martes, 27 de mayo de 2014

El mar

Julio miraba el mar embrujado, como si todas las cosas adquirieran significado en el roce lejano del cielo con las aguas. Sereno, saboreaba cada ola intensamente, sonriendo con la mirada unas gotas que tras sufrir la represión del espigón de piedras, saltaban y acudían a morir a los bajos fondos. Luego volvía al infinito y se regodeaba en él: los océanos y mares eran la única prueba fehaciente de que el hombre no podía controlar la tierra. Podíamos acudir y robar, construir sobre ellos; atravesarlos y marcar sus límites, pero nunca dominarlos. Porque el mar es libre y hegemónico y no consiente que nadie varíe su nana de luna, su turquesa metáfora de que todo fluye y nada dura, de que subes y bajas hasta que se diluye la espuma en un siempre inoportuno arenal. Para Julio Álvarez el mar era la vida misma, entendiéndola como algo natural y orgánico, lejos de los arquetipos reglados que tienden a dominarlo todo, a encauzarlo y a sellarlo en una senda de alquitrán y buenas maneras, de la siempre mal llamada civilización. Para él, nuestro planeta estaba conformado por tres cuartas partes de pureza y una de tierra, por ese quiste racional que supone el ser humano y sus formas, por su aliento de progreso depredador de entornos. Aunque había nacido en interior, siempre tuvo cierta envidia de la gente que sufría su dependencia, por considerarla como la adicción más hermosa del mundo. Sus pensamientos se pararon porque apareció una mano y acarició su barba, todavía húmeda tras el último baño.

-Así que estabas aquí…
-Escondiéndome un poco, a ver si me encontrabas...

A la voz la seguía un pelo lacio caoba, unos labios gruesos, una mirada felina. Julio Álvarez la besó y se inclinó hacia atrás, dejando espacio para que pudiera sentarse entre sus piernas. Luego comenzó a besarla por el cuello muy despacio, con sus labios en un movimiento suave de ventosa, melódico, de causa-efecto: el vello de la joven se erizó hasta terminar gimiendo en un respingón involuntario, hasta girar en sonrisa y abalanzarse sobre él, dando pistoletazo a las hostilidades, a la más venial de todas las guerras: la de un suave balanceo de introspección mutua, arañazos, mordisquitos, jadeos y demás beligerancias del placer. La contienda duró poco, ya que apareció en escena un mediador, no por esperado, menos enfriador de ambientes.

-¡Qué pareja! ¿A surcar los mares?

La voz era de Venancio Urrutia, coautor existencial de Julio en casi todos los órdenes que la vida permite compartir. Apareció sonriente, rosado por un sol que le había acariciado sin ambages, portando una enorme caja con una pequeña balsa hinchable en su interior. Junto a él, con un top y un collar de apariencia hippie y precio aristocrático, estaba Ester, que trazó dos besos sobre la cara de Julio sin casi llegar a tocarla. Patricia miró su reloj, de un contorno mucho mayor que alguna de las repúblicas bálticas:

-Rodolfo nos tiene preparado el barco a las 11… ¿Desayunamos algo en el paseo?

El Caribeño era un bar relajado, casi tántrico, con un ritmo propio. Hay lugares en el mundo que son propicios para el drama y los desencuentros; otros para la alegría y el jolgorio, y aquel, sin duda, pertenecía al segundo grupo. Sus ceniceros eran unos simpáticos cocos revestidos con unos refranes de la tierra como leyenda, y aquella era una tierra muy alejada de todo, un segundo mundo a distancia equidistante entre el primero y el tercero, cogiendo las virtudes de cada uno y dejando a la subjetividad propia el paso del tiempo. Venancio hizo ademán de meterse uno en la mochila, pero Julio le apeló:

-Tronco…
-Tú mira para allá y déjame a mí…

El para allá era la máquina de tabaco y lo digno de mirar eran las figuras de Patricia y Ester, en plena compra de unos palitos incandescentes de fumar. Si la sensualidad tuviera algún icono, alguna imagen con la que mostrarse al mundo de una manera arrebatadora e incontestable, debería ser una muy parecida a esa. Si no para todo el universo, al menos sí para el mini cosmos de las industrias tabaqueras. A la vuelta, ya con los cuatro inmersos al café y la manzanilla, se les acercó un joven africano con su zurrón relleno dvds pirata. Venancio flipó, pues la primera de las películas era un desconocido título español donde había tenido el lujo de trabajar: salía quince segundos y hasta contaba con una frase, que hubieran sido tres y media de no ser por un montajista un poco cruel.

-Ésta… ¿Cuánto?
-Dos por cinco euros…
-Pues dame a ver…

Venancio, Ester y Patricia se divirtieron buscando el  film complementario, revisando carátula a carátula, mareando en busca de la excelsa ganga escondida. Tal breva no cayó, pero acabaron comprando ocho títulos, ganándose un pseudo documental de El Mundo sobre la Guerra civil como regalo, rebajando cada título a un ratio de 1,8 euros por adquisición. Con la excitación resultante de una compra donde tu aguda percepción te dice que has ganado al vendedor, aunque esto nunca suceda realmente, llegó la alarma. Y Ester explotó.

- Mi cartera… joder… ¡me ha robado la cartera!
-¡¡El puto negro!! –Patricia consiguió definirse a sí misma con unos fonemas récord.
 
Mientras se tocaba compulsivamente los pantalones y buceaba por el bolso, Venancio salió escopetado hacia la puerta, con la intención de placar al africano, que había desaparecido del bar hacía sólo un instante. Julio se quedó petrificado y buscando con la mirada a una Patricia que sacó a reflotar todos sus demonios, amén de sacrificar la alcurnia.

-Escoria… si es que son todos iguales… Sólo vienen aquí a robar… mírate bien en el bolso cariño…
-Bueno tampoco habría que…
-Habría que matarlos a todos.

