martes, 30 de diciembre de 2008

Las desventuras de Paquito España (Vol. II)

A Paquito España le dolió tanto aquella ruptura que la tomó como suya. Había sido testigo mudo de todo por lo que de alguna forma también le correspondía una mínima parte del sufrimiento. Y aunque era, desde la teoría, un sujeto totalmente ajeno a cualquier conexión emocional, llegó a sentir aquella relación como propia. Casi como si él fuera la mirada censora y ellos sus dos únicos hijos, y todo aquello un hermoso incesto que se quedaba en casa, vaciado una hora y media al día en un abnegado secreto de deshonra familiar. Aún así, Paquito España era perfectamente consciente de la verdadera situación: Él, si no fuera porque portaba las Migajas filosóficas de Kierkegaard entre las manos, podría pasar por un mendigo de clase alta. Ellos, por su parte, no eran más que una pareja de instituto que encontraba su intimidad en un banco recogido y equidistante.

Todo comenzó por una de esas metódicas manías que invaden gran parte del día del bueno de Paquito España. Después de comer, a eso de las tres y media de la tarde, acudía al pequeño parquecillo enfrente de la calle Asturias, a realizar sus dos horas y media de lectura obligatoria. Aunque le pillaba bastante alejado de casa, a más de cinco paradas de metro, acudía a aquel lugar con abnegación. El parque, rudimentario como pocos, sólo contaba con tres bancos: aquellos grafiteados trozos de funcional madera no eran la representación simbólica del amor pero estaban lo suficientemente abrigados como para evitar el trajín normal de la calle. Allí, dando salida el primer lunes laboral de un Enero ya distante, se juntaban de lunes a jueves Tony y Susana. Al salir de clase, y antes de regresar a comer a sus casas se daban un rato el uno para el otro: primero le tocaba a él escuchar y compartir complejos pensamientos en una edad difícil, para que luego ella terminara por capitular en alguno de los escurridizos magreos. Aquella parte sólo era una más: luego estaban las tardes en el Dos de Mayo, los petillas de media noche, las peleas de fin de semana, la primera vez, las pelis del Capitol, los hostales de Lavapiés y las idas y venidas de los padres al pueblo, las rupturas y las vueltas, las promesas y las mentiras y los sueños… Tony y Susana tenían una película entera pero al pobre de Paquito España sólo le dejaban ver lo rodado en aquel duendecillo parque. Y aún así, no se quejaba. Y hablaba con cierto criterio cuando afirmaba que aquello era una extraña muestra de que aún existían conatos de amor en nuestro nihilista mundo real.

Les veía continuamente discutir y empujarse, para terminar arrullándose el uno sobre el otro como dos juguetonas gotas de agua que se van entrelazando en una azarosa carrera hacia el fondo del vaso. Para Paquito España, aquella joven pareja era el símbolo de la pasión: una emotividad desenfrenada precedía todos sus movimientos por lo que pocos eran los días tranquilos en los que las chispas dejaban paso al sereno silencio de la contemplación. Y eso respondía, según Paquito España, a que se trataban de dos almas opuestas que explotaban en constantes cruces el uno contra la otra. Y esos arrebatos sólo podían acabar de dos formas distintas: una por la vía racional del insulto y la descalificación mutua; la otra por el animal instinto de unas lenguas bien conocedoras del funcionamiento de las parejas: A veces, simplemente, es mucho mejor no hablar. Luego se quedaban mirándose despacio, el uno frente al otro, susurrándose palabras que Paquito España no alcanzaba a oír pero que imaginaba hermosas, flotando el uno sobre el otro, quitándole al mundo importancia. Lo mejor es que el final nunca lo ponían ellos: lo hacía la madre de Susana a través del teléfono móvil. La mujer nunca acababa de acostumbrarse a los extraños retrasos de su hija.

