Julio miraba el
mar embrujado, como si todas las cosas adquirieran significado en el roce
lejano del cielo con las aguas. Sereno, saboreaba cada ola intensamente, sonriendo
con la mirada unas gotas que tras sufrir la represión del espigón de piedras,
saltaban y acudían a morir a los bajos fondos. Luego volvía al infinito y se
regodeaba en él: los océanos y mares eran la única prueba fehaciente de que el
hombre no podía controlar la tierra. Podíamos acudir y robar, construir sobre
ellos; atravesarlos y marcar sus límites, pero nunca dominarlos. Porque el mar
es libre y hegemónico y no consiente que nadie varíe su nana de luna, su turquesa
metáfora de que todo fluye y nada dura, de que subes y bajas hasta que se
diluye la espuma en un siempre inoportuno arenal. Para Julio Álvarez el mar era
la vida misma, entendiéndola como algo natural y orgánico, lejos de los
arquetipos reglados que tienden a dominarlo todo, a encauzarlo y a sellarlo en
una senda de alquitrán y buenas maneras, de la siempre mal llamada civilización.
Para él, nuestro planeta estaba conformado por tres cuartas partes de pureza y
una de tierra, por ese quiste racional que supone el ser humano y sus formas, por
su aliento de progreso depredador de entornos. Aunque había nacido en interior,
siempre tuvo cierta envidia de la gente que sufría su dependencia, por
considerarla como la adicción más hermosa del mundo. Sus pensamientos se
pararon porque apareció una mano y acarició su barba, todavía húmeda tras el
último baño.
-Así que estabas aquí…
-Escondiéndome un
poco, a ver si me encontrabas...
A la voz la seguía un pelo lacio caoba, unos labios gruesos, una mirada felina. Julio Álvarez la besó y se inclinó hacia atrás, dejando espacio para que pudiera sentarse entre sus piernas. Luego comenzó a besarla por el cuello muy despacio, con sus labios en un movimiento suave de ventosa, melódico, de causa-efecto: el vello de la joven se erizó hasta terminar gimiendo en un respingón involuntario, hasta girar en sonrisa y abalanzarse sobre él, dando pistoletazo a las hostilidades, a la más venial de todas las guerras: la de un suave balanceo de introspección mutua, arañazos, mordisquitos, jadeos y demás beligerancias del placer. La contienda duró poco, ya que apareció en escena un mediador, no por esperado, menos enfriador de ambientes.
-¡Qué pareja! ¿A surcar los mares?
La voz era de Venancio Urrutia, coautor existencial de Julio en casi todos los órdenes que la vida permite compartir. Apareció sonriente, rosado por un sol que le había acariciado sin ambages, portando una enorme caja con una pequeña balsa hinchable en su interior. Junto a él, con un top y un collar de apariencia hippie y precio aristocrático, estaba Ester, que trazó dos besos sobre la cara de Julio sin casi llegar a tocarla. Patricia miró su reloj, de un contorno mucho mayor que alguna de las repúblicas bálticas:
-Rodolfo nos tiene preparado el barco a las 11… ¿Desayunamos algo en el paseo?
El Caribeño era un bar relajado, casi tántrico, con un ritmo propio. Hay lugares en el mundo que son propicios para el drama y los desencuentros; otros para la alegría y el jolgorio, y aquel, sin duda, pertenecía al segundo grupo. Sus ceniceros eran unos simpáticos cocos revestidos con unos refranes de la tierra como leyenda, y aquella era una tierra muy alejada de todo, un segundo mundo a distancia equidistante entre el primero y el tercero, cogiendo las virtudes de cada uno y dejando a la subjetividad propia el paso del tiempo. Venancio hizo ademán de meterse uno en la mochila, pero Julio le apeló:
-Tronco…
-Tú mira para allá y déjame a mí…
El para allá era la máquina de tabaco y lo digno de mirar eran las figuras de Patricia y Ester, en plena compra de unos palitos incandescentes de fumar. Si la sensualidad tuviera algún icono, alguna imagen con la que mostrarse al mundo de una manera arrebatadora e incontestable, debería ser una muy parecida a esa. Si no para todo el universo, al menos sí para el mini cosmos de las industrias tabaqueras. A la vuelta, ya con los cuatro inmersos al café y la manzanilla, se les acercó un joven africano con su zurrón relleno dvds pirata. Venancio flipó, pues la primera de las películas era un desconocido título español donde había tenido el lujo de trabajar: salía quince segundos y hasta contaba con una frase, que hubieran sido tres y media de no ser por un montajista un poco cruel.