Julio, en un alarde de rapidez mental y buena disposición de las prioridades, obvió este último comentario y buena parte de sus principios y corrió torpemente hacia la puerta del bar. Al llegar al paseó giró a izquierdas y derechas. A unos 20 metros, junto a la puerta de una tienda de souvenires, Venancio Urrutia y otro hombre maniataban al vendedor en el suelo. Otra familia y una pareja de ancianos miraban con desprecio la escena, aderezada con una banda sonora de improperios y descalificaciones. Una vez fijados, Julio se iba dirigir a ellos, pero su mente se congeló y su cuello giro 180 grados de manera casi involuntaria. Y lo vio claro: ahí, a la vista de todos, sobre la máquina de tabaco, en la mismísima puerta: la rosácea cartera de Ester casi parecía reírse en su cara. Como decíamos El Caribeño sólo era un lugar propicio para alegrías y jolgorios.

Como del pecado al arrepentimiento sólo hay una luz sin demasiados pasos, Venancio Urrutia intentó dilapidar su violento error con un poco de dinero: veinte euros de propina para el joven, cuyos ojos brillaban con un eléctrico resplandor ante el radical giro en los acontecimientos. Aún así, se mostró tan agredido que parecía él el verdadero culpable: debe ser duro vivir en una tierra a la que le cuesta tanto adoptarte, que sólo tiene ojos en los errores y, tan pocas veces en los aciertos, siempre dados como asumidos y obligatorios. Quien no salía del susto era la pobre Ester, que ya había empezado a anular sus tarjetas.

-Tía… que fuerte… que sofoco, madre mía… es que con estas cosas lo pasas tan mal… no se lo deseo a nadie.
-¿Entonces a este le dejamos vivo, no?

Julio dijo esto mirando a Patricia y dibujando una sonrisa de difícil interpretación.

-Ya me dirás quién habría sido si no…
-¿Nadie?
-Si hubiera tenido que ser alguien hubiera tenido que ser él…
-Ya estamos… ante la duda a lapidar al pobre.
-¡Anda, mirar, se me había olvidado! Esta noche son los Óscar… Penélope… que guapa. Yo trabajé con ella en un corto, ella hacía de transexual yonqui y yo era su alter ego masculino en las ensoñaciones previas a su operación…

La capacidad de Venancio Urrutia para desviar los temas de conversación incómodos era admirable, una habilidad nunca remunerada y desde luego digna de estudio. Tras esta interrupción, muy bien apoyada por unas imágenes en el televisor, estuvo hablando más de diez minutos seguidos. Después, ya nadie se acordaba del incidente con el joven africano, al menos en la falsedad del disimulo. Porque Julio Álvarez nunca enterraba del todo ese tipo de comentarios. Venancio, bien sabedor de esto, le chistó entre dientes:

-Afloja Durruti… que éstas todavía tienen que pagarnos el billete de vuelta.

Aunque no lo crean, los caminos de Julio y Venancio, de Ester y Patricia, se habían cruzado hacía sólo en par de días. Los dos amigos acudieron a tomar una copa a la sala Clamores, que contaba con la siempre majestuosa actuación del saxofonista Pedro Iturralde. Él, escritor en frustración creativa y su amigo actor concatenado al paro, solían encontrar consuelo en el jazz, en el libre y desenfrenado baile de sus notas, en su siempre improvisado universo paralelo. Tras el concierto dos mujeres que sobrepasaban con elegancia la treintena se les acercaron a juguetear, en un alud de indirectas y falsas intenciones. Sus físicos, afrodisiacos, pasados por el quirófano para introducir unas incontestables mejoras, fueron calentando las mentes de nuestros dos intrépidos amigos, que se encargaron de caldearlas en una contra partida de tequila y Gin-tonics, blancas bebidas que hacen volar hasta las mentes más grises. Caducaron los bares pero no el ingenio y las ganas, así que el ático que poseía Venancio Urrutia en la cercana calle de Cardenal Cisneros se encargaría del resto: náufragos a la par, camino de buen puerto. Pero la cosa se complicó, o se enredó, o un poco de ambas. La noche se partió del dos a dos al uno contra uno, y todas las partes disfrutaron de una manera colectiva, como si nunca antes lo hubiesen hecho, como si fuera la última vez. Gustó tanto que Patricia les invitó  a pasar junto a ella y su amiga el resto del fin de semana en una casa de verano que tenía con su marido en Fuerteventura. Obviamente él no se encontraría allí: pasaba la semana entera en las islas Fiji cerrando una importante transacción comercial. Y según ella, “follando con alguna zorra libanesa, son las que más le ponen”. Venancio, que se pasó todo el vuelo jactándose de sus habilidades como patrón marino, heredada de una dinastía familiar de mariscadores, terminó por convencer a Patricia para que salieran a pasar el día a la mar, cerrando el círculo narrativo de contextualización dramática.

El día, sin ser un homenaje al mesiánico sol, se contaba muy despejado. Venancio manejaba con soltura el barco mientras fumaba feliz sobre su cenicero con forma de coco. La embarcación, denominada La dorada España, era majestuosa, mucho más grande de lo que ellos habían imaginado. Las chicas exhibían figura y bikini, y algunas aves trinaban alegremente, por lo que todo transcurría según el guion establecido. Cuando ya todo era mar y no se divisaba ni un gramo intervención terrena, dieron por finalizada la huida y se detuvieron para tomar un baño. Ester, que llegaba rogando que parasen desde hacía varias millas por temor de que acabaran arribando en África, fue la primera en zambullirse. Venancio no tardó en seguirla, bien atrezzazo de la balsa hinchable, que se había revelado de una facha magnífica. Patricia permanecía un poco más ausente, mirando sobre la proa. Julio se acercó y comenzó a simular un masaje.

-¿La chica más guapa encoje si se moja?

Patricia sonrió.

-Perdona por lo de antes, a veces soy un poco bruta.
-Todos lo somos… suele salir lo peor de uno mismo en situaciones complicadas… con algún tipo de stress… ¡Como ésta!
-¡¡No, no, no, no, noooo…!!

Julio realizó una maniobra hábil, envolvente, militarmente eficaz: levantó a la joven sin casi esfuerzo y la fijó contra su pecho, puso su mirada vista a popa. Patricia pataleaba, rogaba, gritaba: a Julio le daba igual, sabía perfectamente cómo iba a terminar aquello. Una vez estabilizado, corrió concentrado en sus pasos para que la artimaña no terminara en tragedia, como tantas veces reflejan los telediarios. Y para no oír los ruegos de su dama, gritó; y lo hizo como si fuera un vikingo bárbaro, porque así se sentía entonces. Y saltó: y ambos dibujaron un abrazo sobre un cielo y un mar por geografía africanos pero políticamente españoles. Y la imagen fue bella, digna de alguna postal de San Valentín o, si nos centramos en los acontecimientos, de alguna producción porno de alto presupuesto. Luego llegó la caída, el choque con las aguas, la descomposición de una figura única que se partió en dos. Al final la realidad, la superficie.

