miércoles, 24 de marzo de 2010

El eje (III)

De repente, el cansancio desapareció. La salida al exterior daba a una carretera de montaña angosta y no muy bien asfaltada, con el cutre gusto propio de las redes secundarias. Aún así, Ernesto por fin empezó a sentirse bien: el aire acogedor no entiende de estéticas y sí de sensaciones. Decidió caminar siguiendo la dirección de una brisa simbólica, por el mero placer de dejarse llevar. El lomo del monte se erguía redondeado y apuesto, dejando entrever unas rutas que esquivaban a las escobas y al cantueso, reinas florales del contexto por motivos propios.

A Ernesto se le cambió la cara tras sortear el primer valle. Una fila de casas antiguas, con tejados de pizarra y hombros de adobe, se descolgaban de manera juguetona por la ladera. En primera línea, una pequeña ermita daba la bienvenida al pueblo. El típico cartel con el nombre de lugar se encontraba desenfocado, movido al estilo de una fotografía sobreexpuesta de luz, y dejaba transcribir, mediante formas que se asemejaban al humo espeso, la forma de las nueve y cincuenta y nueve. Ni había nombre, ni hacía falta: aquel lugar era el pueblo de su padre. A Ernesto se le empezaron a amontonar imágenes por la cabeza, imágenes de verano, de baño, de todos los sueños, de todo el tiempo,...de lo malos que éramos con la noche, y de lo buenos que éramos con el mundo despierto... Imágenes que olían a pan con miel, a empanada, a hogaza de leña y a café de puchero... y de repente se paró en su padre. Hacía tiempo que Ernesto no pensaba en él, lo que era bastante extraño. Desde que murió, hacía ya unos tres años, no había día en el que Ernesto no recabara en su padre. Realmente empezó a admirarlo públicamente, sin rubor, desde su muerte.

Rubén, como se llamaba, fue un caso raro en la aldea, extraordinario, ya que, en tiempos donde solo existía el campo, consiguió una beca continuar sus estudios. Favores de otras épocas, donde esfuerzo y talento necesitaban de padrino para poder desplegar las alas. Obviamente no desaprovechó la gracia, salió licenciado y, para bochorno de su mecenas, terminó trabajando de abogado laboralista. De esos de chaqueta de pana y retrovisores a sus espaldas, por temor y precaución ante los amigos de infamia, sobrinos de Cristo-rey. Rubén, como tantos, tuvo su época de héroe, de carreras ante los corceles grises, de caídas y detenciones, del horror de días enteros en la Dirección General de Seguridad. A pesar que mucho de aquello sonara a historieta trasnochada, era éste el lado preferido que Ernesto tenía de su padre. Curiosamente solo llegó a conocer el otro, el de centrista en lo político y liberal en lo económico, amén de déspota ocasional en lo concerniente a su casa. Eso les separo un poco en vida, como un velo apoltronado que no les permitía tocarse del todo. Con su separación, el velo se había roto.

Luego recayó en la herida, que seguía fluyendo, de una manera casi imperceptible, con su tenue color amarillo muerte. Se internó en la villa, que representaba un aspecto desértico en lo relativo a la fauna y de una normalidad absoluta en lo relativo a todo lo demás. Las casas, superpuestas las unas sobre las otras, iban flanqueando una cuesta muy pronunciada, que a su vez se iba rozando con el lomo de la sierra. Ernesto veía todo aquello como lejano y familiar: los chopos, el olor a ganado, las fuentes defendidas a hierro y espada por escuadrones de abejas. La vista podría abrirse hasta el infinito sin encontrar apenas errores propiciados por la mano del hombre. Era todo un ruido silencioso de vida, un murmullo tenue que abrigaba sin llegar a molestar.

Ernesto daba por sentado que allí no encontraría a nadie, pero una vez más se equivocó: nunca había sido hombre de buenas intuiciones pero en su nuevo estado de conciencia ya las había perdido por completo. Ya alcazaba la casa de sus abuelos, cuando observó una figura. Estaba a unos veinte metros, junto al célebre manantial de Tío Castrado, juntando sus labios con los de la fuente. Ernesto se acercó despacio y la figura se tornó, resultando ser mujer, cicatriz en alma y reminiscencias de depresión perenne…

- ¿Carmen?
- ¿¡Leni!?…

Leni era uno de las muchas sinécdoques a las que Ernesto había hecho frente a lo largo de su vida. En su juventud, vivió el orgullo de clase como si fuera suyo, llegando a ocupar puestos significativos dentro de las Juventudes Comunistas de Madrid, viviendo con todo pero imaginando que no tenía nada. Sus conversaciones, verdaderos alegatos revolucionarios (ya hablara de la subida del IPC, las fiestas patronales o la canción del verano), le bautizaron como Lenin. Los Simpsons y algún canuto hicieron que todo eso degenerara en Leni. El pobre Leni