-Ésta… ¿Cuánto?
-Dos por cinco
euros…
-Pues dame a ver…
Venancio, Ester y Patricia se divirtieron buscando el film complementario, revisando carátula a carátula, mareando en busca de la excelsa ganga escondida. Tal breva no cayó, pero acabaron comprando ocho títulos, ganándose un pseudo documental de El Mundo sobre la Guerra civil como regalo, rebajando cada título a un ratio de 1,8 euros por adquisición. Con la excitación resultante de una compra donde tu aguda percepción te dice que has ganado al vendedor, aunque esto nunca suceda realmente, llegó la alarma. Y Ester explotó.
- Mi cartera… joder… ¡me ha robado la cartera!
-¡¡El puto
negro!! –Patricia consiguió definirse a sí misma con unos fonemas récord.
Mientras se tocaba compulsivamente los pantalones y buceaba por el bolso, Venancio salió escopetado hacia la puerta, con la intención de placar al africano, que había desaparecido del bar hacía sólo un instante. Julio se quedó petrificado y buscando con la mirada a una Patricia que sacó a reflotar todos sus demonios, amén de sacrificar la alcurnia.
-Escoria… si es que son todos iguales… Sólo vienen aquí a robar… mírate bien en el bolso cariño…
-Bueno tampoco
habría que…
-Habría que
matarlos a todos.
Julio, en un alarde de rapidez mental y buena disposición de las prioridades, obvió este último comentario y buena parte de sus principios y corrió torpemente hacia la puerta del bar. Al llegar al paseó giró a izquierdas y derechas. A unos 20 metros, junto a la puerta de una tienda de souvenires, Venancio Urrutia y otro hombre maniataban al vendedor en el suelo. Otra familia y una pareja de ancianos miraban con desprecio la escena, aderezada con una banda sonora de improperios y descalificaciones. Una vez fijados, Julio se iba dirigir a ellos, pero su mente se congeló y su cuello giro 180 grados de manera casi involuntaria. Y lo vio claro: ahí, a la vista de todos, sobre la máquina de tabaco, en la mismísima puerta: la rosácea cartera de Ester casi parecía reírse en su cara. Como decíamos El Caribeño sólo era un lugar propicio para alegrías y jolgorios.
Como del pecado al arrepentimiento sólo hay una luz sin demasiados pasos, Venancio Urrutia intentó dilapidar su violento error con un poco de dinero: veinte euros de propina para el joven, cuyos ojos brillaban con un eléctrico resplandor ante el radical giro en los acontecimientos. Aún así, se mostró tan agredido que parecía él el verdadero culpable: debe ser duro vivir en una tierra a la que le cuesta tanto adoptarte, que sólo tiene ojos en los errores y, tan pocas veces en los aciertos, siempre dados como asumidos y obligatorios. Quien no salía del susto era la pobre Ester, que ya había empezado a anular sus tarjetas.
-Tía… que fuerte… que sofoco, madre mía… es que con estas cosas lo pasas tan mal… no se lo deseo a nadie.
-¿Entonces a este
le dejamos vivo, no?
Julio dijo esto
mirando a Patricia y dibujando una sonrisa de difícil interpretación.
-Ya me dirás quién habría sido si no…
-¿Nadie?
-Si hubiera
tenido que ser alguien hubiera tenido que ser él…
-Ya estamos… ante
la duda a lapidar al pobre.
-¡Anda, mirar, se
me había olvidado! Esta noche son los Óscar… Penélope… que guapa. Yo trabajé
con ella en un corto, ella hacía de transexual yonqui y yo era su alter
ego masculino en las ensoñaciones previas a su operación…
La capacidad de Venancio Urrutia para desviar los temas de conversación incómodos era admirable, una habilidad nunca remunerada y desde luego digna de estudio. Tras esta interrupción, muy bien apoyada por unas imágenes en el televisor, estuvo hablando más de diez minutos seguidos. Después, ya nadie se acordaba del incidente con el joven africano, al menos en la falsedad del disimulo. Porque Julio Álvarez nunca enterraba del todo ese tipo de comentarios. Venancio, bien sabedor de esto, le chistó entre dientes:
-Afloja Durruti… que éstas todavía tienen que pagarnos el billete de vuelta.
