Aquello empezó
como tantas otras adicciones: siendo tan sólo un juego. Tal vez fuera la
atmósfera somnolienta a embrague quemado, el vals de no acabar de arrancar ni
de pararse o el aburrido guiñar de unos semáforos deambulantes a cámara lenta. Sí, estaban la radio y el móvil, incluso la
prensa escrita, pero por encima de ellos y de una forma circulante y repetitiva
estaba esa maldita sensación de tiempo baldío, de verse atrapado, día tras día,
en una ruidosa homilía de motores sobre frenados. Recuerdo la primera vez con
la nitidez que se rememoran los grandes momentos: con pasión, detalle y alguna
pequeña dosis de mitificación. Recolocando el retrovisor de mi Laguna Berlina topé con unos ojos
verdes, cosidos como sin quererlo a una cara bonita, de esas que se debaten
entre el vicio y la armonía, concebidas a la limón entre las sortijas de Channel y los bares de carretera. Me
quedé clavado a ellos y, desenfocando el presente me dejé navegar carne
adentro, con el subconsciente por timón y la ficción en mar bravío. Y allí
estábamos: dos almas errantes que colisionando ante las puertas de un viejo
cine. De prefacio dilatamos las disculpas, jugando unos segundos al escondite de
miradas; luego, de forma natural, se dejó prender la chispa, la quimérica
adecuada. Casi sin quererlo me vi soltando confidencias, compartiendo una
película a la que no hicimos mucho caso, entrecruzando pies y caricias bajo las
butacas, sonriendo futuros a corto plazo. El final vino cantado: nos dejamos caer en un lugar de paso, follamos
desgarrados como las bestias que somos, cayendo despacio el uno sobre el otro, yo
vestido de horizonte y ella, de atardecer.
Fue mi primera vez
y fue maravilloso: aquel primigenio paseíto mental cundió hasta bien entrado el
garaje. Llegué, incluso, más tarde de lo normal a mi apartamento, ensimismado
en la oscuridad de la cochera, en mis bajos pensamientos. Daba igual: bien vale
reducirse el descanso si es la mente quién corteja con las sábanas. Aquella
experiencia me marcó, fue tan real como lo es cualquier cuento, cualquier
película, cualquier deseo: si somos realidades tristes dulcifiquémonos de
mentiras. Tardé en repetirlo un par de semanas, pero la frecuencia fue
reduciéndose rápidamente, a la vez que se multiplicaban las historias.
Cualquier situación y lugar eran sugerentes y sólo había una regla: cada vuelo
debía de ser único y diferente. En protagonistas, resolución y posturas a
proceder.
Sepa señor lector
que vivir en Madrid consiste en vivir en una retención constante, en un atasco
que te lleva y que te trae hacia continuos puntos muertos. Que factura tu
tiempo de una forma impune y tolerada, sin remuneración ni consuelo: toda un
ejemplo de estoicismo moderno no exento de malas vibraciones y vituperios de
alcance variado. A mí, lejos de molestarme, está cotidianeidad me resultaba un
lujo. Cada dilación era un paseo furtivo, una oportunidad de parapetarme tras
el retrovisor, de dirigir una mirada indirecta y morbosa, vacía de
responsabilidad y rebosante de minúsculos devaneos eróticos. Lo que partió como
una anécdota se convirtió en mi más inconfesable rutina, una rareza mental de
ejecución perfecta, riesgos controlados e innumerables beneficios. Cazar un rostro,
darle forma y voz, trasnocharla en mi cerebro hacia el más oscuro yo, gracias
al más superficial tú. No me miren así; cada uno tiene sus perversiones.
Creo que era
martes, aunque podría tratarse de esos días que luego se empeña en desmentir el
calendario. Un martes de otoño y luz suave, más cercanos a la primavera que al
invierno, por aquello de que el verano es una condición más emocional que
climatológica. Lo que si era seguro es que era una martes de Liga de Campeones, porque el afán de las
masas por llegar enfrente de sus televisores siempre provocaba el efecto
energético contrario: unos embotellamientos infinitos, aderezados por un cuadro
costumbrista de nervios, blasfemias y delegados anhelos competitivos. Y como
siempre, la frustración de unos es el goce de otros. Para mí, antifutbolero por
vocación y deriva moral, resultaba ser un marco fantástico: el último parón
había durados más de diez minutos. El sol, ya oculto entre los edificios,
dejaba entrever las figuras de manera plácida, sin dejar caerse en los excesos
del deslumbre o la incertera oscuridad. Recoloqué mis retrovisores, estiré levemente
los músculos del cuello y masajeé durante unos breves segundos mis neuronas; después,
alce la vista al reflejo, buscando concretar víctima a lo largo de todos los
puntos cardinales ajenos al norte. Miré a un lado, al otro, en las diagonales y
al fondo… enfrentándome a un paisaje desolador. Miraras donde miraras no había
por donde animarse: solo hombres ensimismados en su réquiem radiofónico,
cuerpos goyescos, familias numerosas presuntamente felices, caras tan poco
atrayentes que tras dos paradas y tres arriesgados cambios de carril llevaron
mi frustrada atención hacia la carretera. La luz caía diluyendo la
posibilidades de juego, por lo que me enfurruñé decepcionado, como ese niño que
acude feliz al parque de atracciones y el viaje resultante tiene como fin
llegar al dentista.