- Estás vivo… y aquí…

Lo que siguió fue un abrazo que duro milenios pero que podía haber durado toda la eternidad. Ernesto y Carmen permanecieron pegados con tanta fuerza que debieron plegar el tiempo sobre sus mentes, porque por sus cabezas volvía a ser verano. Estaban los dos, y había una hoguera, y estaba Yago sobre el carro intentando que funcionara el casete de aquella vieja radio. Y Melissa, y Jaime, y Víctor… todos cantaban como si invocaran a un Baco tan borracho como ellos, como si de verdad nunca existiese mañana y todo durara un momento. Había chistes y cómodos silencios, y batucadas de cajón flamenco, y alguna pelea, y algún que otro beso, y Ernesto y Carmen, siempre en primer plano, siempre de contexto, mirándose de soslayo a los ojos, valiéndose del tiempo…

- Niña… que bien que estés por aquí…
- No sé… subí a por agua para comer… o eso creo… la verdad que no vi a nadie para la mesa… me da igual. Me siento libre ¿sabes? Como si no pesara nada…

La risa de la niña provocó también cierta levedad en Ernesto. Para él, realmente sólo había existido ella. Nunca habían estado juntos, pero siempre habían estado cerca. Carmen había sido musa en tiempos de poeta, sueño en tiempos de añoranza y decepción en tiempos de duda. Había algo de ella que estremecía a Ernesto, que lo descolocaba oblicuamente, que lo llenaba de un desierto de resaca de varios días. La adoraba tanto que nunca había podido gozarla, por el vértigo propio de la perspectiva. Sólo era libre en su cabeza. Y allí, perdido, había vivido mucho más que la mayoría, porque allí sólo jugaba lo perverso. Y lo más curioso, aquellos sueños también tenían reverso, pues Carmen tenía idéntica devoción por él. Y sobre todo por sus ojos. Cuando sendos pares se cruzaban, ambos sentían que sobraba todo, a la par que veían en la mirada del otro el alumbre de dos focos contra la ceguera del mundo. En esos momentos, ninguno se atrevió a arriesgar por un premio mayor, por cobardía o por celo, o simplemente porque las cábalas del universo nunca les concedieron pleitesía, ya saben, envidia y duelo. Bueno, una vez, hubo una bajada de guardia con gesto:

Ernesto ya no recordaba el motivo exacto, pero fue un día que se reunieron unos cuantos amigos del pueblo en Madrid. La noche salió como una de tantas; con mucha borrachera, mucho cántico, mucha batalla ganada y algún subtexto con mensaje. A la despedida, en el cara a cara de los besos, sus labios se buscaron tímidamente, llegando a palparse con suavidad ante sorpresa de uno, mini ataque de histeria de la otra y total desconocimiento e indiferencia del resto del grupo. Luego, se fueron alejando. Con las circunstancias, con la pereza, por el peaje temporal que es la vida misma… Carmen se casó, se divorció, tuvo dos abortos, un hijo y una crisis neurótico-paranoide. Llegó tan cansada a su segundo matrimonio, que no le quedó más remedio que ser feliz. Ernesto estuvo a punto de enlazarse dos veces: en una decidió irse al bar y en la otra decidió irse a casa cuando pasaban ya cinco horas de la convenida con el funcionario. Ese día descubrió la justicia poética y decidió quedarse solo. Trabajó como periodista hasta que ningún grupo de comunicación quería contratarle, naufragó como novelista tras un primer buen libro y acabó de traduciendo una especie de novelas rosa que la Junta de Castilla y León repartía por todas las residencias de su Comunidad. Eso, el güisqui, la cocaína, las prostitutas de origen eslavo y sus enfermedades crónicas de pulmón, rodilla y estómago, pueden definir la vida de un Ernesto que se fue difuminando a cada golpe, hasta convertirse en un recuerdo deformado de sí mismo. Su aspecto terminó siendo cansado, con bastantes años ganados al calendario. Carmen, por su parte, había ganado algunos kilos en la tranquilidad de sus últimos años y se la veía con una tez más serena. Aún así, ni rozaba sus tiempos de plenitud: era otra promesa rota.

-¿Damos un paseo? ¡Sí! ¡Un paseo! Vamos al Pinar seco… ¡No! ¡A la Rodada! ¡Vamos a la Rodada!

