lunes, 30 de septiembre de 2013

El reflejo del retrovisor


Aquello empezó como tantas otras adicciones: siendo tan sólo un juego. Tal vez fuera la atmósfera somnolienta a embrague quemado, el vals de no acabar de arrancar ni de pararse o el aburrido guiñar de unos semáforos deambulantes a cámara lenta.  Sí, estaban la radio y el móvil, incluso la prensa escrita, pero por encima de ellos y de una forma circulante y repetitiva estaba esa maldita sensación de tiempo baldío, de verse atrapado, día tras día, en una ruidosa homilía de motores sobre frenados. Recuerdo la primera vez con la nitidez que se rememoran los grandes momentos: con pasión, detalle y alguna pequeña dosis de mitificación. Recolocando el retrovisor de mi Laguna Berlina topé con unos ojos verdes, cosidos como sin quererlo a una cara bonita, de esas que se debaten entre el vicio y la armonía, concebidas a la limón entre las sortijas de Channel y los bares de carretera. Me quedé clavado a ellos y, desenfocando el presente me dejé navegar carne adentro, con el subconsciente por timón y la ficción en mar bravío. Y allí estábamos: dos almas errantes que colisionando ante las puertas de un viejo cine. De prefacio dilatamos las disculpas, jugando unos segundos al escondite de miradas; luego, de forma natural, se dejó prender la chispa, la quimérica adecuada. Casi sin quererlo me vi soltando confidencias, compartiendo una película a la que no hicimos mucho caso, entrecruzando pies y caricias bajo las butacas, sonriendo futuros a corto plazo. El final vino cantado:  nos dejamos caer en un lugar de paso, follamos desgarrados como las bestias que somos, cayendo despacio el uno sobre el otro, yo vestido de horizonte y ella, de atardecer.
Fue mi primera vez y fue maravilloso: aquel primigenio paseíto mental cundió hasta bien entrado el garaje. Llegué, incluso, más tarde de lo normal a mi apartamento, ensimismado en la oscuridad de la cochera, en mis bajos pensamientos. Daba igual: bien vale reducirse el descanso si es la mente quién corteja con las sábanas. Aquella experiencia me marcó, fue tan real como lo es cualquier cuento, cualquier película, cualquier deseo: si somos realidades tristes dulcifiquémonos de mentiras. Tardé en repetirlo un par de semanas, pero la frecuencia fue reduciéndose rápidamente, a la vez que se multiplicaban las historias. Cualquier situación y lugar eran sugerentes y sólo había una regla: cada vuelo debía de ser único y diferente. En protagonistas, resolución y posturas a proceder.
Sepa señor lector que vivir en Madrid consiste en vivir en una retención constante, en un atasco que te lleva y que te trae hacia continuos puntos muertos. Que factura tu tiempo de una forma impune y tolerada, sin remuneración ni consuelo: toda un ejemplo de estoicismo moderno no exento de malas vibraciones y vituperios de alcance variado. A mí, lejos de molestarme, está cotidianeidad me resultaba un lujo. Cada dilación era un paseo furtivo, una oportunidad de parapetarme tras el retrovisor, de dirigir una mirada indirecta y morbosa, vacía de responsabilidad y rebosante de minúsculos devaneos eróticos. Lo que partió como una anécdota se convirtió en mi más inconfesable rutina, una rareza mental de ejecución perfecta, riesgos controlados e innumerables beneficios. Cazar un rostro, darle forma y voz, trasnocharla en mi cerebro hacia el más oscuro yo, gracias al más superficial tú. No me miren así; cada uno tiene sus perversiones.
Creo que era martes, aunque podría tratarse de esos días que luego se empeña en desmentir el calendario. Un martes de otoño y luz suave, más cercanos a la primavera que al invierno, por aquello de que el verano es una condición más emocional que climatológica. Lo que si era seguro es que era una martes de Liga de Campeones, porque el afán de las masas por llegar enfrente de sus televisores siempre provocaba el efecto energético contrario: unos embotellamientos infinitos, aderezados por un cuadro costumbrista de nervios, blasfemias y delegados anhelos competitivos. Y como siempre, la frustración de unos es el goce de otros. Para mí, antifutbolero por vocación y deriva moral, resultaba ser un marco fantástico: el último parón había durados más de diez minutos. El sol, ya oculto entre los edificios, dejaba entrever las figuras de manera plácida, sin dejar caerse en los excesos del deslumbre o la incertera oscuridad. Recoloqué mis retrovisores, estiré levemente los músculos del cuello y masajeé durante unos breves segundos mis neuronas; después, alce la vista al reflejo, buscando concretar víctima a lo largo de todos los puntos cardinales ajenos al norte. Miré a un lado, al otro, en las diagonales y al fondo… enfrentándome a un paisaje desolador. Miraras donde miraras no había por donde animarse: solo hombres ensimismados en su réquiem radiofónico, cuerpos goyescos, familias numerosas presuntamente felices, caras tan poco atrayentes que tras dos paradas y tres arriesgados cambios de carril llevaron mi frustrada atención hacia la carretera. La luz caía diluyendo la posibilidades de juego, por lo que me enfurruñé decepcionado, como ese niño que acude feliz al parque de atracciones y el viaje resultante tiene como fin llegar al dentista.