De repente, noté
una sensación extraña. Primero estomacal, extracorpórea; luego empírica, basada
en el rozamiento automovilístico. El coche que me precedía, un elegante Megane Cuopé Cabrio descapotable,
conducía de forma rara, familiarmente extraña, tan ajeno al fútbol como al
atasco. Su atención era del todo paradójica: a través de su retrovisor interior
un par de faros me observaban incesantemente. Unos ojos negros, subterráneos,
mortalmente azabaches. Dos pupilas al carbón que esculcaban todos mis
movimientos, desnudando, sin tocarme, intimidad y conciencia: bienvenidos a la
fábula del cazador cazado. Bajé la vista turbado, empecé a buscar
compulsivamente por la guantera, por su puesto no encontré nada. Volví a alzar los
ojos: la mirada seguía prendida, quemándome los huesos. Al retomar el contacto
visual, comenzó a bajar suavemente el espejo, enseñándome primero su sonrisa y
luego su escote, finamente encorsetado a un vestido rojo. Vi la salida cuando
arrancamos de nuevo, abriendo la posibilidad a la maniobra, al traqueteo de
intermitentes en la búsqueda de nuevos caminos. No lo hice, por motivos de
bloqueo y seguridad vial: no anda el bolsillo para fiestas y un movimiento en
falso hubiera supuesto unos cuantos euros de chapa y pintura.
Tras unos pocos
metros, la circulación volvió a pararse, y no sólo en términos de carretera. Mi
corazón, la tierra, el tiempo. Todo pareció congelarse mientras ella abría la
puerta de su Cabrio azul y caminaba,
con paso firme y corcheas en las caderas, hacia mi pequeño castillo errante de
cuatro ruedas, que pasó de búnker a cabaña de cartón en unas pocas décimas de
segundo. Era una mujer de porte alto, de esas de caminar gallardo y cierta
superioridad para con el mundo: seguramente la típica jefa que mantiene a sus
subordinados en una doble tensión de morbo y miedo. Me hizo un gesto para que
bajase la ventanilla, obedecí al instante; ella espetó tranquila, señalando un
bar que se encontraba a unos 30 metros:
- La Orquídea. Tiene unos baños bastante limpios… Deja el coche en doble fila, no suele
pasar nada… -Se mordió suavemente el labio- Sólo tienes que pedir un café ¿Te apuntas, guapo?
Asentí por inercia
y sin palabras, con el crédito y la conciencia en algún universo paralelo. Desde
luego, en un mundo que nos empuja a perder, no hay nada más desconcertante que
ver algún sueño cumplido. Al volver a arrancar, el coche se caló un par de
veces. La masa pitó enfurecida, pero no tenía yo en ese momento el alma para
devolver insultos. Cambie de carril inseguro, con los nervios en jarana viva,
sin tener bien claro adonde conduciría todo aquello. Pensé en renunciar y
seguir mi camino, pero a veces, la curiosidad posee un magnetismo inquebrantable.
Al detenerme, ella ya se encontraba cruzando el umbral de La Orquídea; yo, amilanando, seguí su camino suspendiendo cada paso,
hasta el quicio de esa puerta que conducía al parnaso de los baños. Entré y me
absorbió el huracán, vestido en trazos de guirnaldas rojas. No recuerdo hacer
nada porque ella lo hizo todo: me arrastró, revolvió mis prendas, me subió, me
bajó, incluso creo que llegó a pegarme. Sus labios, redentores, fueron
redibujando mi cuerpo, hidratándolo en caricias y mordiscos mientras el vaho
dibujaba caóticas estelas en los azulejos; mis ojos, nublados, eran sus uñas en
mi cuerpo, el roce, un vez juntitos el uno al otro por dentro trazando canción
y morbo en el vaivén de la embriaguez mutua. No sé cuanto duró, ni si estuve a
la altura, por su puesto no dejó su nombre. Yo, extasiado, me abrigué unos minutos
en el descanso de la perversión cumplida.
Pagué el café
todavía en vuelo, mientras en paralelo empezaba a desaparecer buena parte del
contexto, tanto emocional como físico. Me explico. Lo sorprendente al retomar
de la realidad de la calle no era que no hubiera ni rastro de ella, ni que el
tráfico se hubiera vuelto de súbito liberado, lo chocante es que tampoco estaba
mi coche. Lo revelador es que tampoco estaban las llaves en mi bolsillo. No sé
que dolió más, si el desbarate material o el emotivo, saber que todo aquello no
había sido magia casual sino una farsa de un grupo cuidadosamente organizado.
La banda del polvete, como era
conocida entre los ambientes policiales, había pertrechado más de cien robos
utilizando esta técnica. Yo, tardé varios meses en obtener otro vehículo y
abandoné para siempre mi gusto por el tráfico, por sus devaneos mentales y
mentiras a puerta cerrada.