lunes, 2 de noviembre de 2009

Las desventuras de Paquito España (Vol. VIII)

Ya triunfaba el alba, con nuestro queridísimo Paquito España entregado a los placeres de lo onírico. Un goce relativo, ya que el de esa joven mañana no era un sueño sosegado sino torrencial, sobre aguas agitadas. La conciencia, cuando no encuentra otro modo, suele aprovechar las bajas defensas del descanso para golpear nuestras emociones de un modo más o menos simbólico. Errores, obsesiones, anhelos, diatribas por venir: todas nos asaltan cuando dormimos, condicionando el reposo y taladrando nuestra mente con la abnegación de la gota de agua que nunca cesa hasta erosionar el suelo. Por su puesto hay conciencias y conciencias, como hay Guardias de Tráfico que te multan con sólo mirarles y otros que ni miran para no tener que sancionar. Todo depende de la rigidez, de las calidades propias y de las capacidades de proyección abstracta de las mismas. La mayoría, por suerte o defecto de fábrica, suelen ser condescendientes y sus golpes, leves: terremotos de gravitación nocturna que te es imposible recordar al día siguiente. No era así la conciencia de Paquito, que tiraba más hacia la vieja escuela. De hecho, estaba convencido de que se trataba de algún antiguo censor estalinista que no había encontrado otro sitio mejor donde reencarnarse. Dicho señor, con pocos amigos y mucho tiempo libre, rara era la noche en la que no le atormentaba un poco.

Aún así, y de puertas afuera, la estampa de Paquito denotaba placidez. Su respiración, armoniosa, tocaba picos y fondos de aire sin variar un ápice su ritmo. Su estampa, serena y plomiza, con las formas exiliadas al extremo derecho de la cama y con el brazo invadiendo el colindante reino de la mesilla, podría aparecer como la representación icónica del descanso. Por tanto, el todo formaba en Paquito España una aparente contradicción, como si cuerpo y alma se hubieran dado unas horas libres para respirar el uno del otro. Vacaciones que se interrumpieron bruscamente, al notar Paquito como la vibración de su móvil rozaba su mano izquierda. Abrió un ojo y se le disparó una punzada sobre la sien, a modo de recordatorio del día anterior. Lo normal hubiera sido darse la vuelta y seguir durmiendo, dejar los avatares de la realidad para el día siguiente. Pero no, Paquito reaccionó contra natura, estirando el cuerpo, leyendo el mensaje:

PKO DOND ANDS? MIRIAM N A YGDO TDAVIA A KSA… N PILLA L MVIL… TIO TOY N PKO RALLAO… STAIS TODVA X AHI? SBS ALG?

Lo primero que hicieron las todavía atoradas neuronas de Paquito España fue maldecir al progreso en general y a los avances tecnológicos en particular, con parada e hincapié en los dichosos móviles. Estos aparatos, popularizados en la década de los noventa, habían conseguido cambiar los hábitos de conducta de todo un mundo, concretamente del primero. Llegaron como novedad a nuestros bolsillos hasta instalarse de una manera tan simbiótica como extraña: con la sensación de haber estado siempre ahí. Una vez que el cuerpo los ha reconocido como un órgano más, se hace difícil comprender la vida sin su influjo, sin su férreo control, sin sus dichosos mensajes. Paquito recordaba cuando era niño y bajaba por el barrio en busca de algunos cómplices para malear un poco. Si en las escaleras no había nadie, o si eran pocos, completaban el recorrido de telefonillo en telefonillo, llamando a las casas, convenciendo a las madres menos receptivas. Paquito recordaba aquellos recorridos por Vallekas con mucho cariño y consideraba que el uso del móvil para esas tareas suponía una lamentable pérdida de romanticismo. La sola idea de imaginarse a toda la prole de adolescentes íberos interconectados con sus pequeños aparatitos portátiles le provocaba esos típicos temblores rancios, propios de un conflicto generacional. Y eso que Paquito ignoraba que en realidad lo hacen por el Tuenti, por unos motivos que equilibrio económico-social muy obvios.