La relación entre Paquito España y los chicos se estrechó desde hacía un par de meses atrás. Tras una ausencia de varios días por el parquecillo de la calle Asturias, la pareja llegó en silencio, en el medio metro más distante que Paquito España había visto nunca. La lluvia, que llevaba comportándose como una plañidera desde algunas horas atrás, elevó ligeramente su tono al contacto con el reservado de madera. Aunque Paquito España había olvidado su paraguas, no se movió de allí: El chaval, arrodillado en el barro, suplicaba que le perdonara una infidelidad que juraba no haber cometido. Paquito España no sabía si creerle: a veces el miedo a perder algo puede ser tal que se puede llegar a hacer un axioma de la mayor mentira del mundo. Aún así, dudaba. Ella, no reaccionaba, parecía una roca abrazada a sí misma, a su negación: callaba tanto que su silencio parecía el grito más ensordecedor de la tierra. Pero Tony no se rindió: y a tal punto llegó su fe que, con la tormenta ya clamando, se quedó en calzoncillos y se acercó al bueno de Paquito España, el único ser en un kilómetro a la redonda, con la intención de venderle un boleto para el viaje de fin de curso. La esperpéntica actitud del joven unida con la curiosa tez que se le quedó a Paquito España hizo saltar la chispa: Susana rió. Río varias veces hasta que Paquito España pudo asimilar la situación, equiparable para él a que Bruce Willis asaltara su televisor sin previo aviso y le ofreciera, por las molestias, un buen profiterol helado. Susana seguía riendo y Tony, engrandecido, lanzó su última daga: se bajaría los calzoncillos. Nuestro protagonista extendió torpemente con lo primero que topó en su cartera: un billete de cien euros. El chaval, colocándose el dinero en la goma de sus prendas interiores, le hizo una señal para que esperase y se dirigió hacia Susana. Ella estiró sus manos y alcanzó el billete con habilidad, al primer toque, lo de más lo hicieron unos labios atraídos a magnético fuego. Como epílogo los diez euros de vuelta y las cuarenta y cinco papeletas que cayeron en las manos del pobre Paquito España. Y que le valieron el saludo eterno de los jóvenes y, tras el sorteo de la Lotería nacional del 3 de mayo, un fuet casero de muy baja calidad.

Por alguna razón, Paquito España sabía que hoy era un día diferente. Apareció por la calle Asturias a su hora, pero todo estaba colmado de un silencio más ajeno de lo normal: apenas pasaban coches y ni siquiera el aire elevaba su tono sobre el ambiente. Se sentó y se dispuso a disimular su lectura: Ser y tiempo, de Heidegger. A las cuatro líneas y media, como era su costumbre, alzó la vista y busco a los jóvenes. Y lo hizo con inquietud, pues la tensión que allí se contenía lejos de querer explotar se iba apagando en un irrevocable entierro.

-Así que lo hiciste ¿no?… de puta madre tía…
-Tú también lo hiciste. ¿O te recuerdo la fiestecita de Navacerrada?
-¡Que no me lié con Jennifer, joder! Vomitó, la acompañe a la habitación y nos quedamos dormidos… Punto.
-¿Pero de verdad me tomas por subnormal?

Paquito España había oído esa historia muchísimas veces y nunca logró posicionarse. Cada vez que alguna contrariedad se salía de tono, Susana esgrimía aquella dichosa fiesta en Navacerrada como su arma más punzante, su argumento verdadero, su nota en hilos de oro que la reconocía como principal valedora de que esa relación siguiera hacia adelante. Y Tony negaba. Paquito España sólo sospechaba: no suele fiarse de aquellas chicas a las que el azar bautiza como Jennifer.

- ¿Y por qué lo hiciste?- Tony acalló la tormenta con una pregunta que le salió en susurro.
- No sé…-Susana bajo la cabeza- Supongo que me apetecía y lo hice. Lo pensé y no quise evitarlo. Preferí dejarme llevar… lo siento muchísimo, de verdad… no te lo mereces…
- ¿Te has enamorado de él?
- No cari… ¿Cómo me voy a enamorar de ese pavo? Ya sabes que los musculitos de gimnasio no me van…
- ¿Entonces?
- Fue el momento… me apetecía, ya te lo he dicho… me siento fatal por ello ¿vale?
- Joder… menuda mierda…
- Lo siento…
- Bueno no sé, supongo que te podría perdonar… si la cosa se queda ahí…
- No es eso, cari.
- ¿Entonces?
- Que lo quiero dejar.

Tony sufrió una ligera náusea con mareo, a la par su tez se iba mudando al gris: fue un solo golpe, un punch certero, una quiebra total con paro cardíaco del prisma bajo el que solía mirar las cosas.