-Gilipollas, eres gilipollas ¡mierda, mierda, mierdaaa!…

La cara de Patricia era un poema, la de Julio un emoticono sonriente.

-¿No me digas a que se te va a rizar el pelo?
-La escalera… no la hemos bajado ¿entiendes? Sin la escalera no se puede volver a subir al barco.

Del jolgorio al silencio suele haber un pequeño paso, a veces, si se mide mal, alguno menos. En efecto: sin la escalera no se podía volver a la embarcación, era físicamente imposible, al menos dentro de las limitaciones del ser humano. Pero como el hombre es tozudo, lo intentaron todo. Levantaron a las jóvenes sobre los hombros machos, las lanzaron con todas sus fuerzas hacia arriba, vieron con impotencia como ni llegaban a rozar la barandilla. Sobre la colchoneta hinchable, buscando un impuso que siempre acababa de bruces en el Atlántico. Reptar, arañar el casco, buscar lo imposible. Ver una solución, una salida: escalar por la bandera. Y allí estaba Venancio Urrutia, encaramado a los colores patrios, asido a ella por sus cuatro extremidades, buscando en su memoria primitiva ese instinto que un algún lejano día impulsaba alguno de sus abuelos por los bosques. Julio, que seguía sin asimilar bien su cagada, alentaba con miedo.

-Va, va… tranquilo… vas bien…

Venancio Urrutia era todo concentración, karma. Su físico no era el de un deportista pero se conservaba, digamos, dignamente. Con un impulso reptante consiguió llegar a un par de centímetros del mástil. Se concentró, miró hacia arriba: una brazada más y podría tocarlo. Cerró los ojos, alzó la mano… y la tela de la bandera cedió, dejando caer al actor en un estruendo sobre las aguas. Todo era demasiado claro y evidente: no se podía volver a subir, el mar había pasado a dominarlos a ellos. Y no sólo física, también emocionalmente. Las dos chicas se mantenían aferradas a la colchoneta, con una llorando y la otra maldiciendo. Ya saben, variedad de caracteres.

-¿Por qué tuviste que hacer eso?
-Lo siento, yo no…
-¡Me da igual que lo sientas! Nos vamos a morir… y si no nos morimos José Antonio me va a matar… ¿Me va a pedir el divorcio, sabes?
-Bueno vamos a tranquilizarnos… El puerto no está tan lejos, algún barco pasará por aquí tarde o temprano… nos subirán y nos reiremos de esto tomando un mojito… ¿vale?

Venancio, con diferencia el más entero emocionalmente, intentaba llamar a la cordura.

-Y si no qué ¿eh? ¡¿Y si no pasa nadie qué hacemos, eh?!

Entonces Ester volvió a llorar, esta vez con muchas más fuerza. Su llanto era quebrado, roto, como si de repente un cúmulo de sensaciones a las que nunca había estado expuesta afloraran dolorosamente sobre todo su cuerpo. Ella no era mala persona, más bien todo lo contrario, pero no estaba acostumbrada a sufrir, al menos no de una manera del todo real. Siempre tenía un paraguas, paternal, monetario, siempre había una solución rápida ante cualquier desaire del destino, ya fuera un pantalón que le hacía más culo que el deseado o un novio caprichoso con tendencia saltarse los límites de una relación. Aquello era diferente, era encontrarse ante el mar, ante una inmensidad que lo podía todo, hasta los tentáculos de papá, hasta su concepción de clase.

Julio Álvarez era bien sabedor de ello. Amaba el mar tanto como lo temía y ahora estaba en sus manos. Y no se trataba de una deidad clemente y equilibrada, sino de una fuerza intratable en continua contingencia. Las olas subían y bajaban, el sol empezaba a sentirse cansado, llegaba el frío, lo luna lo hacía más loco. Allá donde se mirase sólo se hallaba infinito, como si la eternidad, en su curso, no quisiera variar nada, como si fuéramos parte de un todo que se mueve al unísono, con un ritmo propio que solo altera la pluma del pentagrama, como si la vida, la realidad, fuera un mismo mar y distintas mareas, como si sólo los que viven en las estrellas pudieran dosificar, al son, soledades y tormentas. Julio Álvarez se sentía inválido, asido aquella balsa de plástico y aire como si fuera lo único verdadero del mundo. Y de alguna forma, sí que lo era. Las horas pasaban y las dos parejas dejaron de hablarse, se dejaron ir por el silencio, por la nana del mar. Pocas cosas conseguían evadir el murmullo de las olas: Sólo Ester y sus lágrimas, cada vez más ajadas y esclavas de un silbido que lo dominaba todo. Y sus pequeños rezos, que otrora hubieran enervado al bueno de Julio pero que esta vez solo le sonsacaron una sonrisilla de pena: si existía algún momento propicio para rezar debía de ser este.

La muerte es caprichosa y si algo la define es que siempre llega. Julio Álvarez la temía, como casi todo el mundo. El temor a la muerte es inevitable en el ser humano, le viene de fábrica, en lo más profundo de su don: los hombres piensan, crean, creen. Analizan, visualizan, sienten, comprenden. El hombre es un animal que entiende, que necesita conocer para sosegarse, para ser uno mismo, para poder respirar. Lo que no se entiende simplemente le da miedo. Y la muerte nunca se comprende. Sólo se sabe que siempre llega, y se ruega por que lo haga de manera repentina e indolora. No hay nada peor que verla venir de frente, poco a poco… y mientras, tú, cuanto más cerca menos la comprendes y cuanto menos la conoces, más temes. Y según te vas enfriando, peor te sientes.