Aunque no lo
crean, los caminos de Julio y Venancio, de Ester y Patricia, se habían cruzado hacía
sólo en par de días. Los dos amigos acudieron a tomar una copa a la sala Clamores,
que contaba con la siempre majestuosa actuación del saxofonista Pedro
Iturralde. Él, escritor en frustración creativa y su amigo actor concatenado al
paro, solían encontrar consuelo en el jazz, en el libre y desenfrenado baile de
sus notas, en su siempre improvisado universo paralelo. Tras el concierto dos
mujeres que sobrepasaban con elegancia la treintena se les acercaron a
juguetear, en un alud de indirectas y falsas intenciones. Sus físicos,
afrodisiacos, pasados por el quirófano para introducir unas incontestables
mejoras, fueron calentando las mentes de nuestros dos intrépidos amigos, que se
encargaron de caldearlas en una contra partida de tequila y Gin-tonics, blancas bebidas que hacen volar hasta
las mentes más grises. Caducaron los
bares pero no el ingenio y las ganas, así que el ático que poseía Venancio
Urrutia en la cercana calle de Cardenal Cisneros se encargaría del resto:
náufragos a la par, camino de buen puerto. Pero la cosa se complicó, o se
enredó, o un poco de ambas. La noche se partió del dos a dos al uno contra uno,
y todas las partes disfrutaron de una manera colectiva, como si nunca antes lo
hubiesen hecho, como si fuera la última vez. Gustó tanto que Patricia les
invitó a pasar junto a ella y su amiga el
resto del fin de semana en una casa de verano que tenía con su marido en
Fuerteventura. Obviamente él no se encontraría allí: pasaba la semana entera en
las islas Fiji cerrando una importante transacción comercial. Y según ella,
“follando con alguna zorra libanesa, son las que más le ponen”. Venancio, que
se pasó todo el vuelo jactándose de sus habilidades como patrón marino,
heredada de una dinastía familiar de mariscadores, terminó por convencer a
Patricia para que salieran a pasar el día a la mar, cerrando el círculo narrativo
de contextualización dramática.
El día, sin ser un homenaje al mesiánico sol, se contaba muy despejado. Venancio manejaba con soltura el barco mientras fumaba feliz sobre su cenicero con forma de coco. La embarcación, denominada La dorada España, era majestuosa, mucho más grande de lo que ellos habían imaginado. Las chicas exhibían figura y bikini, y algunas aves trinaban alegremente, por lo que todo transcurría según el guion establecido. Cuando ya todo era mar y no se divisaba ni un gramo intervención terrena, dieron por finalizada la huida y se detuvieron para tomar un baño. Ester, que llegaba rogando que parasen desde hacía varias millas por temor de que acabaran arribando en África, fue la primera en zambullirse. Venancio no tardó en seguirla, bien atrezzazo de la balsa hinchable, que se había revelado de una facha magnífica. Patricia permanecía un poco más ausente, mirando sobre la proa. Julio se acercó y comenzó a simular un masaje.
-¿La chica más guapa encoje si se moja?
Patricia sonrió.
-Perdona por lo de antes, a veces soy un poco bruta.
-Todos lo somos… suele
salir lo peor de uno mismo en situaciones complicadas… con algún tipo de
stress… ¡Como ésta!
-¡¡No, no, no,
no, noooo…!!
Julio realizó una maniobra hábil, envolvente, militarmente eficaz: levantó a la joven sin casi esfuerzo y la fijó contra su pecho, puso su mirada vista a popa. Patricia pataleaba, rogaba, gritaba: a Julio le daba igual, sabía perfectamente cómo iba a terminar aquello. Una vez estabilizado, corrió concentrado en sus pasos para que la artimaña no terminara en tragedia, como tantas veces reflejan los telediarios. Y para no oír los ruegos de su dama, gritó; y lo hizo como si fuera un vikingo bárbaro, porque así se sentía entonces. Y saltó: y ambos dibujaron un abrazo sobre un cielo y un mar por geografía africanos pero políticamente españoles. Y la imagen fue bella, digna de alguna postal de San Valentín o, si nos centramos en los acontecimientos, de alguna producción porno de alto presupuesto. Luego llegó la caída, el choque con las aguas, la descomposición de una figura única que se partió en dos. Al final la realidad, la superficie.