- Lo siento, cari, pero creo que ya no te quiero…

Luego siguieron minutos de una agónica autoafirmación. De una afirmación negada, incompatible con un mundo que se empieza a desquebrajar. De un Tony que acudió a aquella cita herido, dispuesto a plantearse a su relación y que, por esos giros que tiene la vida, ahora moría rogando. Y murió porque tras un bis eterno e inútil Susana se marchó, por su puesto también entre lágrimas. Prometiéndole una amistad y un cariño puro e imperecedero, dejándole clavado en un oasis bajo orden de derribo.

Cuando ella se fue, Paquito España se acercó al muchacho con una decisión que no experimentaba en mucho tiempo. De alguna forma se sentía responsable, paternalmente responsable.

- Ahora lo ves todo muy negro pero ya verás como pronto…
-¿Me das un cigarro?

Paquito España le tendió el pitillo y el joven sacó una pequeña piedra de hachís de su bolsillo, que empezó a quemar compulsivamente. A Paquito España le sorprendió la destreza del chaval, que elaboró el porro con una mecánica veloz y casi perfecta. Él, mientras, le observaba a su lado, repasando en voz baja un discurso que tenía bien memorizado desde hacía tiempo atrás pero que, por alguna razón derivada del directo, no alcanzaba a estructurar. Al paso de la segunda calada, un par de lágrimas capitularon: la situación allí arriba se había vuelto insostenible. Y como un resorte, Tony comenzó a hablar.

- No se los puse con Jennifer, no pude... Lo iba a hacer y no pude… no se me iba Susana de la cabeza… no pude… si hasta dormí en el suelo porque me sentía mal compartiendo habitación con la otra… Yo la quiero ¿sabes? Es mi puta vida, joder…
- Eres muy joven para que sea toda tu vida, hombre… y a lo mejor volvéis…. con estas cosas nunca se sabe. Seguramente sólo tenga que aclararse un poco la cabeza.
- No… lo he visto en sus ojos ¿sabes? Se acabó… esto no viene de nuevas… ya me había dejado un par de veces antes… lo hemos hablado varias veces… Esta es la de verdad… y yo sin ella no pinto nada ¿sabes? Nada… soy como una puta mierda.

El chaval le tendió el canuto a Paquito España, lo cogió obligado. Él, acérrimo exfumador, sabía que aquel era un gesto de complicidad que no podía rechazar. No sin regalarle antes un poco sinceridad. Se lo debía.

- Entonces intenta no darle demasiadas vueltas a la cabeza… A veces funciona emborracharse.
- Somos del mismo grupo de colegas… desde mis primeros pedos estoy con ella ¿sabes? Joder, desde que mi vida vale algo estoy con ella…
- Bueno, pues ahora tienes acostumbrarte a vivir si ella. Mira, no te voy a engañar… Siempre hay alguien que te jode por primera vez. Y la diferencia con otras que te vendrán es que ahora no estás preparado. No es que lo vayas a estar nunca, pero se mejora bastante… Y, básicamente, en eso consiste todo… soñar, sufrir, madurar…
- Para, para, para… no necesito consejitos de pureta ¿vale? Gracias tío, pero lo último que necesito es esa puta mierda...
- Sí, y es eso, exacto. La mayor mierda del mundo. Tu universo se acaba y te quedas colgado. Tú no lo entiendes y no hay nada que entender. Así funciona la vida. En forma de vasos de mierda que van cayendo sobre tu cabeza.

Paquito España empalmó su cuarta calada y su verbo pareció envalentonarse. Hacía tiempo que no sufría esa pequeña segregación de levedad que producen los primeros porros. Se lo devolvió al chaval, que mantenía clavada la vista al banco donde solía sentarse Paquito España. El cual alucinó con el cambio de perspectiva, desde allí, la calle Asturias le parecía otra.