De repente, noté una sensación extraña. Primero estomacal, extracorpórea; luego empírica, basada en el rozamiento automovilístico. El coche que me precedía, un elegante Megane Cuopé Cabrio descapotable, conducía de forma rara, familiarmente extraña, tan ajeno al fútbol como al atasco. Su atención era del todo paradójica: a través de su retrovisor interior un par de faros me observaban incesantemente. Unos ojos negros, subterráneos, mortalmente azabaches. Dos pupilas al carbón que esculcaban todos mis movimientos, desnudando, sin tocarme, intimidad y conciencia: bienvenidos a la fábula del cazador cazado. Bajé la vista turbado, empecé a buscar compulsivamente por la guantera, por su puesto no encontré nada. Volví a alzar los ojos: la mirada seguía prendida, quemándome los huesos. Al retomar el contacto visual, comenzó a bajar suavemente el espejo, enseñándome primero su sonrisa y luego su escote, finamente encorsetado a un vestido rojo. Vi la salida cuando arrancamos de nuevo, abriendo la posibilidad a la maniobra, al traqueteo de intermitentes en la búsqueda de nuevos caminos. No lo hice, por motivos de bloqueo y seguridad vial: no anda el bolsillo para fiestas y un movimiento en falso hubiera supuesto unos cuantos euros de chapa y pintura.
Tras unos pocos metros, la circulación volvió a pararse, y no sólo en términos de carretera. Mi corazón, la tierra, el tiempo. Todo pareció congelarse mientras ella abría la puerta de su Cabrio azul y caminaba, con paso firme y corcheas en las caderas, hacia mi pequeño castillo errante de cuatro ruedas, que pasó de búnker a cabaña de cartón en unas pocas décimas de segundo. Era una mujer de porte alto, de esas de caminar gallardo y cierta superioridad para con el mundo: seguramente la típica jefa que mantiene a sus subordinados en una doble tensión de morbo y miedo. Me hizo un gesto para que bajase la ventanilla, obedecí al instante; ella espetó tranquila, señalando un bar que se encontraba a unos 30 metros:
- La Orquídea. Tiene unos baños bastante limpios… Deja el coche en doble fila, no suele pasar nada… -Se mordió suavemente el labio- Sólo tienes que pedir un café ¿Te apuntas, guapo?
Asentí por inercia y sin palabras, con el crédito y la conciencia en algún universo paralelo. Desde luego, en un mundo que nos empuja a perder, no hay nada más desconcertante que ver algún sueño cumplido. Al volver a arrancar, el coche se caló un par de veces. La masa pitó enfurecida, pero no tenía yo en ese momento el alma para devolver insultos. Cambie de carril inseguro, con los nervios en jarana viva, sin tener bien claro adonde conduciría todo aquello. Pensé en renunciar y seguir mi camino, pero a veces, la curiosidad posee un magnetismo inquebrantable. Al detenerme, ella ya se encontraba cruzando el umbral de La Orquídea; yo, amilanando, seguí su camino suspendiendo cada paso, hasta el quicio de esa puerta que conducía al parnaso de los baños. Entré y me absorbió el huracán, vestido en trazos de guirnaldas rojas. No recuerdo hacer nada porque ella lo hizo todo: me arrastró, revolvió mis prendas, me subió, me bajó, incluso creo que llegó a pegarme. Sus labios, redentores, fueron redibujando mi cuerpo, hidratándolo en caricias y mordiscos mientras el vaho dibujaba caóticas estelas en los azulejos; mis ojos, nublados, eran sus uñas en mi cuerpo, el roce, un vez juntitos el uno al otro por dentro trazando canción y morbo en el vaivén de la embriaguez mutua. No sé cuanto duró, ni si estuve a la altura, por su puesto no dejó su nombre. Yo, extasiado, me abrigué unos minutos en el descanso de la perversión cumplida.
Pagué el café todavía en vuelo, mientras en paralelo empezaba a desaparecer buena parte del contexto, tanto emocional como físico. Me explico. Lo sorprendente al retomar de la realidad de la calle no era que no hubiera ni rastro de ella, ni que el tráfico se hubiera vuelto de súbito liberado, lo chocante es que tampoco estaba mi coche. Lo revelador es que tampoco estaban las llaves en mi bolsillo. No sé que dolió más, si el desbarate material o el emotivo, saber que todo aquello no había sido magia casual sino una farsa de un grupo cuidadosamente organizado. La banda del polvete, como era conocida entre los ambientes policiales, había pertrechado más de cien robos utilizando esta técnica. Yo, tardé varios meses en obtener otro vehículo y abandoné para siempre mi gusto por el tráfico, por sus devaneos mentales y mentiras a puerta cerrada.
Dejando, las ensoñaciones, para el metro.