Julio Álvarez rozaba el pánico y, posiblemente, la hipotermia. Al poco de caer la noche, el mar empezó a envalentonarse y los cuatro arribaron barrena: el barco empezó a alejarse. Poco a poco, se fueron quedando más solos, en su colchoneta, que sorprendentemente era quién estaba manteniendo mejor el tipo aquella jornada. Evidentemente no era uno de esos hinchables que te regalan con la pasta de dientes o los cereales, era de mayor calidad, comprada, posiblemente, en la tienda más engalanada de todo el paseo marítimo. Lo curioso es que cuando el barco desapareció ya nadie se quejó ni dijo nada: cuando empiezas a comprender la muerte te dejas de pataleos.

Y esperas un milagro, que a veces aparece. En la oscuridad, en los bajos fondos, en la soga que aprieta y se deshace hasta el último susurro. Cuando ya no veían nada y sólo se intuían a ellos mismos en la noche, surgió el haz. Un pequeño foco les apuntó a la cara, para cegarles y quedarse clavado sobre ellos. Luego la luz les bordeó, la embarcación se detuvo. Era una embarcación mínima, de unos diez metros de eslora, de madera, abierta por la cubierta, de aspecto sucio y nada confiable. Un hombre de raza negra asomó y les dijo algo en una lengua extraña, ellos sólo entendieron que podían subir. Lo hicieron ayudados por las personas que iban a bordo, incluso les hicieron un hueco donde parecía imposible. Allí había unas cuarenta personas, seis de ellas embarazadas, en un espacio exiguo. Sus ropas y sus caras mostraban días y días de sufrimiento, tal vez generaciones enteras, y aun así, entre el temor, se podía desgranar cierta alegría. O, al menos, un bastión en tropezón de anhelos. Porque aquello era, sin lugar a dudas, la patera de la esperanza.

Nuestros cuatro amigos habían cambiado de silencio: de uno desesperanzado habían pasado a uno tenso, de la nada al futuro incierto. Patricia y Ester consiguieron acurrucarse junto a una de las embarazas, que compartió su manta con ellas. La mujer no debía de tener más de dieciséis años y a pesar del rostro de extremo cansancio, tenía luz. Ambas se susurraban cosas al oído, y aunque cansadas, de alguna forma parecían serenas. O al menos, tanto como el resto de sus compañeros. Venancio, por su parte, se durmió al poco tiempo. Sólo había dos personas pernoctadas en la patera: un joven quinceañero que contrastaba su tez de azabache con una divertida cresta verde y él. Seguramente las dos almas más inconscientes, o las más listas: siempre conviene dosificar las fuerzas.

Julio tuvo menos suerte en su posicionamiento, pues un pequeño bloque de madera se le clavaba inclementemente en los riñones. Miró uno a uno a todos los ocupantes de la barcaza y se imaginó cada una de sus historias, todas las horas de devaneos y decisiones tomadas hasta llegar allí. Julio sabía que había un alto nivel de probabilidad de que fueran interceptados antes de tomar tierra, pero no quiso decirles nada. Ni siquiera a Leopold, un senegalés de sonrisa taciturna y castellano profundo, con el que compartió algunas palabras durante el viaje. De verbo atropellado, sus ojos no paraban de soñar.

-España es magnifica… tienes mucha suerte de haber nacido…
-Sí… no está mal… hace sol y dormimos la siesta…
-¿Fiesta? Sí, España sol y fiesta…
-No fiesta no… bueno también. Pero te quería decir siesta. Si-es-ta. Es dormir un rato después de comer…
-Sesta. Qué bueno.

Leopold aún cansado, se esforzaba en sonreír tras cada palabra. Julio le habló de la siesta porque ya tendría tiempo de descubrir los otros detalles. El paro, la vivienda, lo triste y opresor que resultaba todo. El hambre, la marginación, el odio, la cada vez más evidente distancia de clases: Leopold estaba arribando una quimera, y no era cuestión de chafárselo con realidades crueles.

Julio y Leopold siguieron charlando un rato más, haciendo coincidentes sus mecanismos de defensa. Julio le habló de las tapas, del jamón y de lo divertido que era emborracharse por las calles. Le habló de las pequeñas cosas porque las grandes eran demasiado complicadas. Luego, tras hora y media de recorrido, el conductor de la patera les mandó callar: estaban en frente de la playa. Julio despertó a Venancio y se prepararon para desembarcar: debían de realizar los últimos 50 metros a nado. Al levantar la tela del bote y divisar la playa, no se avistó ninguna señal de peligro. Sólo tranquilidad.

Sólo falsa tranquilidad. Al pisar la arena, cuatro furgones de la Guardia Civil aparecieron de la nada, con sus sirenas en grito y sus luces de alarma. Algunos comenzaron a correr, otros levantaron felices los brazos en señal de victoria. Entre los primeros se encontró Venancio, que debió de hacerlo por pura deformación social: lo había hecho tantas veces delante de los antidisturbios que era ver un policía y su cuerpo reaccionaba de forma preventiva. Nunca se había destacado por su habilidad para escurrir los porrazos y esta vez no fue diferente: fue placado contra un suelo que pesaba mucho menos que sus pies.

Julio también corrió, no por defecto sino por no caer en omisión de auxilio. A la derecha de la pequeña playa se ascendía por un árido bosquecillo de matas a un cerro, lo que significaba el más cercano pasaporte a la libertad. Gritó a Leopold que corriera hacia allí, pero un guardia se cruzó en su camino. Sin pensar demasiado en lo que hacía, se lanzó sobre él, liberando al joven somalí, que se perdió en la oscuridad de la colina. Él recibió una buena dosis de proporcionalidad policial, que, a pesar del cansancio, recibió de muy buen gusto. No se contaba con los dedos de la mano los que consiguieron escapar. Por supuesto, el chaval de la cresta verde estaba entre ellos.

Ester y Patricia se creían liberadas, pero nada más lejano de la realidad. La primera incluso abrazó a un policía al tocar tierra y éste, en el caos reinante, hizo acabar con sus huesos en el suelo. Tardaron varias horas en certificar que eran españolas, por lo que tuvieron el dudoso privilegio de conocer de primera mano el frío, hacinamiento y suciedad de los CIEs, esa bienvenida sin retorno que la democrática Europa tiene como bien asestar a sus visitantes no regularizados.  Por  tanto, Ester pudo seguir supurando lágrimas, esta vez con colores de rabia, en una gama doliente que parecía revelarse infinita. Ante su insistencia, consiguieron hacer una llamada al padre de Patricia, Senador de reino, que consiguió que las soltaran al instante. Venancio salió con ellas y fue testigo de excepción cuando Patricia regaló su pomposo reloj a una de las embarazadas. Tal vez ese viaje le haría cambiar su concepción sobre la delincuencia, o tal vez sólo, cuando le puso cara a la ignorancia, redujo su inherente dosis de miedo.