Lo indiscutible era que el móvil ha supuesto un aumento de control de unas personas sobre otras. Y no a nivel gubernamental sino a nivel social, con un curioso efecto: se multiplica el contacto telefónico proporcionalmente a la cercanía de la otra persona en el mundo real. Es decir, la mayoría de las llamadas suelen ser a nuestros seres más íntimos, los que teóricamente vemos más. El clímax llega con las relaciones de pareja. Para Paquito, los teléfonos móviles representaban la segunda revolución marital; la primera pertenece a los preservativos. Si la inicial fue liberalizadora, ésta suponía un retroceso hacia el esclavismo dependiente: la tecnología al servicio de la fidelidad. La posibilidad de estar en contacto las veinticuatro horas del día da una seguridad casi infinita, como si el hecho de llevar un inalámbrico pudiera cambiar algo. Un bálsamo mágico que en su ausencia puede generar el efecto contrario: cuadros de ansiedad y dependencia. Ya saben: a cada vicio, su síndrome de abstinencia. Drogas legales, virutas del progreso, calmantes que nos hacen la vida más fácil pero que también nos someten un poco más a ella. Antes, si ibas una fiesta y te perdías, te perdías, y nadie podía culparte por perderte. Ahora te lincharían por no tener batería, y lo peor, te flagelarías a ti mismo por ser tan estúpido de salir sin conexión al mundo, fuera de toda cobertura.

Perdiendo alguno de los placeres de estar totalmente solo, aislado. Llenándote de responsabilidades morales: por apagarte si lo has apagado, por deshonesto si lo has visto y no has querido responder. Paquito España maldijo al entrañable Martín Cooper y pulsó al botón de contestar, llenando, aturdido y entre neblinas, la pantalla de su LG color pistacho:

YO STOY N KSA YA… SOBAO… TRANKI, STARA N KSA D STAS… IBN BASTNT PDO… DUERMT K STARN SOBANDO…NO TE RAYS VA? N PSA NA…

Debido a la situación y las circunstancias a Paquito España le llevó la escritura del texto una bofetada de desvelo y quince minutos de su tiempo. Por eso cuando su móvil vibró por segunda vez, todavía lo sostenía en la mano. Bueno por eso y por la habilidad de cierta gente en la escritura de mensajes, más cercana a la telepatía que a un proceso corporal:

N S XQ L HAYA PASAD NADA… TIO STA MUY RARA, LA CONZC Y STA MUY RARA… CON QUIEN STABA CUAND LA VISTE LA ULTIMA VZ? TIO N PUED MAS…

Dentro del grupo de amigos, Carlos Alcoba y Miriam Sánchez eran consolidados como la pareja, en mayúsculas y con apóstrofes enfáticos. Desde siempre, o al menos desde casi siempre, se les podía considerar como tal. Su historia, era un clásico de los azares amorosos modernos. Amigos y confesores desde tiempos inmemoriales, pasaron de la camaradería a la propia cama, una lluviosa noche de Otoño, peli-manta, y caprichosas circunstancias de aislamiento compartido. Lo habían contado tantas veces que Paquito se sabía la batalla de memoria, con tanto detalle que incluso podría engañar a cualquier jurado sobre sus estancia allí, con la cinematográfica justificación de que se encontraba oculto tras las cortinas. Pero mentiría: aquella noche el mundo sólo era un cuento ajeno y ellos, dos artistas con música y pincel, un par de soledades marchitas en busca de lienzo. En realidad, el detonante fue mucho más prosaico, porque la vida, aunque nos empeñemos, tiende a la vulgaridad: Lo que iba a ser una cena a cinco en la buhardilla de Carlos se quedo en bis a bis, por una acumulación de bajas de última hora, producidas por la Gripe A. Enfermedad, desde entonces y por otra parte, a la que Charlie otorga de poderes afrodisíacos.

Tras degustar unos tacos mexicanos marca de la casa, se dispusieron a ver una película para echar la noche. La elegida, Eternal Sunshine of the Spotless Minsk del genial Michael Gondry, traducida con el rigor que caracteriza a las distribuidoras españolas como ¡Olvídate de mi! (exclamaciones incluidas), fue magnetizándoles poco a poco, de una manera un tanto extraordinaria. Carlos contaba con un sofá de tres plazas bastante amplio y empezaron a disfrutar del film desterrándose cada uno en una esquina. Lo que todavía no se explican es por qué empezaron a acercarse el uno al otro, de una manera lenta y sutil, sin que nada ni nadie pudiera percibir movimiento alguno. Por que los había: la física y la distancia no engañan, y al sobrepasar el midpoint, sus brazos ya se estaban rozando, con un ojo mirando al cielo y otro a la película. Por su puesto, la división cerebral nunca llegó al tercer acto. Lo curioso es que intentaron terminar de ver la película varias veces más en lo que quedó de fin de semana, con los mismo efectos sexuo-devastadores.

