amigo las había
estudiado en profundidad, llegando incluso a clasificarlas. Las más fuertes son
las paralelas, con rocosos anclajes al suelo, con sus verdades, su mesura, su
trabajo fagocitario, sus modales de normalidad. También están las oblicuas, con
su bipolaridad, sus marcados frentes, sus clubes de amigos enemistados, con su relación
de buenos y malos, con sus derechos y deberes, y universos paralelos. Las diagonales, con su evolución y su
progreso; con sus esperanza, su decadencia, su construcción ajena y propia, con
su aliento, su caída, sus sorpresas, con su memoria y sus arrugas abiertas, sin
su marcha atrás. Luego están las espirales con su aire loco, sus mordiscos, su tormenta,
su droga; con su adrenalina a vena rota y sus poemas online al oído; con sus
carreras, sus vuelos, su astilla, su barro; con las mil y una vueltas que
llevan al amor y al olvido. Las intermitentes, aquellas que casi no vemos y
cruzamos todos los días, como causa física de que sin decisión no hay
movimiento, y vivimos en alta velocidad.
Para mantener a estas impredecibles líneas dentro de
un margen de confortabilidad, nuestro protagonista había desarrollado una recias
rutinas, agrupadas en ciclos de siete días, como estribillos estacionales. Feliz,
inmutable, eterno. Pero no, la vida es cambio y a veces llega el imprevisto y
las líneas te cruzan a ti, volteando vida y obra, dándote de bruces con el
abismo. Lo vemos en la imagen, donde podrían confluir dos tipos de líneas arquetípicas
de nuestros tiempos, de esas que se rozan fácilmente. La primera física,
policial, paralela; aquella que nunca debes cruzar si quieres ser de los
nuestros, aunque realmente no seas de los suyos. Es la raya que te marca el
sistema; amenaza y golpe. La segunda, más profunda, diagonal; te pega por
dentro: te deja sin casa, sin dignidad, sin aliento. Te saca del juego por la
parte de atrás, sin galones de sueño o rebeldía, como una sub especie de ser
humano. Nuestro amigo, en su inacción y prudencia, siempre evitó el peligro más
recurrente: la diagonal hipotecaria. No así la carcoma, la dejadez, la gravedad
del tiempo. El edificio de su casa se dejó caer, enterrando bienes materiales y
de concepto, volando sin ciencia cierta su mundo de seguridad. Fin de la calma,
fin del aliento. O no. O sólo un comienzo. Si es listo reenfocará las líneas,
sus aristas y equinoccios, sus posibilidades. Y verá que sin nada que perder,
siempre amanece al otro lado.
La
luz se opone a la oscuridad como concepto y como necesidad porque como en tantas
otras historias de amor la una sin la otra carece de realidad y sentido. La luz
es vida, calor, seguridad, el lado amable de las cosas. La oscuridad, por su
parte, desafía nuestro subconsciente hacia un posicionamiento de incertidumbre
y alerta, avivando miedos, temores y puñaladas alevosas por la espalda. Por
ello, el ser humano ha buscado siempre contrarrestar la noche, hacerla un
poquito más día, como esos amores que tanto queremos y que nunca dejamos de
intentar cambiar. Inventamos la empatía
pero nos obcecamos por transformar la vida a la vara de nuestro ojos, con
presunción de verdad y carestía de freno. Se empezó con el fuego por supervivencia,
la noche aplastaba al hombre, por aquel entonces un depredador de clase obrera.
Se contaba cada luna por mil y una amenazas; ajenas, propias, lúcidas y ciegas…
y aquella tenue luz de las llamas sosegaba ambiente y cerebro, creando el clima
necesario de descanso, sueño y futuros por devenir. El fuego se fue sofisticando,
y aparecieron antorchas, velas, lámparas de arcilla y aceite. Llegó la
electricidad y por fin pudimos verlo todo, haciendo el día y la noche a nuestro
antojo con el pequeño sol de una bombilla. Las calles, los caminos, las
acequias: fuimos iluminándolo todo, dejando los ciclos naturales, el equilibrio
del amor a nuestro antojo: somos dos sí, pero yo marco los ritmos. La
fotografía es de Time Scuare, el
ejemplo por donde andamos, ya más centrados en la compraventa de almas y
necesidades que en aliviar temores. Como en tantas historias, tan orgullosos de
lo que somos que no nos damos cuenta de lo que nos perdemos siéndolo: de tanto
dar la luz apagamos las estrellas.