Julio, que fue directo a comisaria, tardó algo más en salir. Lo hizo con cargos nobles, como son, en según qué ambientes, los de resistencia y atentado a la autoridad. Venancio le esperaba con sus cosas en un hostal cercano, ya que las chicas habían dejado la isla sin esperarles: recuperaron el barco y sus vidas, quién sabe si sus matrimonios. Julio y Venancio tardaron todavía algunos días en volver, esclavizados a los designios del low cost, dedicándose a tiempo completo a pasear y respirar, a valorar los roces de la brisa y a buscar a Leopold cuando ya caía la noche. No lo encontraron, como tampoco consiguieron encontrarse a sí mismos, al menos en la misma disposición de antes de comenzar el viaje. El mar y su inmensidad los había empequeñecido y relativizado, les había enseñado la necesidad de encontrarnos y compartir, y sobre todo, lo sencillo que resulta siempre tropezar y naufragar, sin distinción de alcurnia, color o advenimiento, lo cambiante de la vida y sus mareas, lo igualmente pálidos que son nuestros rostros ante la muerte. En fin: la caterva de dudas y átomos que somos todos. 

lunes, 30 de septiembre de 2013

El reflejo del retrovisor


Aquello empezó como tantas otras adicciones: siendo tan sólo un juego. Tal vez fuera la atmósfera somnolienta a embrague quemado, el vals de no acabar de arrancar ni de pararse o el aburrido guiñar de unos semáforos deambulantes a cámara lenta.  Sí, estaban la radio y el móvil, incluso la prensa escrita, pero por encima de ellos y de una forma circulante y repetitiva estaba esa maldita sensación de tiempo baldío, de verse atrapado, día tras día, en una ruidosa homilía de motores sobre frenados. Recuerdo la primera vez con la nitidez que se rememoran los grandes momentos: con pasión, detalle y alguna pequeña dosis de mitificación. Recolocando el retrovisor de mi Laguna Berlina topé con unos ojos verdes, cosidos como sin quererlo a una cara bonita, de esas que se debaten entre el vicio y la armonía, concebidas a la limón entre las sortijas de Channel y los bares de carretera. Me quedé clavado a ellos y, desenfocando el presente me dejé navegar carne adentro, con el subconsciente por timón y la ficción en mar bravío. Y allí estábamos: dos almas errantes que colisionando ante las puertas de un viejo cine. De prefacio dilatamos las disculpas, jugando unos segundos al escondite de miradas; luego, de forma natural, se dejó prender la chispa, la quimérica adecuada. Casi sin quererlo me vi soltando confidencias, compartiendo una película a la que no hicimos mucho caso, entrecruzando pies y caricias bajo las butacas, sonriendo futuros a corto plazo. El final vino cantado:  nos dejamos caer en un lugar de paso, follamos desgarrados como las bestias que somos, cayendo despacio el uno sobre el otro, yo vestido de horizonte y ella, de atardecer.
Fue mi primera vez y fue maravilloso: aquel primigenio paseíto mental cundió hasta bien entrado el garaje. Llegué, incluso, más tarde de lo normal a mi apartamento, ensimismado en la oscuridad de la cochera, en mis bajos pensamientos. Daba igual: bien vale reducirse el descanso si es la mente quién corteja con las sábanas. Aquella experiencia me marcó, fue tan real como lo es cualquier cuento, cualquier película, cualquier deseo: si somos realidades tristes dulcifiquémonos de mentiras. Tardé en repetirlo un par de semanas, pero la frecuencia fue reduciéndose rápidamente, a la vez que se multiplicaban las historias. Cualquier situación y lugar eran sugerentes y sólo había una regla: cada vuelo debía de ser único y diferente. En protagonistas, resolución y posturas a proceder.
Sepa señor lector que vivir en Madrid consiste en vivir en una retención constante, en un atasco que te lleva y que te trae hacia continuos puntos muertos. Que factura tu tiempo de una forma impune y tolerada, sin remuneración ni consuelo: toda un ejemplo de estoicismo moderno no exento de malas vibraciones y vituperios de alcance variado. A mí, lejos de molestarme, está cotidianeidad me resultaba un lujo. Cada dilación era un paseo furtivo, una oportunidad de parapetarme tras el retrovisor, de dirigir una mirada indirecta y morbosa, vacía de responsabilidad y rebosante de minúsculos devaneos eróticos. Lo que partió como una anécdota se convirtió en mi más inconfesable rutina, una rareza mental de ejecución perfecta, riesgos controlados e innumerables beneficios. Cazar un rostro, darle forma y voz, trasnocharla en mi cerebro hacia el más oscuro yo, gracias al más superficial tú. No me miren así; cada uno tiene sus perversiones.
Creo que era martes, aunque podría tratarse de esos días que luego se empeña en desmentir el calendario. Un martes de otoño y luz suave, más cercanos a la primavera que al invierno, por aquello de que el verano es una condición más emocional que climatológica. Lo que si era seguro es que era una martes de Liga de Campeones, porque el afán de las masas por llegar enfrente de sus televisores siempre provocaba el efecto energético contrario: unos embotellamientos infinitos, aderezados por un cuadro costumbrista de nervios, blasfemias y delegados anhelos competitivos. Y como siempre, la frustración de unos es el goce de otros. Para mí, antifutbolero por vocación y deriva moral, resultaba ser un marco fantástico: el último parón había durados más de diez minutos. El sol, ya oculto entre los edificios, dejaba entrever las figuras de manera plácida, sin dejar caerse en los excesos del deslumbre o la incertera oscuridad. Recoloqué mis retrovisores, estiré levemente los músculos del cuello y masajeé durante unos breves segundos mis neuronas; después, alce la vista al reflejo, buscando concretar víctima a lo largo de todos los puntos cardinales ajenos al norte. Miré a un lado, al otro, en las diagonales y al fondo… enfrentándome a un paisaje desolador. Miraras donde miraras no había por donde animarse: solo hombres ensimismados en su réquiem radiofónico, cuerpos goyescos, familias numerosas presuntamente felices, caras tan poco atrayentes que tras dos paradas y tres arriesgados cambios de carril llevaron mi frustrada atención hacia la carretera. La luz caía diluyendo la posibilidades de juego, por lo que me enfurruñé decepcionado, como ese niño que acude feliz al parque de atracciones y el viaje resultante tiene como fin llegar al dentista.