Sin duda, la Rodada era uno de los pocos lugares del mundo a los que Ernesto podía querer con sinceridad, sonriendo relajado. Uno de los pocos sitios donde no había un mal recuerdo, ni razones para odiar. Se encontraba aproximadamente a un kilómetro del pueblo, bajando por el camino que llevaba al río. Era una especie de mirador natural escondido entre las montañas, una abrupta cabeza enquistada al lomo. Si te internabas por ella y descendías por sus paredes y llegabas sin esguince alguno a las filas de matojos secos, tenías tu premio. Lo que podría ser la prominente nariz finalizaba en una especie de banco de pizarra natural, dejando panorámica al bailecillo geológico. Allí, sentado o puesto en pie, - o emulando con esperpento aquel titánico vuelo-, podías sentir al mundo. Su latido, su levedad, su infinito, su incomprensible razón. Para Ernesto tenía tanto valor, que siempre le había parecido el lugar con las formas más poéticas para el suicidio.

-¡Vamos, porfa!

Carmen cogió la mano de Ernesto y en pequeños saltos le rogó que empezaran la marcha. Ernesto arrancó despacio y dilató todo lo que pudo el roce físico con Carmen. Incluso, le pareció que el viejo cosquilleo aleteaba otra vez a sus anchas.

-Bueno… y… ¿qué tal todo?
-Bien… Voy a trabajar en el Reina Sofía… Estoy muy contenta…
-¿De conservadora?
-De segurata. Estoy en el Guernica de diez a seis… me dijeron que mi curriculum fue clave… que así me implicaría más en defender la obra.
-¿Sigues pintando?
-Que va... joe… se me daba bien ¿verdad?
-Era tú vida…
-Ya… pero era irreal. No tenía el talento necesario… solo se me daba bien.
-A mí me gustaba.
-No eras objetivo… Además, el artista siempre fuiste tú…
-Eso no sé si es bueno o malo…
-Es diferente.
-No lo quisiste para ti… (Ernesto fijo sus ojos pero Carmen retiró la vista). Ni te imaginas lo que me costó decirte aquello.

Carmen cogió fuerzas, retomó el contacto visual.

-¿Te parecieron el lugar y las formas?
-Fue como surgió…
-¿En un tanatorio y con una carta?
-¿Me hubieras dejado hacerlo de otra manera?
-No lo sé…
-Desapareciste. Ni móvil, ni fijo, ni ostias. No me dijiste nada.
-Alejarme de ti formaba parte del acuerdo…
-No volví a escribir una línea ¿Sabes? Ni un puto poema. Me secaste…

Carmen intentó contestar, pero no pudo. Bastante tenía con intentar contenerse. Primero una lágrima, luego otra… y luego el llanto, hondo, animal, como las borrascas que arrasan pueblos, que secan aldeas. Lloraba con un efecto reversible, pues su tez pareció volverse más limpia y fina: cada lágrima emanada abrillantaba su rostro y oscurecía el cielo, que al ritmo de los gritos de la niña, iba pintándose de negro y estrellas doradas. Ernesto la abrazó con fuerza hasta apagar el llanto contra su pecho: esos labios no habían nacido para llorar. Para entonces, la luna ofrecía ya todo su brillo, que siempre resulta suficiente.

-Lo hubiera dejado todo ¿Sabes? Lo hubiera mandado todo a la mierda… todo. No hubiera necesitado nada más… sólo a ti… solo a ti. ¿Sabes que no he dejado ni una noche de soñar contigo? ¿Y sabes cuánto dura realmente cada sueño? Diez minutos. He pasado media vida viviendo diez putos minutos al día… ¿Sabes cuantos minutos tiene un día? Mil cuatrocientos cuarenta. He vivido una proporción de diez minutos cada mil cuatrocientos cuarenta…

Y entonces, Ernesto la volvió a ver. La misma mirada que le había consolado diez minutos al día durante casi mil años. La misma mirada cerrada, picante, los mismos ojos reflectantes que mostraban al mundo en miniatura y al alma humana en su máximo esplendor. La misma mirada que justificaba todo. La niña. Carmen.

-¿De verdad?

Fueron dos palabras y a Ernesto se le luxó todo el sistema digestivo, que en efecto de honda fue desestabilizando todo el cuerpo. Una náusea que ni si quiera recordaba pero que ocupó su lugar con la naturalidad del que nunca se había ido. Del que vuelve a casa. Y, como antaño, volvió a caer en bloqueo, en negro, en nervios. En el silencio. Como siempre.