- Y sé que ahora esto te suena autocomplaciente. Lo es. Pero cuando asumas que es la verdad, te estarás recuperando… Esas cosas pasan y, sinceramente, cuanto antes pasen mejor. Te ayuda a relativizarlo todo. A verlo de otro modo, a tener perspectiva: todo funciona alrededor de la jodida perspectiva, y si no te despegas de ella... Piensa que al fin y al cabo todo es como una gran broma, una broma gigante, y como la mayoría de las bromas, como casi todas las bromas… No tiene ni puta gracia… Hazme caso, chaval, piensa en estas palabras un poco más adelante, ahora ya sé que te van a servir de poco…. Esto de la vida es una carrera de fondo y no llega más lejos quien más vale… sino el que tiene más habilidad para levantarse del suelo. Piénsalo. Ojalá que alguien…

Paquito España dijo sus últimas palabras con inseguridad al escuchar algo parecido a una voz lejana. Se calló, prestó atención, cayó en la cuenta: Tony, al que le había soltado una perorata brillante, se zambullía en su cannabis y su mp3. No había escuchado nada, no quería escuchar nada. Paquito España sonrío hacia adentro y le tocó el brazo para despedirse. El chaval le tendió la mano.
-Cuídese.
-Gracias, chaval... Ánimo y bueno, si quieres encontrarme… ya sabes donde estoy. –Tony esbozó algo parecido a una sonrisa.
-Un día tomamos una caña y hablamos de música.

Paquito España se marchó de allí a sabiendas de que esa era la última vez que iba a ver a Tony y a Susana. Al menos como tal, como el binomio que él concebía y había adoptado: ellos, a los que había adorado por aquellos inusuales sentimientos de pureza que rezumaban, pasaban a ser otra historia más, otro colorido trazo mudado al blanco y negro, otro tránsfuga cuento de hadas condenado por las artimañas del tedio.

Por lo demás, y a pesar de caminar atorado por ese otrora familiar mareo, tenía Paquito España un extraño subidón de hombría. Le daba igual que el discurso hubiera sido escuchado o no: él había cumplido con su responsable papel de rector putativo. Es más, se sentía a sí mismo casi poseedor de una certeza. Certeza de que ya no era ese Paquito España esclavizado a su amargura. De que era un ser más libre. Pragmático, equilibrado, racional. Sin quimeras a largo plazo, con tonos más sobrios sobre las cosas.

Pero tampoco se crean, ni se dejen llevar a engaños: a veces la tormenta lo confunde todo, hasta el propio ser. Porque dicen en los bares que hubo unos días en los Paquito España volaba alto y sentía la levedad de las cosas. Nada extraordinario: otro creyente más con fecha de caducidad para los sinsabores del cielo. Incluso aseguran los conversadores más viejos que antes de vaciarse en su cubículo de Gran Vía, solía el bueno de Paquito España cocinar sus sueños. En recetas para dos, con una pizca de sal, sazón de alguna que otra penuria. En lo más hondo de su alma. Dicen que frente a un duendecillo parque, junto a la calle Asturias.

Pies de Foto: FEZ


La entrada a la medina de Fez el Bali es el único espacio abierto que te encontrarás en muchos kilómetros a la redonda, por lo que es de recibo sentarse y coger un poco de aire. Aconsejo tomarlo despacio, sopesar el ambiente. Ver que allí tú eres el objeto extraño, una estridente nota en vaqueros, el productivo stress. Asúmalo pronto, no se vaya sin probar sus pipas de calabaza, una auténtica cortesía culinaria al peso. Eso sí, no las coma apresurado: es aconsejable cruzar sus murallas en consonacia con el tiempo.



Viciados, solemos identificar lo bueno por lo tecnológico, como si cualquier impulso mecanizado siempre impusiera su eficacia a lo natural, más propio de tropezones y desmayos.
Pero no siempre fue así, en algunos lugares todavía no lo es. En la laberíntica Medina de Fez no verás ruidosos coches ni escurridizas motocicletas: sus calles, herederas de otros tiempos, no están preparados para ellas. Es territorio de burros, tozudos y abnegados compañeros, vestigios de un pasado de castillos y princesas. Y virtuosos del tiempo: a su lento paso todo se vuelve nítido, pequeño, cargado de significado: como dos ojillos que se cazan al vuelo.


Ahí nace el cuero más duro, las chaquetas más brillantes. Productos excelentes, labrados sin peros, únicos, con una mano y un cuchillo como herramienta. Sus precios se multiplican en la exportación de un mundo a otro por lo que no dude en acudir a adquirirlos en la propia Medina. Y sepa otra cosa: Allí también nace la muerte. La mayoría de las personas que desempeñan la función de teñidores de cuero terminan dándose de baja por problemas respiratorios y de pulmón, los más afortunados sin cáncer. Pero no se azogue, compre tranquilo: se le dará una rama de tomillo para que combata el olor. Privilegios de ser un turista occidental.