De repente, noté una sensación extraña. Primero estomacal, extracorpórea; luego empírica, basada en el rozamiento automovilístico. El coche que me precedía, un elegante Megane Cuopé Cabrio descapotable, conducía de forma rara, familiarmente extraña, tan ajeno al fútbol como al atasco. Su atención era del todo paradójica: a través de su retrovisor interior un par de faros me observaban incesantemente. Unos ojos negros, subterráneos, mortalmente azabaches. Dos pupilas al carbón que esculcaban todos mis movimientos, desnudando, sin tocarme, intimidad y conciencia: bienvenidos a la fábula del cazador cazado. Bajé la vista turbado, empecé a buscar compulsivamente por la guantera, por su puesto no encontré nada. Volví a alzar los ojos: la mirada seguía prendida, quemándome los huesos. Al retomar el contacto visual, comenzó a bajar suavemente el espejo, enseñándome primero su sonrisa y luego su escote, finamente encorsetado a un vestido rojo. Vi la salida cuando arrancamos de nuevo, abriendo la posibilidad a la maniobra, al traqueteo de intermitentes en la búsqueda de nuevos caminos. No lo hice, por motivos de bloqueo y seguridad vial: no anda el bolsillo para fiestas y un movimiento en falso hubiera supuesto unos cuantos euros de chapa y pintura.
Tras unos pocos metros, la circulación volvió a pararse, y no sólo en términos de carretera. Mi corazón, la tierra, el tiempo. Todo pareció congelarse mientras ella abría la puerta de su Cabrio azul y caminaba, con paso firme y corcheas en las caderas, hacia mi pequeño castillo errante de cuatro ruedas, que pasó de búnker a cabaña de cartón en unas pocas décimas de segundo. Era una mujer de porte alto, de esas de caminar gallardo y cierta superioridad para con el mundo: seguramente la típica jefa que mantiene a sus subordinados en una doble tensión de morbo y miedo. Me hizo un gesto para que bajase la ventanilla, obedecí al instante; ella espetó tranquila, señalando un bar que se encontraba a unos 30 metros:
- La Orquídea. Tiene unos baños bastante limpios… Deja el coche en doble fila, no suele pasar nada… -Se mordió suavemente el labio- Sólo tienes que pedir un café ¿Te apuntas, guapo?
Asentí por inercia y sin palabras, con el crédito y la conciencia en algún universo paralelo. Desde luego, en un mundo que nos empuja a perder, no hay nada más desconcertante que ver algún sueño cumplido. Al volver a arrancar, el coche se caló un par de veces. La masa pitó enfurecida, pero no tenía yo en ese momento el alma para devolver insultos. Cambie de carril inseguro, con los nervios en jarana viva, sin tener bien claro adonde conduciría todo aquello. Pensé en renunciar y seguir mi camino, pero a veces, la curiosidad posee un magnetismo inquebrantable. Al detenerme, ella ya se encontraba cruzando el umbral de La Orquídea; yo, amilanando, seguí su camino suspendiendo cada paso, hasta el quicio de esa puerta que conducía al parnaso de los baños. Entré y me absorbió el huracán, vestido en trazos de guirnaldas rojas. No recuerdo hacer nada porque ella lo hizo todo: me arrastró, revolvió mis prendas, me subió, me bajó, incluso creo que llegó a pegarme. Sus labios, redentores, fueron redibujando mi cuerpo, hidratándolo en caricias y mordiscos mientras el vaho dibujaba caóticas estelas en los azulejos; mis ojos, nublados, eran sus uñas en mi cuerpo, el roce, un vez juntitos el uno al otro por dentro trazando canción y morbo en el vaivén de la embriaguez mutua. No sé cuanto duró, ni si estuve a la altura, por su puesto no dejó su nombre. Yo, extasiado, me abrigué unos minutos en el descanso de la perversión cumplida.
Pagué el café todavía en vuelo, mientras en paralelo empezaba a desaparecer buena parte del contexto, tanto emocional como físico. Me explico. Lo sorprendente al retomar de la realidad de la calle no era que no hubiera ni rastro de ella, ni que el tráfico se hubiera vuelto de súbito liberado, lo chocante es que tampoco estaba mi coche. Lo revelador es que tampoco estaban las llaves en mi bolsillo. No sé que dolió más, si el desbarate material o el emotivo, saber que todo aquello no había sido magia casual sino una farsa de un grupo cuidadosamente organizado. La banda del polvete, como era conocida entre los ambientes policiales, había pertrechado más de cien robos utilizando esta técnica. Yo, tardé varios meses en obtener otro vehículo y abandoné para siempre mi gusto por el tráfico, por sus devaneos mentales y mentiras a puerta cerrada.
Dejando, las ensoñaciones, para el metro.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Pies de foto: Nueva York


Para bien o para mal, el tiempo tiene la costumbre de ir cambiando los conceptos de sitio, mudándoles de raíz y significado. A las palabras, como los seres vivos, no les queda otra que ir adaptándose a los tiempos para asegurar su supervivencia. La ciencia lo denomina cambio semántico y los ejemplos son muchos: la melancolía era en sus inicios la bilis negra, las azafatas servían a las reinas, se utilizaban personas como máscaras y las catástrofes sólo sucedían en los terribles desenlaces de las obras de teatro. La primera representación escrita del concepto libertad se cree que es la palabra sumeria Ama-gi, con idéntico significado que nuestro libertas: “volver a la madre”. Los anglosajones, siempre con las emociones más recatadas, tienen su freedom en unos anhelos bien distintos: “amar”. Para nosotros siempre ha significado liberación, en los múltiples ámbitos en los que la opresión anda suelta. Libertad como catarsis y fuga, como escapatoria de algo: de dioses censores, de tiranos de sangre y ralea, de ideas que nos yacen como dueños o banderas que ni nos nacen, ni nos sienten y que mucho menos representan… libertad  como ruptura, pero también como desarrollo: de nuestro yo, con sus ideas, idas, venidas, contradicciones y miedos. De poder elegir, el derecho a equivocarse por uno mismo. De ser uno mismo. De respirarlo. Comprenderlo. Disfrutarlo.