-Gilipollas, eres gilipollas ¡mierda, mierda, mierdaaa!…
La cara de
Patricia era un poema, la de Julio un emoticono sonriente.
-¿No me digas a
que se te va a rizar el pelo?
-La escalera… no
la hemos bajado ¿entiendes? Sin la escalera no se puede volver a subir al
barco.
Del jolgorio al silencio suele haber un pequeño paso, a veces, si se mide mal, alguno menos. En efecto: sin la escalera no se podía volver a la embarcación, era físicamente imposible, al menos dentro de las limitaciones del ser humano. Pero como el hombre es tozudo, lo intentaron todo. Levantaron a las jóvenes sobre los hombros machos, las lanzaron con todas sus fuerzas hacia arriba, vieron con impotencia como ni llegaban a rozar la barandilla. Sobre la colchoneta hinchable, buscando un impuso que siempre acababa de bruces en el Atlántico. Reptar, arañar el casco, buscar lo imposible. Ver una solución, una salida: escalar por la bandera. Y allí estaba Venancio Urrutia, encaramado a los colores patrios, asido a ella por sus cuatro extremidades, buscando en su memoria primitiva ese instinto que un algún lejano día impulsaba alguno de sus abuelos por los bosques. Julio, que seguía sin asimilar bien su cagada, alentaba con miedo.
-Va, va… tranquilo… vas bien…
Venancio Urrutia era todo concentración, karma. Su físico no era el de un deportista pero se conservaba, digamos, dignamente. Con un impulso reptante consiguió llegar a un par de centímetros del mástil. Se concentró, miró hacia arriba: una brazada más y podría tocarlo. Cerró los ojos, alzó la mano… y la tela de la bandera cedió, dejando caer al actor en un estruendo sobre las aguas. Todo era demasiado claro y evidente: no se podía volver a subir, el mar había pasado a dominarlos a ellos. Y no sólo física, también emocionalmente. Las dos chicas se mantenían aferradas a la colchoneta, con una llorando y la otra maldiciendo. Ya saben, variedad de caracteres.
-¿Por qué tuviste que hacer eso?
-Lo siento, yo
no…
-¡Me da igual que
lo sientas! Nos vamos a morir… y si no nos morimos José Antonio me va a matar…
¿Me va a pedir el divorcio, sabes?
-Bueno vamos a
tranquilizarnos… El puerto no está tan lejos, algún barco pasará por aquí tarde
o temprano… nos subirán y nos reiremos de esto tomando un mojito… ¿vale?
Venancio, con
diferencia el más entero emocionalmente, intentaba llamar a la cordura.
-Y si no qué ¿eh?
¡¿Y si no pasa nadie qué hacemos, eh?!
Entonces Ester volvió a llorar, esta vez con muchas más fuerza. Su llanto era quebrado, roto, como si de repente un cúmulo de sensaciones a las que nunca había estado expuesta afloraran dolorosamente sobre todo su cuerpo. Ella no era mala persona, más bien todo lo contrario, pero no estaba acostumbrada a sufrir, al menos no de una manera del todo real. Siempre tenía un paraguas, paternal, monetario, siempre había una solución rápida ante cualquier desaire del destino, ya fuera un pantalón que le hacía más culo que el deseado o un novio caprichoso con tendencia saltarse los límites de una relación. Aquello era diferente, era encontrarse ante el mar, ante una inmensidad que lo podía todo, hasta los tentáculos de papá, hasta su concepción de clase.