Soplar la brisa, sonreír, sacar la lengua. Ninguna mujer debería negarle su rostro al mundo. Por nada ni por nadie: ni por seres vivos, ni por seres muertos, mucho menos por quienes sólo disponen de una hipotética disponibilidad del ser. Porque negar tu rostro al mundo es negarte a ti, amén de aceptarles a ellos. Y una vez que complaces, normalizas y asumes, partes de cero: reinicias. Y exclavizas a un linaje que no cuestina porque nadie le enseña a preguntar. Y luego terminas como la mujer de la izquierda: temiéndole tanto a la muerte como a ti mismo.



Perder la mirada y seguir al humo. Marruecos sabe a España porque sabe mucho a hachís: en sus gentes, en sus casas blancas, en unas chilabas que inventaron ellos. Y sobre todo sabe a hospitalidad, a buena gente: puedes entrar a comprar mil veces y nunca comprar nada. Pero siempre tomarás el té, discutirás sobre si es mejor el Madrid o el Barça, rogarás una cachimba, si tienes suerte acabarás cenando cus-cus por cortesía de unos simpaticos Bereberes. Y escucharás su música y te irás un poco con ellos, reirás y perderás la mirada, y en momento de difuminada magia caerás en la cuenta de que sólo somos humo... que nunca alcanza.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Matices abstractos

Somos levedad,
el desalojo de un cigarro.
Somos el guiño opuesto
a una puesta de sol,
la maleta que se resbala en la mano.
Somos duda y decisión,
una careta que se cambia a diario,
que se ríe y se hace al dolor,
que se arruga tan despacio...

Somos un cajón flamenco sordo,
un quejío desafinado,
un error que busca dios
en un oasis desenfocado.

Somos un sueño que pierde fe
cada vez que se le muere un año.
Somos uno, a veces dos,
una patera abonada al milagro,
un asesino a sueldo
adoquinado
a veces frío y vuelo,
a veces depresión y santo;
Un coro de notas elípticas
sobre los restos del naufragio,
de un pasado
de un presente navajazo al por mayor;
Una motilla de polvo
en un inmenso circo bastardo.

Somos un océano de ojos,
ese minuto que se viste de orgasmo:
Somos una confidencia, un alarido, un puñao de hermanos...
Somos la otra cara de la herida,
media china a diario.
Somos quien no entiende nada,
un banco oscuro a la noche,
la alternativa que ni manda,
ni escupe,
ni clama;
que ni es,
ni será,
ni querrá otro lugar que no sea tú cama.
Somos la sinfonía de balas de plata
que se vuelve valiente y clara...
mientras se diluyen los hielos
al quebrar de la garganta.

Somos el maná,
la esperanza.
La derrota que siempre está ahí,
que siempre gana.

Somos un tapiz de colores Picasso,
el tono gris del alba,
somos el iris en la escarcha
y el fuel entre las manos.
Somos la rayita del ocaso,
el batir de ala ancha,
somos el respingón del alma...
miraditas de soslayo.

Somos nuestras despedidas,
nuestras idas y venidas,
nuestro yo de contrabando;
Somos soledad y arraigo:
el vuelo de un pincel
sobre un tapiz de matices abstractos.

martes, 25 de noviembre de 2008

Las desventuras de Paquito España (Vol. I)

El bueno de Paquito España nunca había entendido de nacionalidades ni escalafones sociales. Él, que había elegido la comprometida profesión de observador patrio como suya, siempre había optado por los segundos planos, por considerarlos más ricos en perspectiva y menos comprometidos en las vicisitudes prácticas. Él lo desconocía, pero todo provenía de un pequeño trauma infantil, cuando un inclemente profesor de Ética a la tierna edad de 13 años, le imperó a que se posicionara en el siempre relativo tema de la felicidad, con alguna de las corrientes filosóficas clásicas destinadas a tal fin. El pobre de Paquito España, que ese día había olvidado repasar la lección por culpa de un inoportuno juego que había caído en manos de su flamante game boy, sufrió, sin saberlo, el primer ataque de ansiedad existencial de su vida. Su silencio, interpretado como falta de interés por la asignatura, le costó un grandilocuente cero y una losa que le perseguiría desde entonces: no volvería a decantarse por ninguna opción sobre nada hasta que tuviera un concepto global de las cosas.