Entonces empezaron los primeros polvos y compases, el eterno retorno del miedo. A solas, la certeza del error: aquello sólo lo complicaba todo, desde su amistad a la serenidad del contexto. Miriam no se veía en una relación porque siempre se había enorgullecido de odiarlas y Carlos, abrumado ante unos avatares en los que no se movía con demasiada pericia, se mantenía en contradictorio estado de negatividad y flote. Luego, cuando tocaba mirarse y hablar, se echaban a un lado los vientos. Había intención de aclarar, sí, y lo había por ambas partes. Solamente que lo iban aplazando: todo el mundo sabe que no es bueno comenzar las conversaciones por el lado de la polémica. Luego, solo se iban llevando, a uno le importaba lo del otro porque eso era lo único que no había cambiado, y terminaban por buscarse: primero con el iris, luego con algún baile de pie descoordinado… hasta que, sin darse cuenta, ya estaban compartiendo las manos y sin querer ni poder evitarlo, sacrificando el espacio aéreo a cambio de una incursión patrocinada por los labios.

Al final capitularon, aunque siguieron manteniendo el secreto algunos meses. Por alguna razón, no querían que su relación, nacida de la duda y la incertidumbre, afectara al resto del grupo. Como su futuro, lo fueron aplazando, llevados por la pereza y el morbo al cincuenta por ciento. Claro que si algo lleva en su naturaleza toda mentira es su desenmascaramiento, ya ocurra antes o después. Si pervive siempre, sólo será otra de esas verdades malintencionadas e incómodas, que claman su rápida refutación. De ese tipo de verdades hay muchas, a cada cal más desoladora. La preferida de Paquito era la de “siempre tiene que haber pobres y ricos”, por la capacidad de consuelo emocional en los más explotadores.

En este caso, la revelación corrió de manos de nuestro querido Paquito España. Volvía una noche desde Malasaña y entro en un bar a comprar tabaco. Allí estaba Miriam sola en una mesa, cenando. Paquito se acerco a saludar y vio que realmente se encontraba acompañada: había otro plato más. Paquito, que tenía el día simpático, le atacó con los dedos índices por la espalda, provocando el grito y respingón de Miriam:

- ¡¡Señorita Sánchez!! ¿¿Ligando a nuestras espaldas??
- Me cago en dios paco… joder… casi me matas del susto…
- Anda, kanija, ya será para menos… ¿Qué haces? ¿Con quien estás?
- Con un amigo… Paco, mejor…
- Ni de coña…. Tengo legítimo derecho a saber con quien flirteas. Es por tu propia seguridad…
- Paco, no…

Pero Paquito ya le estaba haciendo un gesto al de la barra para que le tirara una caña. Miriam palideció un poco.

-Paco, que es de curro… A lo mejor me sale un proyecto importante… mañana te llamo y te lo cuento todo en serio…
-Bueno, pues cuando venga me voy. El hombre tampoco se va a molestar porque te salude un amigo ¿no?

Miriam, que conocía perfectamente a Paquito, sabía que intentar librar una batalla de justificaciones con él iba a ser imposible: siempre iba a encontrar una salida, por muchos requiebros que diera para encontrarla. El tabernero dio un grito a Paquito para que recogiera su caña. Se levanto feliz, y sin mirar colisionó con Carlos, que huía hacia la salida tras un fallido intento de comunicación por gestos con Miriam. El cuadro, que quedó dispuesto como si de una sit-com se tratase, tomó su misma resolución. Paquito, atorado por el golpe pero amante del arte del conocimiento deductivo, hizo honor a su currículum y concretó con velocidad en conceptos y mente:

- ¡Joder tronco!… ¿Coño… Charlie?... Mira Miriam está… ostia… ¿vienes del…? Joder… no jodas… qué… qué hijos de puta… ¿Desde cuando?