Como nunca. Carmen había ido acercándose de manera imperceptible, ínfima. Infinita hasta el choque, hasta el primer beso. El beso que te abre la puerta a otro mundo y te encierra en un pareado de rima consonante. Y fue donde tenía que ser, al pie de la Cabaña del cura.

El beso duró siglos, pero a ninguno dejó satisfecho. Siempre se puede mejorar, y a ello se dispusieron de manera entusiasta. Convirtiéndose una perfecta máquina engrasada, en un pareado de dos esclavos: cuando alguno de sus labios, en deserción, trataba de despegarse del otro, la respuesta era un arrebato de pasión iracunda de todo el cuerpo, que se negaba al son de las masas agitadas, de las revueltas que llevan a algún lado. Los ojos tornaban lascivia, las manos naufragaban a su antojo, los cuerpos se buscaban con descaro. Luego, volvía la calma, las caricias, lo etéreo de sentirse el uno con el otro. De respirarse, de explorar y nunca creer verlo todo, de volver a la furia y acabar con sus cuerpos en el suelo. De mirarse y sonreír, de boca al cielo.

-Mira Leni, hay lluvia de estrellas…
-Yo estoy bien. Que se lo pida otro…

A Carmen se le escapó un volcán, tomando forma en sonrisilla placentera.

-¿Por qué has tardado tanto en hacerlo?
-Bueno creo que lo has hecho tú…

Ernesto sacó la lengua a Carmen, que le contestó con un manotazo cariñoso.

–No sé… lo imaginé muchas veces… hubo un tiempo en que pasaba horas imaginándote, imaginándonos… despertando juntos, haciendo la compra, en la playa, en el sofá, en algún rincón lejano de la India, encerrándonos en una habitación semanas enteras… qué sé yo…eran otros tiempos. Supongo que llegué a idealizarte demasiado, y eso me bloqueaba…
-Vamos, que no tuviste huevos…
-Tú tampoco hiciste mucho…
-¡Nene! No digas eso… yo me acerqué siempre mucho más a ti que tú a mí. Ibas siempre con ese rollo de la política, el comunismo no se qué, la sociedad que habíamos creado, lo mierda e hipócritas que eran todos… todo te parecía mal… Y cuando empezaste a publicar… estabas ido… te creías el Ché o Jesucristo, o los dos en una versión postmoderna y toxicómana… te perdiste… Ya casi no dedicabas tiempo a hacernos reír Leni,…y eso era lo que te hacía más mono, que a pesar de ser un genio hacías el payaso para hacernos reír… Yo ya había demostrado cosas en su día…
-Eras demasiado pequeña...
-Siempre lo he sido… entrar ahí, a vivir en tú cabeza, no…
-Al menos yo no te habría pegado…
- El sarcasmo lo tienes intacto.
-Perdona…
-Da igual… ¿Sabes? Nunca conseguí pillarme tanto como contigo. Nunca. Ni cuando decidí no cogerte el teléfono, ni cuando me casé, ni cuando aprendí a ser feliz. Nunca fue igual.
-Supongo que con esos años todo se vive de distinta forma.
-O que nadie me volvió a escribir nunca nada... jo… como era la carta…
- Cógeme como si fuera un papelillo.
Miénteme.
Llámame bobo.
Vacía el tiempo, no dejes que corra.
Deja que tus rizos jueguen con el viento.
Eres un tablao.
Un golpe de rabia.
La princesa que heredó la calle
y escupió al cielo.
Dame bola, gitana,
que me pierdo,
que yo te quiero...
Y quiero que me esparzas sobre ti,
ser cocaína y polvo de tu cuerpo.
Y que me lleves lejos.
Cosido siempre a ti,
mi niña flamenca de terciopelo
.

Cuando se utilizan las palabras adecuadas, no queda más que decir. Ernesto y Carmen comenzaron a besarse muy despacio. Sus labios se entrelazaban de manera suave, acercándose y alejándose, estirándose, mordiéndose, abriendo sus puertas a unas intrépidas y juguetonas lenguas que se retorcían musicalmente mientras buscaban hundirse cualquier gramillo de saliva ajena. Al unísono, las manos descendían lentamente por ambos torsos: se buscaban, se juntaban, huían en busca de nuevos mundos erógenos, se glorificaban de encontrarlos, de explorarlos, de activar suspiros y jadeos. Todo empezó siendo un reposado movimiento, un vals de dos cuerpos que se habían anhelado tanto como la luna y su reflejo, y que se habían demacrado en relación a la distancia que les separaban. Se encontraban por fin libres. Luego, una vez tanteado el alma, fluyó el animal, fluyó el sexo. Fluyó el caos y el calor: las ropas volando por el antiguo huerto, para sembrarse sobre él, para decorarlo y hacerlo un poquito más de ellos. Y por fin se sintieron dentro, el uno del otro, en acompasado balanceo, fluyendo a ritmo y compás, como sólo saben hacerlo los versos: en mordiscos, caricias, arañazos y besos. En la sinfonía de tormenta, un solo rayo a dos palmadas del cielo.