Algunos lustros después, un domingo cualquiera, pongamos que 29 de Junio de 2008, se encontraba Paquito España, por circunstancias que aquí no atañen, muy lejos de su pequeño cubículo de Gran Vía. Llevaba ya más de una hora y media caminando y notaba el ambiente más extraño que nunca. La ciudad, que había enmudecido de una forma tétrica algunos minutos atrás, parecía haber estallado en un júbilo extremo. Las bocinas de los coches sonaban de manera estridente, continúa, horriblemente aguda, pero también con un extraño halo de armonía y complicidad. En un primer momento, Paquito España pensó que se trataba del irremediable y lógico fallo informático que acabaría con el mundo (era un hombre muy sensibilizado con el Efecto 2000), pero no tardó en darse cuenta de su error. Las gentes se abrazaban y saltaban por las calles, corrían de un lado para otro sin aparente destino, explotaban en unas multicolores brumas de sonrisa y paz: sin duda no había lugar a ningún tipo de Apocalipsis. Y además, había un detalle que le llamaba mucho la atención: la cantidad de banderas nacionales que bañaban las calles, tomándolas como si fueran suyas, como si un baby boom patrio hubiera asaltado la mente de grandes y chicos y lo hubiera envuelto todo en una caótica sensación de victoria.

Caminaba elucubrado cuando, al girar la calle, se encontró de bruces con un hombre africano, alto y muy delgado, con una sonrisa de amplitud pagana, capaz de boicotear cualquier concepto de noche.

-¡Amigo, Campeones! ¡Campeones! ¿Quieres bandera?

El hombre sacó varias banderas españolas, todas con el pollo estampado sobre el gualda.

-Mira es que esa no es… (Paquito España era un relativista confeso, pero también gozaba de unas claras, evidentes y dignas excepciones).
-Sí… muy buena tela… bandera España (con cara de contrariedad) ¿no bandera España?
-No, mira… es que esa…

El sonido de una bocina y los jaleos estridentes de los ocupantes de un vehículo parado menos de tres metros de Paquito España, llamaron inmediatamente su atención. Un hombre con el torso descubierto y medio cuerpo fuera del coche, le hacía gestos con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba.

-¡¡Vamó, vamó!!

Paquito España, interpretando que le invitaban a subir al vehículo, se acercó (eludiendo, magistralmente, una explicación política que le incomodaba) y les preguntó a donde iban. Tras contestarle estos que, como no, iban dirección Colón y que accedían a llevarle, Paquito España se montó el pintoresco y hortera Ford fiesta blanco y se dispuso a averiguar, por fin, qué estaba ocurriendo en su ciudad en aquel extraño y festivo día de domingo.

-Vaya… hoy es un día grande ¿no? -Tras unas muy presionadas meditaciones, Paquito España decidió comenzar así-.
-¿Grande? ¡Es el día más grande de mi puta vida! ¡Campeones de Europa! ¡Somos los putos campeones de Europa!

Mientras el cortés terceto comenzó a cantar con una fuerza endiablada y dolorosa para los oídos, Paquito España cayó en la cuenta: habíamos ganado la Eurocopa de fútbol. Él, poco aficionado a toda actividad que derivara más esfuerzo físico que mental, no había prestado más atención al torneo que la obligada en estas citas. Es decir, el bombardeo mediático propio de los medios de comunicación, el goteo constante de una burbuja de ilusión a la medida del opio de un pueblo que conocía como la palma de su mano las decepciones. Y para su sorpresa la noticia, si bien no le causó el estado de euforia estandarizada que invadía el ambiente, si le produjo un leve cosquilleo cercano a la catarsis. Como si le gustara. Aún así, reaccionó rápidamente.

-Pero… Ya hemos ganado otras veces… ¿no? Baloncesto, balonmano… el tour de Francia. ¿El tour de Francia tiene selecciones?
-¡Joder tío pero esto es fútbol! Es… es… ¡es lo más grande, joder!
-Y deporte nacional -Apuntó el que parecía algo más sobrio-. Joer, si hasta hay una ley para que los partidos de España en la tele se vean de gratis.

Paquito retrotrajo su mente al 97 y vio la siempre aparente cara enfurecida del ex-ministro y vocacional perro de presa Álvarez Cascos. Sufrió un leve escalofrío.