Esa pregunta, como dijimos, se diluyó en el olvido, porque Carlos Alcoba y Miriam Sánchez eran conocidos como la pareja. Carlos, director de fotografía, era un hombre tranquilo, de aspecto y andar meridiano, con una habilidad increíble para ver todo tipo de matices de belleza en los cielos, clasificándotelo por horas de luz y posición estacional de la tierra. Con los años se había ido alejando de los bares, a la par que progresaba en su profesión, que le llenaba tanto como la propia vida. Trabajador silencioso y abnegado, fue progresando desde abajo, ocupando todas secciones habidas y por haber, diseccionando el medio: Eléctrico, Auxiliar, Foquista, Cámara… todo aderezado con sus proyectos propios, cortometrajes suyos o de cualquier otra persona, donde podía disfrutar siendo la cabeza creativa, el mando del departamento. Como amaba su trabajo, fue creciendo de manera escalonada, habiendo dirigido ya la fotografía de dos largometrajes, uno de ellos premiado en la Seminci. Digamos, que Carlos Alcoba empezaba a disfrutar más jugando en casa con las ópticas que se manufacturaba con sus amigos en la calle, por lo que desde hacía un par de años se había apartado un poco del grupo, dejándose ver mucho menos.

Miriam Sánchez era un poco todo lo contrario. Licenciada en Bellas artes se la podría definir como la amiga de la gente, ya que, aún teniendo relación con un gran número de personas de mundos bien distintos, no oirías nunca una mala palabra hacia ella. De vida y alma muy disoluta, Carlos supuso un punto de inflexión en su existencia, y las cosas empezaron a tirar por el lado correcto, al menos desde el punto de vista del aprovechamiento personal. Le consiguió unos trabajillos de script, que le fueron abriendo paso en la industria, a la vez que iban enterrando su vocación de niña: la pintura. Miriam, mientras se iba haciendo un sitio en el mundo, fue apagando su estilo de alma y vida: Al fin y al cabo, la madurez no es otra cosa que irse traicionado poco a poco. Por su puesto y como en toda pareja había crisis cíclicas, pasillos de sospechas, dudas e inseguridades propias y ajenas que terminaban por desembocar en conflicto. Luego, como marcan las leyes de la física y los polos opuestos, simplemente volvían a encontrase. Miriam acostumbraba a irse de viajes con multitud de gente, demandando una espacio que Carlos censuraba hacia dentro, a sabiendas de que cara fuera era una encrucijada perdida. Celoso, vivía de amargas sospechas. Aún así no había pruebas reales de una infidelidad por parte de ella. Sólo algún supuesto, pero ninguna prueba. A veces, las verdades malintencionadas sólo juegan a ser mentiras piadosas.

Desde que llegó el primer mensaje, Paquito sabía que lo que realmente buscaba Carlos: que lo llamase. Psicología inversa: te haces el desvalido y buscas la pena. Paquito, que empezaba a notar unas pequeñas náuseas por el estómago, no tenía ganas ni capacidad para ejercer de plañidera, labor en la que, por otra parte, nunca había destacado. Se levanto despacio y salió de su habitación rumbo al baño, pero su estómago pareció serenarse. Decidió entonces asomarse al balcón unos minutos para tomar el aire. E intentar poner fin al críptico epistolario con Carlos:

PUES STAB CN VENAN, IDOIA, TOÑO… CN TDOS… N T RAYS TIO. IBAN TO PEDO…STAN SOBADS FIJO. HAZT 1 PTA Y DUERMT, CUAND S DSPIERT T LLAMRA. N T RAYS. MAÑANA HBLAMS VA? UN ABRZO.

Paquito, orgullo del resultado, pulsó al botón de enviar. El final era un poco populista, pero efectivo. Lo que no se le terminaba de ir era el mareo por lo que valoró en tomarse un espidifrén, el combativo más eficaz contra la resaca. Al final desistió: estaba en un limbo entre dicho estado y la propia borrachera, y además su estómago era muy inestable. Por eso y porque su móvil volvió a vibrar:

SUPNGO Q TIENS RAZÓN… SQ A MI CABZA L DA X PNSAR… GRACIAS TIO. MAÑAN HABLAMS. 1 ABRAZO. X CIERT LLV TRES AÑOS SN FMAR PORROS…

El complejo de culpabilidad judeo-cristiano. Ahí estaba otra vez, llamando a la puerta de Paquito, timbrándole la fibra de lo sensible. Es curioso como llevamos cargas culturales de dogmas en los que ni si quiera creemos, por el mero hecho de nacer en lugares con estructuras propias. La madre todas esas rémoras morales es el complejo de culpabilidad, nacido de Eva y Adán (perdón a los puristas por poner a la mujer delante) y asido a nuestra conciencia hasta el final de los tiempos. De todo somos culpables, porque en nuestra naturaleza reside el pecado. Paquito miraba el mensaje y se iba sintiendo cada vez peor, como amigo y como persona. Ahora mismo, en su índice de maldad y atroces comportamientos se encontraría ya en el color rojo bermellón, estrato reservado para violadores, asesinos o personas con una nómina bancaria superior a los cien mil euros. Así, y de manera del todo involuntaria, se sorprendió a si mismo llamando a Carlos hasta que recuperó visión, lucidez y conciencia. Colgó rápidamente, pero el daño ya estaba hecho: la conexión se completó, tomando forma y significado, el de las perdidas.

