lunes, 24 de noviembre de 2008
Pies de Foto: ESTAMBUL
Pocas cosas tienen mayor fuerza y arraigo popular que un texto sagrado, por mucho que sospechemos que su verdad no es más que una acertada combinación literaria de mitos, leyendas y necesidades existenciales de una conciencia más o menos social. De poco sirve su validez para quienes las siguen, basta su consuelo. Un par de faroles, un rumbo, una rima bien trazada; un buen motivo para seguir, día a día, despegándose de una almohada que imanta bajo el taxativo argumento de la razón. O tal vez sólo sea una excusa. Una dulce careta de payaso al miedo de que sólo nos quede un gran velo... cuando el tañido de las campanas nos toquen a muerto.
Muy pocas cosas son las que se atreven a desafiar al tiempo y una de ellas es la arquitectura. La Mezquita Azul se convierte en el eje de la vieja Constantinopla casi sin quererlo. Sólo tienes que liberar tu vista unos cuentos metros para ubicarla. Cuando la tienes, ya no dudas: allí está ella. Dando sombra, soñando en árabe, dejando abiertas sus piernas hasta para el alma del infiel. Y como toda inmensidad humana topa con su mayor locura en la distancia, en la recia comparativa a su contexto. En sentirlo y verlo. En dolorosamente lejano de tenerlo muy cerquita y no poder tocarlo.
El backgammon, llamado por los árabes table, es el juego más antiguo del que se tienen registros. Sus reglas son muy sencillas y su desarrollo rápido, por lo que es ideal para realizar apuestas. Su resolución se realiza, además, de una manera muy natural: caben tras de sí multiples y complejas estrategias pero al final todo queda a merced de un dado. Es curioso, nos estimula tanto la sensación de estar sujetos a la fortuna que no nos basta con los giros que nos pega la vida a diario que tenemos que especular con los juegos de azar. Supongo, quien más quien menos, esperando compensación.
Estambul, en su cara menos occidental, no es otra cosa que una riada de tiendas, luces a medio hacer y miradas curiosas que se van tejiendo entre ellas mismas. Aquí tenemos dos: Una seria, cansada, aparentemente rota, hastiada de pedir socorro. Otra sonriente y orgullosa, altiva entre sus sombras como un rap pegado al suelo. Una con ojeras blancas, la otra con un dulce y nublado mareo. Y otra algo más lejos, de fondo; distante, blanca, censuradora, una mirada que seguramente cree que conoce el contexto y no puede ver mucho más allá que este absurdo flash.
Una de las peores obsesiones es, sin duda, querer tocar el cielo, ser como uno de esos maravillosos minaretes. Subir con la agujilla siempre mirando hacia arriba, buscar y saberse el mejor, olvidar en qué momento del ascenso el resto del mundo te dejó de hablar a los ojos. Vencer ganar hasta sentirse saciado. Pararse, alzar la vista y mirar abajo y ver que todo se ha vuelto muy pequeño, y que la perspectiva, ya sea por odio o por miedo, hace que por mucha leña que eches, siempre caiga un solo con hielo. Que para quien puede no es tan duro vivir en invierno, torear el frío: poner la calefacción para el reflejo del espejo.
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