-Entonces… ¿mañana no hay que ir a trabajar?
- Sí… pero yo qué sé… un día es un día, joder, que de esto hacía más de cuarenta años… ¡Vamó hostia!

El resto del viaje fue como una litúrgica procesión. Cada persona, cada coche en sentido contrario y propio, cada segundo las bocinas sonaban y los tres amigos brincaban como si todo estuviese detenido en un estado de milagro prolongado. Y no sólo ellos, la ciudad entera estaba así. Cada calle era una marea, cada fuente una bacanal de irracionalidad y canto; cada mirada, cada brindis, cada abrazo; todo estaba canalizado desde un punto común: un estertóreo clamo de felicidad difícilmente catalogable.

Envalentonado por la simpatía de sus nuevos amigos, Paquito España intentó zanjar sus dudas, que de repente tomaron su mente de una manera dolorosamente implacable:

-Tengo una duda. ¿No es un poco cruel celebrar el mal ajeno?

Los tres ocupantes miraron a Paquito España como si éste fuera la aparición carnal de Santiago de Nicea, aunque evidentemente ninguno de los tres conocía tal figura.

-¿Cuántas selecciones competían?
-Cincuenta y pico. Luego se clasifican dieciséis a la fase final.
-Entonces a treinta y pico países ni les dejan optar a ganar.
-Si les dejan, pero si en la clasificación la cagas, pues a tomar por culo.
-Por eso es muy cruel, hay demasiada gente que se queda sin la ilusión por el camino. Hay proporcionalmente más dolor que alegría en todo esto.
-¿Dolor? Bueno sí, es una putada para los alemanes… pero que se jodan, que ya nos tocaba a nosotros ganar algo.
-No es sólo por los alemanes. Mirar. Si España tiene una población aproximada de 46 millones de habitantes y Europa entera suma, pongamos, unos 731.000 millones pues… me parece muy cruel celebrar las lágrimas y decepciones de tanta gente…
-Tu eres tonto, chaval –El coche se detuvo a la altura de Cibeles, lo que permitió a Paquito España respirar, un poco-. A ver, en eso consiste el fútbol, unos ganan y otros pierden. Si no, no tendría sentido. Y lo que tienes que hacer es sentirte de puta madre porque los que han ganao son los tuyos y los que han perdido todos los demás. Vamó, rubia!!! -El conductor vitoreó los pechos de una joven extranjera, probablemente de los países nórdicos, que mostraba sus pechos al vent de manera limpia, sólo socarrada por unas banderas nacionales dibujadas bajo un cutre rotring-.
-Ya pero…
-¿Tu eres algo rarito, no chaval?

Paquito España sintió un escalofrío, como si hubiera, de una manera azarosa e involuntaria, llegado a una certeza irrefutable: la competitividad, el sentirse ganador, el pequeño orgasmo que fluye cuando has conseguido imponerte y humillar al rival, ese y no otro, era el verdadero motor que movía la sociedad en la que el pobre Paquito España había tenido la fortuna de nacer. Mirar a los ojos al prójimo, apretarle hasta llenárselos de sangre, tenderle la mano en dócil gesto de absolución, sonreír ganador. Y a cuanta más gente ganas mejor, no se es ganador por uno mismo, sé es ganador en relación a los demás. A cada escala de la vida, había enemigos a los que batir, hasta llegar a la mínima expresión, al absurdo, a uno mismo, donde todos los demás se convierten en hienas ajenas a las que batir. No había otra motivación más lejana que esa y Paquito España lo voy con tan diáfana resolución que sintió miedo. En un principio de ser como ellos, en un segundo grado de tener la desgracia de verse empujado a ejecutarlo, en un tercero y más profundo, de caer en la cuenta de que disfrutaba como el que más. Porque… ¿Era eso lo realmente humano? ¿Era la tendencia natural, era un desvío mediático, era el lado oscuro el lado blanco?