De repente, Carmen palpó recayó en una extraña sustancia, que definiría como sangre coagulada de color amarillo muerte. Pensó en obviarla. Luchó con todas sus fuerzas por ello. Se creyó vencedora. Y explotó.

-¡Joder, lo has vuelto a hacer! ¡Mierda! -Carmen se miraba las manos con unos ojos indecisos entre el pánico, el asco y la más dolorosa de las decepciones.
-Es una herida que no sé… pasé por un desfiladero…
-¡¡¡Cabrón!!!

Carmen lloró y corrió desnuda hacia una puerta vallada que delimitaba el recinto que un día fue considerado como suelo sagrado. Desapareció con relativa lentitud y Ernesto no movió ni un solo músculo. Estaba inmovilizado, la herida sangraba con fuerza, todo se derrumbaba en una horrible sensación de dolor. No un dolor físico, sino existencial. Un dolor magnético, un alud mental que tensaba sus articulaciones, que las quebraba una a una; un dolor que sólo podía preceder a un cambio de jerarquías, a un nuevo siglo que observas nacer desde el salón de tu casa mientras el televisor confirma que no estás invitado a formar parte de él. Ernesto vio desaparecer a Carmen bajo el más odioso de los cansancios. Luego, empezó a llover sobre sus ojos, sin saber muy bien si las lágrimas provenían de la atmósfera o de su propia alma. Cuando pudo levantarse, empezó a caminar de forma automática: bajó por el camino de las pozas, siguió senda abajo, ni si quiera miró de reojo al viejo carro de bueyes. Y llegó a la Rodada con una decisión en firme. Una decisión que no llevaría ruido, ni grandes frases, ni si quiera anecdóticos recuerdos. Sólo había un dato, una rebelión. Lo iba a hacer como no había hecho nada antes en su vida: metódicamente. Bajaría el primer tramo de escobas con rapidez. Cuando la senda desapareciera, se descolgaría por el muro, sin precaución ni duda: nada importarían ya las ortigas y los cardos, eran puñales de otros tiempos. Luego reduciría el paso, afrontaría la última fila de cantueso con solemnidad: abordaría el frontal de la rodada, miraría al frente, saltaría.

Al final, más que saltar, Ernesto fue asaltado. Primero con un fuerte golpe en la parte anterior de su pierna derecha, lo que le obligó a clavar las rodillas contra el suelo. Intento girarse, y un objeto extremadamente duro y alargado le volvió a agredir, doblegando a su cuerpo en escorzo contra el suelo. Lo poco que vio: un par de botas militares, un enorme torso, una gorra alarmantemente picuda, una especie de furgón abombado que cambiaba de color a cada rayo de luz. Y algo que se amplificó y deformó sobre su cabeza en las agónicas milésimas siguientes. Una voz, un ruido:

-Otro con demasiado sueño.

jueves, 4 de marzo de 2010

Dos mitades

Creo que soy
la mitad de lo que temo;
el matiz de lo que busco,
el arrabal
de lo que encuentro,
la otra mitad,
lo que pienso y sueño,
lo que tantas veces me digo
y luego callo,
lo que me invento,
lo que sé,
lo que quiero creer,
lo del otro lado del espejo,
lo que quiero ver,
lo que luego veo...
las ansias de jugar
en un mundo acicalado para serios.
Tú,
las canalladas que nos gasta el viento,
el coraje que un día perdí,
mi absurdo bloqueo,
un niño que apuesta
a sereno y viejo...
y que luego se le quiebran las tablas
con unos ojillos bien puestos.
Que se empeña en mirar
como si de verdad existiese un cielo,
como si para no naufragar
hubiera que vivir en un cuento
lejos de la realidad,
a años luz del suelo,
siendo de la bóveda
un lunar
bailando por el universo.
Con licencia para huir,
con una explicación por miedo,
con un hilo invisible,
cosido a ti,
que un mal resbalón y de cabeza al infierno...
que el alma de equilibrista
lleva de serie unos riesgos,
que sólo duermen al reír,
al resplandor de lo nuevo,
de lo que llega y lo que queda por venir,
de no acabar nunca el lienzo,
de sabernos improvisar
un alud a besos,
un camino sin final,
lo que nunca se puede olvidar,
la media mitad
de un mismo comienzo.