En paralelo y de puertas afuera, la libertad lideraba contumaz revueltas y sueños, siendo jirón, estela, voz y sentido; dando ala al exiliado para en sus cenizas remover barro y cielo, humanizando a tinta o a sangre leyes, mitos, culturas, mentes e instituciones a obedecer: La libertad como avatar de cambio. Y también de progreso, por esa concepción tan temporal nuestra de que lo bueno siempre va hacia delante. Lo que es indudable es que siempre va, así que entre que los decenios emborronan la mente y que el eslogan era bueno, los nuevos opresores se quedaron con la palabra creando todo un colapso textual con los viejos oprimidos. Generando el anticuerpo del virus que les mata. Vemos así como hay libertades de mercado, con potestad de regular el precio del hambre.  O guerras por la Libertad (con su correspondiente Robin: la democracia), como una mediática forma de asesinar en traje. Incluso nos dicen como hay que vivirla o dosificarla, cómo interpretarla, por dónde anda su camino o las ingentes cantidades de acciones que hay que tener para gozarla de forma plena. Minándola de alma y significado. Conclusión fotográfica: la libertad ha quedado reducida a una calle, el lugar donde se homenajean las historias muertas.

¿Y por dentro? ¿Estuvo alguna vez? ¿Somos libres en nuestros actos, en nuestras decisiones, en nuestros sentimientos? ¿Conduce el consciente o el subconsciente? ¿El sujeto? ¿El contexto? ¿Las heridas? ¿Las consecuencias? ¿El deseo? ¿Somos uno o somos todos? ¿Elegimos? ¿Nos escogen? ¿Farsa? ¿Realidad? ¿Forma? ¿Reflejo? ¿Oasis o Universo? ¿Dónde está la libertad?

Unos dirán que en todos tus días y en cada uno de tus pasos, en tu firma errante. Otros la tildarán de mentira piadosa y cuento griego, de morbo y perversión. Y en medio un arcoíris, como todos los días. Tal vez sería bueno retomar la raíz, Ama-gi, volver a la madre: hacernos conscientes de que somos uno porque somos parte de todo. Y para ese todo verla, y dirigirla desde dentro: en el hilillo que conecta el corazón con tu cerebro.










Mires donde mires todo queda a contraluz de la bandera, como si la vida fuera un rectángulo pareado: En su barra, calma; en su sueño, estrella. La patria como madre y fe, súbita santa y seña: mira alto, trabaja duro, en América todo es posible. Es inmaculada, confesora, edén, tragaluz de idiosincrasia; no se cansa, no gobierna, tan sólo te sangra… Capaz de juntarlos a todos; aunque ni te alimente, ni te cure, ni te albergue; aunque sólo seas un reducto bancario y te eche a morir a parnasos ajenos; y te cultive en el odio y el miedo de tener que aplastar para ser el primero. Aquí nadie la discute, ni los pobres, ni mucho menos los ricos ¿Por qué? Por esa cultura que nos nace y moldea y de la que es tan difícil deshojarnos. Por las gestas, las canciones, la tradición y sus metáforas, porque nadie quiere estar solo. Porque si somos algo, somos también sus triunfos y su épica, sus lágrimas de estaño, su eterna memoria. Y porque nos abriga, nos lo cuenta todo: lo que vale, lo que pone, el patrón a sonreír, la guarida de los malos. Sosiego y meta, verdad y camino recto: tenga su casa, su familia, su coche, su perro; compre, trabaje, sonría, sea bueno, American life style, la Babilonia de los necios.






Digamos que concebía la vida en líneas, como límite fronterizo a las decisiones. Desde niño había sido muy cauteloso a la hora de cruzarlas, bien sabedor de que algunas de ellas, una vez traspasadas, nunca tienen vuelta atrás, dejándote frente a un abismo de incertidumbre del que nadie te garantiza salir mejor parado. Por ello, concentraba muchos esfuerzos vitales en evitar esas líneas y su endemoniado motor de cambio, lo que le hacía vivir en un estado de tensión pasiva constante; con catastróficas consecuencias para su cabello. Sólo había una zona de seguridad, su apartamento, sesenta metros cuadrados libres de trazos y decisiones. Fuera de allí las tentaciones eran inmensas por la ingente cantidad de líneas existentes, tanto en formas como en intensidades. Nuestro amigo las había estudiado en profundidad, llegando incluso a clasificarlas. Las más fuertes son las paralelas, con rocosos anclajes al suelo, con sus verdades, su mesura, su trabajo fagocitario, sus modales de normalidad. También están las oblicuas, con su bipolaridad, sus marcados frentes, sus clubes de amigos enemistados, con su relación de buenos y malos, con sus derechos y deberes, y universos paralelos.  Las diagonales, con su evolución y su progreso; con sus esperanza, su decadencia, su construcción ajena y propia, con su aliento, su caída, sus sorpresas, con su memoria y sus arrugas abiertas, sin su marcha atrás. Luego están las espirales con su aire loco, sus mordiscos, su tormenta, su droga; con su adrenalina a vena rota y sus poemas online al oído; con sus carreras, sus vuelos, su astilla, su barro; con las mil y una vueltas que llevan al amor y al olvido. Las intermitentes, aquellas que casi no vemos y cruzamos todos los días, como causa física de que sin decisión no hay movimiento, y vivimos en alta velocidad.