-Entonces se acabó, somos los ganadores, ya no hay más partidos –Abrió la puerta del coche y pensó en correr, extrañamente no lo hizo-.
-Por ahora niño, que en dos meses comenzamos la clasificación para el Mundial. Y ahí sí que lo vamos a petar. Se van a cagar los brasileños…

Paquito España dio las gracias por el paseo y empezó a encaramar lentamente la cuesta que de la Gran Vía. A su paso, saludó efusivamente a sus paisanos y levantó su puñito varias veces en señal de triunfo. Incluso mintió a unos simpáticos chavales que vinieron a pedirle un cigarro: les dijo que sin duda para él aquel había sido el mejor partido del mundo. Porque también pensó en lo efímero de aquella felicidad, que en su naturaleza corrupta, encontraba un imperdonable dislate: no había fin ni éxito como tal, ya que segregación de placidez provocada por ésta, te lleva inconscientemente a la necesidad de repetir. Como una droga sigues sus pasos allá donde la ves, la persigues y la engañas, y si has de aplastar en un ritual cíclico, aplastas. Porque sabes, crees, piensas y sientes lo enseñado, y a ti, desde pequeñito, te han enseñado a ganar.

Paquito España llegó a casa mucho más tarde de lo esperado. Dilató tanto el tiempo como pudieron dilatarlo millones de personas a los que el despertador les esperaba implacables a las siete de la mañana. Cantó y bailó como nunca antes por algo que no compartía. No se vio obligado, sintió la necesidad de hacerlo. Porque en el fondo sospechaba en un conato de envidia impropio de él, que en un par de años ganarían los brasileños.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Pies de Foto: ESTAMBUL


Pocas cosas tienen mayor fuerza y arraigo popular que un texto sagrado, por mucho que sospechemos que su verdad no es más que una acertada combinación literaria de mitos, leyendas y necesidades existenciales de una conciencia más o menos social. De poco sirve su validez para quienes las siguen, basta su consuelo. Un par de faroles, un rumbo, una rima bien trazada; un buen motivo para seguir, día a día, despegándose de una almohada que imanta bajo el taxativo argumento de la razón. O tal vez sólo sea una excusa. Una dulce careta de payaso al miedo de que sólo nos quede un gran velo... cuando el tañido de las campanas nos toquen a muerto.




Muy pocas cosas son las que se atreven a desafiar al tiempo y una de ellas es la arquitectura. La Mezquita Azul se convierte en el eje de la vieja Constantinopla casi sin quererlo. Sólo tienes que liberar tu vista unos cuentos metros para ubicarla. Cuando la tienes, ya no dudas: allí está ella. Dando sombra, soñando en árabe, dejando abiertas sus piernas hasta para el alma del infiel. Y como toda inmensidad humana topa con su mayor locura en la distancia, en la recia comparativa a su contexto. En sentirlo y verlo. En dolorosamente lejano de tenerlo muy cerquita y no poder tocarlo.


El backgammon, llamado por los árabes table, es el juego más antiguo del que se tienen registros. Sus reglas son muy sencillas y su desarrollo rápido, por lo que es ideal para realizar apuestas. Su resolución se realiza, además, de una manera muy natural: caben tras de sí multiples y complejas estrategias pero al final todo queda a merced de un dado. Es curioso, nos estimula tanto la sensación de estar sujetos a la fortuna que no nos basta con los giros que nos pega la vida a diario que tenemos que especular con los juegos de azar. Supongo, quien más quien menos, esperando compensación.



Estambul, en su cara menos occidental, no es otra cosa que una riada de tiendas, luces a medio hacer y miradas curiosas que se van tejiendo entre ellas mismas. Aquí tenemos dos: Una seria, cansada, aparentemente rota, hastiada de pedir socorro. Otra sonriente y orgullosa, altiva entre sus sombras como un rap pegado al suelo. Una con ojeras blancas, la otra con un dulce y nublado mareo. Y otra algo más lejos, de fondo; distante, blanca, censuradora, una mirada que seguramente cree que conoce el contexto y no puede ver mucho más allá que este absurdo flash.






Una de las peores obsesiones es, sin duda, querer tocar el cielo, ser como uno de esos maravillosos minaretes. Subir con la agujilla siempre mirando hacia arriba, buscar y saberse el mejor, olvidar en qué momento del ascenso el resto del mundo te dejó de hablar a los ojos. Vencer ganar hasta sentirse saciado. Pararse, alzar la vista y mirar abajo y ver que todo se ha vuelto muy pequeño, y que la perspectiva, ya sea por odio o por miedo, hace que por mucha leña que eches, siempre caiga un solo con hielo. Que para quien puede no es tan duro vivir en invierno, torear el frío: poner la calefacción para el reflejo del espejo.