Ese tipo de abortos telefónicos han evolucionado hasta integrarse en el lenguaje habitual de las personas, aunque carezcan de teórica intencionalidad. Un código con valor propio, acorde a los nuevos tiempos: antiguamente el hombre se insinuaba guiñando un ojo o deslizando una sonrisa, asumiendo riesgo de cagada y escarnio público. Hoy en día se hace mediante un económico fusilamiento de llamadas inconclusas: recuerdos de amor en formato polifónico. Y perfectamente adaptados a tu princesa: cubre desde la 9º de Beethoven hasta los superéxitos de Los 40; porque el alma suena a todo el mundo, aunque no sepas escuchar. Pero las perdidas son mucho más. A pesar de aparecer como un breve sonido poseen de una variedad de significados a la que llegan muy pocos términos, posiblemente sólo superada por el multifacético joder. Sirven como reprimenda (¡Llegas tarde!), como recordatorio (¡Hazlo!) como confirmación (Lo tengo…), como constancia de qué sigues ahí (Te quiero…). En este caso, y sin dejar lugar a ninguna duda, Carlos lo interpretó como un diáfano llámame.

Paquito, que llevaba un buen rato diciéndose a sí mismo que no debería entrar ahí, se había metido de cabeza en la encrucijada. Descolgó su móvil, entre la pared y la espada:

-Qué pasa niño…
-Hola Paco… lo siento tío… no suelo tener estos ataques de celos… pero hoy…
-Tranquilo, no pasa nada…
-No sé. Estoy muy nervioso tío… esta noche mi cuerpo nota algo raro… no sé. Miriam está muy rara tío, muy rara… no es como otras veces… Creo que ya no soy suficiente para ella.
-Eso son tonterías… tienes que tranquilizarte un poco. Mira, no puedes dormir… como no puedes dormir te entra ansiedad… y con ansiedad es imposible pensar… ¿teníais por ahí orfidal, no?…
-No tío… Te parecerá una chorrada pero hoy me he acostado pronto, me he dormido bien… a las diez y media o así… y de repente me he despertado y he notado algo… Y no sé… no puedo dormir Paco…
-Entonces a lo mejor no puedes dormir porque te has acostado muy pronto…

Carlos Alcoba comenzó a llorar, casi de una manera invisible para el mundo, pero muy obvia para su interlocutor.

-Joder… venga va… En serio parteté media pastilla… e intenta relajarte… te vendrá bien. Además, ahora con la nueva peli tienes mucha presión encima… ¿Mañana tienes que hacer algo?
-No… bueno a las ocho y media o así de la tarde, a probar unos focos…
- Mejor. Acuéstate e intenta tranquilizarte...
-Como me deje me muero…
-No digas gilipolleces…
-Que sí tío, que a mi en realidad el resto me importa una mierda… Si no esta ella… lo mando todo a la mierda… el cine, la vida y su puta madre…
-Coño, Charlie, ni que no hubierais tenido movidas antes…
-Tío, ese es el problema… Ayer ni discutimos. No quiso ni discutir. Me miró y se fue… sin un grito ni un insulto… yo creo que ya le de igual todo… Porque a mí no me dan igual las cosas… aunque os lo parezca a todos…
-Nadie dice eso.
-Pero lo piensas. Todos lo pensáis… parece que es ella la única que sufre porque lo va publicando todo por ahí…
-Eso tampoco es así. Miriam no publica las cosas, las cuenta… y las cuenta porque se molesta en vernos. ¿Cuánto hace que no te pasas por el Delover? ¿Y a Toño? ¿Cuánto hace que ni te dignas a tomar un café con él? Está otra vez jodido, ¿sabes?