Para mantener a estas impredecibles líneas dentro de un margen de confortabilidad, nuestro protagonista había desarrollado una recias rutinas, agrupadas en ciclos de siete días, como estribillos estacionales. Feliz, inmutable, eterno. Pero no, la vida es cambio y a veces llega el imprevisto y las líneas te cruzan a ti, volteando vida y obra, dándote de bruces con el abismo. Lo vemos en la imagen, donde podrían confluir dos tipos de líneas arquetípicas de nuestros tiempos, de esas que se rozan fácilmente. La primera física, policial, paralela; aquella que nunca debes cruzar si quieres ser de los nuestros, aunque realmente no seas de los suyos. Es la raya que te marca el sistema; amenaza y golpe. La segunda, más profunda, diagonal; te pega por dentro: te deja sin casa, sin dignidad, sin aliento. Te saca del juego por la parte de atrás, sin galones de sueño o rebeldía, como una sub especie de ser humano. Nuestro amigo, en su inacción y prudencia, siempre evitó el peligro más recurrente: la diagonal hipotecaria. No así la carcoma, la dejadez, la gravedad del tiempo. El edificio de su casa se dejó caer, enterrando bienes materiales y de concepto, volando sin ciencia cierta su mundo de seguridad. Fin de la calma, fin del aliento. O no. O sólo un comienzo. Si es listo reenfocará las líneas, sus aristas y equinoccios, sus posibilidades. Y verá que sin nada que perder, siempre amanece al otro lado.







La luz se opone a la oscuridad como concepto y como necesidad porque como en tantas otras historias de amor la una sin la otra carece de realidad y sentido. La luz es vida, calor, seguridad, el lado amable de las cosas. La oscuridad, por su parte, desafía nuestro subconsciente hacia un posicionamiento de incertidumbre y alerta, avivando miedos, temores y puñaladas alevosas por la espalda. Por ello, el ser humano ha buscado siempre contrarrestar la noche, hacerla un poquito más día, como esos amores que tanto queremos y que nunca dejamos de intentar cambiar.  Inventamos la empatía pero nos obcecamos por transformar la vida a la vara de nuestro ojos, con presunción de verdad y carestía de freno. Se empezó con el fuego por supervivencia, la noche aplastaba al hombre, por aquel entonces un depredador de clase obrera. Se contaba cada luna por mil y una amenazas; ajenas, propias, lúcidas y ciegas… y aquella tenue luz de las llamas sosegaba ambiente y cerebro, creando el clima necesario de descanso, sueño y futuros por devenir. El fuego se fue sofisticando, y aparecieron antorchas, velas, lámparas de arcilla y aceite. Llegó la electricidad y por fin pudimos verlo todo, haciendo el día y la noche a nuestro antojo con el pequeño sol de una bombilla. Las calles, los caminos, las acequias: fuimos iluminándolo todo, dejando los ciclos naturales, el equilibrio del amor a nuestro antojo: somos dos sí, pero yo marco los ritmos. La fotografía es de Time Scuare, el ejemplo por donde andamos, ya más centrados en la compraventa de almas y necesidades que en aliviar temores. Como en tantas historias, tan orgullosos de lo que somos que no nos damos cuenta de lo que nos perdemos siéndolo: de tanto dar la luz apagamos las estrellas. 





Si Nueva York es la ciudad de los sueños, Estados unidos es la nación cliché. Me explico: cuando normalmente viajas a un país, lo haces bajo un paraguas de estereotipo cultural que se suele alejar bastante de la realidad, más dada a matices y complejidades. Por lo tanto, no es tan fácil ver un mariachi en México o un burka en países árabes como Túnez o Marruecos; así como en España ni la afición a los toros es tan mayoritaria, ni comemos tres paellas al día. En la misma línea hay franceses que no besan bien y alemanes con aptitudes para el chiste, pasando por chinos sin media hostia o argentinos comedidos. Siempre pasa: te pones a sumar individualidades y se te emborrona el supuesto colectivo. 

Pues bien, Norteamérica sería la excepción de la que bebe la regla. De alguna forma, todo cumple en su forma y fondo, a la imagen que Hollywood nos ha instalado en el cerebro con una cookie audiovisual. Llegas, interactúas, y comienzas a experimentar una sensación extraña. Al rato caes: todo fluye como te lo habías imaginado, lo que supone una sensación compartida de desconcierto, incredulidad y miedo; vives tu propio show de Truman. Así, los policías son gordos, las camareras de los Dinners tienen pinta de solteronas, los colegiales llevan un cándido Tim en la frente y no ves un negrata suelto sin aires de hip-hop en sus caderas. Los tonos, los gestos, formas de ser, acciones y situaciones: todo te resulta familiar. Desde las expresiones que no entiendes hasta sus infinitos rascacielos, pasando por sus relativos cafés o su onanismo patrio. Parece que ya has estado allí pero realmente nunca lo has hecho, moviéndote entre un deja vu perturbador y la tensión propia de los desbarros mentales: ya te estás viendo inmerso en alguna persecución con tiroteo y explosiones, o enfrentando al amor en cámara lenta. Físicamente te imaginas un país inmenso, donde todo es (de ser y estar) concebido a lo grande, funcionando a la perfección. 

Llegamos al escenario de la fotografía, al ejemplo. Central Park, lugar que podría denominarse como la madre de todos los parques, o al menos como el más profesionalizado de ellos. Todo es perfecto. Los deportistas son musculosos y espectaculares, los músicos excelsos, los humoristas dignos del mejor club de la comedia y las familias paseantes parecen sacadas de una campaña publicitaria. Los árboles son bonitos y los lagos brillantes, e incluso no se debe fumar: con las normas llega el morbo de respirar lo prohibido. Y un extra para friquis: si te pierdes un poco es probable que encuentres a Woody Allen deambulando por allí, si tiene un buen día lo mismo hasta te cuenta un chiste. 

Los tópicos morales también los puedes ir respirando: la enfermedad del consumo, la obsesión por la estética, los delirios mesiánicos, el show and business. Su burbuja, moral y financiera: sus barras y estrellas siempre dispuestas a salvar a un mundo que ni conocen, ni les importa. En Estados Unidos todo funciona como en la teoría, salvo por una cosa: son gente maja. Amables, educados, sonrientes. Cercanos e incluso cómplices, si la falta no es muy grave. En fin, personas humanamente agradables. Algo objetivamente positivo, y que luego no lo es tanto. Que a uno, con su revolución y sus prejuicios, tanta simpatía le deja un mal sabor de boca. Como de querer odiar y no poder. Menudos tiempos de mierda.