Si
Nueva York es la ciudad de los sueños, Estados unidos es la nación cliché. Me
explico: cuando normalmente viajas a un país, lo haces bajo un paraguas de
estereotipo cultural que se suele alejar bastante de la realidad, más dada a
matices y complejidades. Por lo tanto, no es tan fácil ver un mariachi en
México o un burka en países árabes
como Túnez o Marruecos; así como en España ni la afición a los toros es tan mayoritaria,
ni comemos tres paellas al día. En la misma línea hay franceses que no besan
bien y alemanes con aptitudes para el chiste, pasando por chinos sin media
hostia o argentinos comedidos. Siempre pasa: te pones a sumar individualidades
y se te emborrona el supuesto colectivo.
Pues bien, Norteamérica sería la
excepción de la que bebe la regla. De alguna forma, todo cumple en su forma y
fondo, a la imagen que Hollywood nos ha instalado en el cerebro con una cookie audiovisual. Llegas, interactúas,
y comienzas a experimentar una sensación extraña. Al rato caes: todo fluye como
te lo habías imaginado, lo que supone una sensación compartida de desconcierto,
incredulidad y miedo; vives tu propio show
de Truman. Así, los policías son gordos, las camareras de los Dinners tienen pinta de solteronas, los
colegiales llevan un cándido Tim en la frente y no ves un negrata suelto sin
aires de hip-hop en sus caderas. Los tonos, los gestos, formas de ser, acciones
y situaciones: todo te resulta familiar. Desde las expresiones que no entiendes
hasta sus infinitos rascacielos, pasando por sus relativos cafés o su onanismo
patrio. Parece que ya has estado allí pero realmente nunca lo has hecho, moviéndote
entre un deja vu perturbador y la
tensión propia de los desbarros mentales: ya te estás viendo inmerso en alguna
persecución con tiroteo y explosiones, o enfrentando al amor en cámara lenta.
Físicamente te imaginas un país inmenso, donde todo es (de ser y estar)
concebido a lo grande, funcionando a la perfección.
Llegamos al escenario de la
fotografía, al ejemplo. Central Park,
lugar que podría denominarse como la madre de todos los parques, o al menos
como el más profesionalizado de ellos. Todo es perfecto. Los deportistas son
musculosos y espectaculares, los músicos excelsos, los humoristas dignos del
mejor club de la comedia y las familias paseantes parecen sacadas de una
campaña publicitaria. Los árboles son bonitos y los lagos brillantes, e incluso
no se debe fumar: con las normas llega el morbo de respirar lo prohibido. Y un
extra para friquis: si te pierdes un poco es probable que encuentres a Woody
Allen deambulando por allí, si tiene un buen día lo mismo hasta te cuenta un
chiste.
Los tópicos morales también los puedes ir respirando: la enfermedad del
consumo, la obsesión por la estética, los delirios mesiánicos, el show and business. Su burbuja, moral y
financiera: sus barras y estrellas siempre dispuestas a salvar a un mundo que
ni conocen, ni les importa. En Estados Unidos todo funciona como en la teoría,
salvo por una cosa: son gente maja. Amables, educados, sonrientes. Cercanos e
incluso cómplices, si la falta no es muy grave. En fin, personas humanamente
agradables. Algo objetivamente positivo, y que luego no lo es tanto. Que a uno,
con su revolución y sus prejuicios, tanta simpatía le deja un mal sabor de boca.
Como de querer odiar y no poder. Menudos tiempos de mierda.