A Carlos esa frase le dolió, empujándole a un absorto silencio. En el cara a cara, el silencio se puede interpretar de muchas formas, incluso tocando cotas de complicidad y magia. Puede llegar a compartirse con la misma devoción y serenidad que otras tantas cosas, porque su valor es eterno. Al teléfono, las voces calladas nunca se elevan tanto. Se quedan en su génesis, en su primitivo significado: ausencia.

-Perdona Charlie… no… no quería decir eso. Mira… de todas formas son vuestras cosas… y sois vosotros los que tenéis que hablarlas… Yo… ya me estoy metiendo demasiado… además no me encuentro muy bien y…
-¿Y si no quiere hablar?
-Charlie… lleváis siete años juntos…
-Ocho y medio.
-Bueno, lo que sea… ¿Cómo no va a querer hablar? Antes o después tendrá que hacerlo… no va a irse sin decir nada… a lo peor desaparecerá unos días pero tarde o temprano tendrá que afrontarlo…
-Me da muchísimo miedo lo que me tenga que decir…

Paquito respiró hondo, intentando medir sus palabras.

-Mira… eso hasta que no habléis no lo sabes…
-Seguro que tú sabes algo…
-¡¿Qué voy a saber yo, Carlos…?! Mira haz lo que quieras… pero torturándote no vas a ganara nada…
-¿Te crees que no lo intento? ¿Que me gusta sentirme así? ¿Crees que si pudiera controlar esta mierda no lo haría?
-Claro que no puedes… Nadie puede. Si se pudiesen controlar esas cosas perderían toda su gracia…

Al final, ambos colgaron, dando la conexión por finalizada. Paquito seguía con sus náuseas, en lo que ya se podía catalogar oficialmente como una horrible resaca. Volvió hacia el baño e intentó vomitar, pero su cuerpo se empeñó en sólo expulsar aire. Fundido, el esfuerzo nubló unos segundos su mente y le llevó a hincar la rodilla en el suelo. Pero no se rindió. A pesar de no contar con el aval de lo físico, decidió seguir en su causa: no era Paquito España persona de forzar las cosas pero aquello había que sacarlo de ahí, enterrarlo muy lejos. Pasó al ataque e introdujo sus dedos por la garganta, los llevó tan lejos como pudo: hasta que el estomago intuyó que se los tragaba y erupcionó pidiendo auxilio. Y una vez llegado ahí, no hay vuelta atrás: una lapidación nunca arranca hasta que alguien lanza una pequeña piedra. Pero cuando la primera roca toca el aire, la lluvia es inevitable. Paquito quería vaciarse, y no paró hasta que la bilis anunció el fin de toda sustancia externa. Y no lo hizo por vanidad o despecho, ni por salud, ni si quiera por sentirse mejor a corto plazo: lo hizo por acelerar un final tan evidente como imposible de cambiar. Y lo hizo a tres bandas: descanso, devoción y respeto. Hacia él y hacia ella. Hacia una Miriam Sánchez que había invadido de clandestino su cama, reventando normas, llenando los negros de sueños, en una partida a doble o nada donde una vez arrancado el juego ya no te puedes retirar.

Miriam Sánchez, miss morbo para Paquito España. Así es como la bautizaron él y Venancio Urrutia cuando la vieron por primera vez, en una exposición de pintura por el pueblo saharaui, en los buenos tiempos de la okupa de Embajadores. Luego el tiempo le llevaría a ser Miriam, la kanija; aunque Paquito siempre llevara para sí su primer apodo, clavado a fuego lento, mitad noches, mitad años. Miriam y Paquito conectaron de forma especial desde el primer momento. Andaban los dos con la cabeza un poco desvariada, con un desvío parejo hacia la izquierda del alma. Simplemente sintonizaban, aunque posiblemente Miriam sintonizaba con todo el mundo. De una manera natural, inevitable o no, fueron haciéndose grandes amigos en lo personal. Sin cruzar otras barreras pero con una tensión sexual evidente entre ambos, como tantas otras no resuelta.