Julio Álvarez era bien sabedor de ello. Amaba el mar tanto como lo temía y ahora estaba en sus manos. Y no se trataba de una deidad clemente y equilibrada, sino de una fuerza intratable en continua contingencia. Las olas subían y bajaban, el sol empezaba a sentirse cansado, llegaba el frío, lo luna lo hacía más loco. Allá donde se mirase sólo se hallaba infinito, como si la eternidad, en su curso, no quisiera variar nada, como si fuéramos parte de un todo que se mueve al unísono, con un ritmo propio que solo altera la pluma del pentagrama, como si la vida, la realidad, fuera un mismo mar y distintas mareas, como si sólo los que viven en las estrellas pudieran dosificar, al son, soledades y tormentas. Julio Álvarez se sentía inválido, asido aquella balsa de plástico y aire como si fuera lo único verdadero del mundo. Y de alguna forma, sí que lo era. Las horas pasaban y las dos parejas dejaron de hablarse, se dejaron ir por el silencio, por la nana del mar. Pocas cosas conseguían evadir el murmullo de las olas: Sólo Ester y sus lágrimas, cada vez más ajadas y esclavas de un silbido que lo dominaba todo. Y sus pequeños rezos, que otrora hubieran enervado al bueno de Julio pero que esta vez solo le sonsacaron una sonrisilla de pena: si existía algún momento propicio para rezar debía de ser este.
La muerte es caprichosa y si algo la define es que siempre llega. Julio Álvarez la temía, como casi todo el mundo. El temor a la muerte es inevitable en el ser humano, le viene de fábrica, en lo más profundo de su don: los hombres piensan, crean, creen. Analizan, visualizan, sienten, comprenden. El hombre es un animal que entiende, que necesita conocer para sosegarse, para ser uno mismo, para poder respirar. Lo que no se entiende simplemente le da miedo. Y la muerte nunca se comprende. Sólo se sabe que siempre llega, y se ruega por que lo haga de manera repentina e indolora. No hay nada peor que verla venir de frente, poco a poco… y mientras, tú, cuanto más cerca menos la comprendes y cuanto menos la conoces, más temes. Y según te vas enfriando, peor te sientes.
Julio Álvarez rozaba el pánico y, posiblemente, la hipotermia. Al poco de caer la noche, el mar empezó a envalentonarse y los cuatro arribaron barrena: el barco empezó a alejarse. Poco a poco, se fueron quedando más solos, en su colchoneta, que sorprendentemente era quién estaba manteniendo mejor el tipo aquella jornada. Evidentemente no era uno de esos hinchables que te regalan con la pasta de dientes o los cereales, era de mayor calidad, comprada, posiblemente, en la tienda más engalanada de todo el paseo marítimo. Lo curioso es que cuando el barco desapareció ya nadie se quejó ni dijo nada: cuando empiezas a comprender la muerte te dejas de pataleos.
Y esperas un milagro, que a veces aparece. En la oscuridad, en los bajos fondos, en la soga que aprieta y se deshace hasta el último susurro. Cuando ya no veían nada y sólo se intuían a ellos mismos en la noche, surgió el haz. Un pequeño foco les apuntó a la cara, para cegarles y quedarse clavado sobre ellos. Luego la luz les bordeó, la embarcación se detuvo. Era una embarcación mínima, de unos diez metros de eslora, de madera, abierta por la cubierta, de aspecto sucio y nada confiable. Un hombre de raza negra asomó y les dijo algo en una lengua extraña, ellos sólo entendieron que podían subir. Lo hicieron ayudados por las personas que iban a bordo, incluso les hicieron un hueco donde parecía imposible. Allí había unas cuarenta personas, seis de ellas embarazadas, en un espacio exiguo. Sus ropas y sus caras mostraban días y días de sufrimiento, tal vez generaciones enteras, y aun así, entre el temor, se podía desgranar cierta alegría. O, al menos, un bastión en tropezón de anhelos. Porque aquello era, sin lugar a dudas, la patera de la esperanza.
Nuestros cuatro amigos habían cambiado de silencio: de uno desesperanzado habían pasado a uno tenso, de la nada al futuro incierto. Patricia y Ester consiguieron acurrucarse junto a una de las embarazas, que compartió su manta con ellas. La mujer no debía de tener más de dieciséis años y a pesar del rostro de extremo cansancio, tenía luz. Ambas se susurraban cosas al oído, y aunque cansadas, de alguna forma parecían serenas. O al menos, tanto como el resto de sus compañeros. Venancio, por su parte, se durmió al poco tiempo. Sólo había dos personas pernoctadas en la patera: un joven quinceañero que contrastaba su tez de azabache con una divertida cresta verde y él. Seguramente las dos almas más inconscientes, o las más listas: siempre conviene dosificar las fuerzas.