Disfrutaban contándose las penas, emborrachándose juntos: Miriam era la mujer a que Paquito veía con más regularidad y con una constancia temporal sólo superada por alguna novia. Tanto roce, por tanto, siempre les hacía confundir las cosas, echar la mente al vuelo. Paquito llegó hasta pensar en declararse unas cuantas veces, pero nunca parecía el momento adecuado. Ella, por su parte, padecía lo mismo en sentido contrario. Uno siempre tiene que jugar con las circunstancias que en su caso nunca fueron propicias. Por miedo, cariño, camaradería y locura; por unos corazones dilatantes que nunca se sincronizaban en soledad. Luego llegó lo de Carlos y la cosa pasó a otro nivel: además de amiga, ahora era también la novia de su colega, lo que a efectos de masculinidad supone un veto inquebrantable. Pero el deseo seguía ahí, latente, tirando de ambos de una manera discontinua. Ambos disfrutaban de la compañía del otro y aunque todo iba cambiando al peaje de los años, solían verse a menudo, por aquello de echarse un café y contarse como les iba maltratando la vida. A distancia, pero muy cerca: pueden mentir los labios pero nunca las miradas, y las suyas eran profundas y sostenidas, un segundo más rotas a cada paso de la conversación. Pero nunca saltaron de ahí, al menos de manera consciente: hubo una vez que sus lenguas se entrelazaron, pero ninguno fue capaz de recordarlo al día siguiente. Hasta hoy: donde inconsciencia y conocimiento se dieron a la convergencia, destapando años de deseo furtivo. A veces, de poco vale pensar: si somos animales, nos puede el instinto.

Pero como también somos hombres, nos puede la culpa, nuestro complejo judeo-cristiano. Paquito comprendió que su náusea no se debía a ningún tipo de garrafón impío, era producto de su conciencia, tan alterada por los acontecimientos que había decidido doblar turno y pasarse también a la vigilia, atormentarle en sesión continúa. Y eso que las espaldas las tenían bien cubiertas: el adulterio sólo fue visto por Venancio Urrutia e Idoia Martínez. El primero, debido a lo monumental de su borrachera, posiblemente recordaría todo demasiado nublado como para hacerse un juicio de valor sin consultar a las partes afectadas. Además, y aunque lo llegará visualizar todo sin dudas, Paquito sabía a la perfección que nunca contaría nada. Idoia, por su parte y motivada por un odio (siempre disimulado en público) que profesaba por Carlos desde hacía algunos años, simplemente ofreció su casa como excusa. A veces, las decisiones en caliente poseen la frialdad de rigurosos cálculos matemáticos.

Mezquino y gris. Sucio. Traidor. Paquito España nunca se había sentido tan alejado de sus propios principios como ahora, por lo que aceptaba abnegado su gástrico castigo. Intentaba justificarse, pero no le valían ni sus propios argumentos. La libertad sexual funciona muy bien en los alegatos y teorías pero nadie la quiere para uno mismo, para su niña. Salió del baño y se dirigió a la habitación, intentando que sus voces interiores hablaran despacio. En esta larga noche triangular con dos atormentados valía, así que era mejor mantener a Miriam descansando. No lo logró: ya estaba despierta. Al abrir la puerta la sorprendió sonriente, levemente incorporada sobre la cama, viendo la tele: una redifusión de un partido de la NBA, que enfrentaba a los tejanos de San Antonio con la ciudad de los sueños y cine, Nueva York.

-Guapo… ¿Dónde estabas…? Ven, que tengo frío…

Paquito tardó unos segundos en arrancar, aunque lo hizo sin dudas. Simplemente se quedó mirándola un poco, diluyendo legañas. Despertando. Olvidó la culpabilidad porque se fueron las náuseas y porque la puerta, cerrada a su espalda, hacía del resto algo demasiado ajeno. Por fin comprendió lo que había hecho y por qué lo repetiría mil veces. Por qué no debía arrepentirse. Una vez liberado fue paso a paso furtivo hacia ella, sin perder la conexión con sus ojos, haciendo un puente hacia ellos, tirando de la cuerda. Al rozarse, comenzó el trabajo de los labios, que se agarraron de manera violenta. Luego siguió todo el cuerpo y fueron fundiéndose en el divino caos de sentirse ambos con derechos sobre el otro, en la obligación de complacerse. Eran dos y el resto sobraba, por muy insignificante que fuera. Y como siempre, pagan los débiles: en este caso el mando a distancia, que salió volando hacia el armario, perdiendo sus pilas en el choque. Dejando, de fondo, la inmortal voz de Andrés Montes:

-Samurai saca para Melodía de seducción… ¡¡Ratatatatatatatata…!! ¡¡Triiiiiiiiiple!! ¡¡Madre mía Daimiel, cómo toca la guitarra este tío!!
-Sprewell es un jugador fantástico. Con estas dos acciones ha vuelto a enchufar a los Knicks en el partido. La final está más viva que nunca.