Julio tuvo menos suerte en su posicionamiento, pues un pequeño bloque de madera se le clavaba inclementemente en los riñones. Miró uno a uno a todos los ocupantes de la barcaza y se imaginó cada una de sus historias, todas las horas de devaneos y decisiones tomadas hasta llegar allí. Julio sabía que había un alto nivel de probabilidad de que fueran interceptados antes de tomar tierra, pero no quiso decirles nada. Ni siquiera a Leopold, un senegalés de sonrisa taciturna y castellano profundo, con el que compartió algunas palabras durante el viaje. De verbo atropellado, sus ojos no paraban de soñar.
-España es magnifica… tienes mucha suerte de haber nacido…
-Sí… no está mal…
hace sol y dormimos la siesta…
-¿Fiesta? Sí,
España sol y fiesta…
-No fiesta no…
bueno también. Pero te quería decir siesta. Si-es-ta. Es dormir un rato después
de comer…
-Sesta.
Qué bueno.
Leopold aún cansado, se esforzaba en sonreír tras cada palabra. Julio le habló de la siesta porque ya tendría tiempo de descubrir los otros detalles. El paro, la vivienda, lo triste y opresor que resultaba todo. El hambre, la marginación, el odio, la cada vez más evidente distancia de clases: Leopold estaba arribando una quimera, y no era cuestión de chafárselo con realidades crueles.
Julio y Leopold siguieron charlando un rato más, haciendo coincidentes sus mecanismos de defensa. Julio le habló de las tapas, del jamón y de lo divertido que era emborracharse por las calles. Le habló de las pequeñas cosas porque las grandes eran demasiado complicadas. Luego, tras hora y media de recorrido, el conductor de la patera les mandó callar: estaban en frente de la playa. Julio despertó a Venancio y se prepararon para desembarcar: debían de realizar los últimos 50 metros a nado. Al levantar la tela del bote y divisar la playa, no se avistó ninguna señal de peligro. Sólo tranquilidad.
Sólo falsa tranquilidad. Al pisar la arena, cuatro furgones de la Guardia Civil aparecieron de la nada, con sus sirenas en grito y sus luces de alarma. Algunos comenzaron a correr, otros levantaron felices los brazos en señal de victoria. Entre los primeros se encontró Venancio, que debió de hacerlo por pura deformación social: lo había hecho tantas veces delante de los antidisturbios que era ver un policía y su cuerpo reaccionaba de forma preventiva. Nunca se había destacado por su habilidad para escurrir los porrazos y esta vez no fue diferente: fue placado contra un suelo que pesaba mucho menos que sus pies.
Julio también corrió, no por defecto sino por no caer en omisión de auxilio. A la derecha de la pequeña playa se ascendía por un árido bosquecillo de matas a un cerro, lo que significaba el más cercano pasaporte a la libertad. Gritó a Leopold que corriera hacia allí, pero un guardia se cruzó en su camino. Sin pensar demasiado en lo que hacía, se lanzó sobre él, liberando al joven somalí, que se perdió en la oscuridad de la colina. Él recibió una buena dosis de proporcionalidad policial, que, a pesar del cansancio, recibió de muy buen gusto. No se contaba con los dedos de la mano los que consiguieron escapar. Por supuesto, el chaval de la cresta verde estaba entre ellos.
Ester y Patricia
se creían liberadas, pero nada más lejano de la realidad. La primera incluso
abrazó a un policía al tocar tierra y éste, en el caos reinante, hizo acabar
con sus huesos en el suelo. Tardaron varias horas en certificar que eran
españolas, por lo que tuvieron el dudoso privilegio de conocer de primera mano
el frío, hacinamiento y suciedad de los CIEs, esa bienvenida sin retorno que la
democrática Europa tiene como bien asestar a sus visitantes no
regularizados. Por tanto, Ester pudo seguir supurando lágrimas,
esta vez con colores de rabia, en una gama doliente que parecía revelarse
infinita. Ante su insistencia, consiguieron hacer una llamada al padre de
Patricia, Senador de reino, que consiguió que las soltaran al instante.
Venancio salió con ellas y fue testigo de excepción cuando Patricia regaló su
pomposo reloj a una de las embarazadas. Tal vez ese viaje le haría cambiar su
concepción sobre la delincuencia, o tal vez sólo, cuando le puso cara a la
ignorancia, redujo su inherente dosis de miedo.
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