miércoles, 4 de marzo de 2009

Pies de Foto: SINTRA

Sintra se esconde a escasos kilómetros de Lisboa, sobre un valle equidistante entre la leyenda y los caminos propios. Sus dádivas tendrás que ir descubriéndolas, nunca se muestran solas: a través de senderos, túneles, alternativas boscosas al cemento imantado. Y así, siendo tan brújula como peregrino, la irás cocociendo, te irás haciendo a él y a sus castilllos de Mouros y a sus Palacios de Regaleira, a su forma de ir acotando el mundo en infinitas murallas. Una vez dentro, escucharás sus voces, sus viejas historias: siempre hay una niña en una curva para un ánima desencontrada. Y quién te dice que no merece la pena parar.


El ser humano se define por su celo, por la defensa de sus cosas. Conservar lo propio, aumentarlo, ir a más. Son constantes que nos unen con nuestro pasado más primitivo, que nos engarzan al futuro más irremediable. Una cerca, la puerta de casa, la más monumental de las murallas. Nos ocultamos y defendemos porque sabemos que de no hacerlo alguien tomará nuestras cosas y las hará suyas para seguir creciendo. Por eso nos protegemos, a los nuestros y a nosotros, con el precio de despreciar y temer a los demás ¿Y por qué lo hacemos? Muy sencillo: tememos al prójimo porque nosotros actuaríamos igual. ¿O no?

Hacer un alto, quedarse entre dos aguas, fumar un cigarrillo. La vida, el día a día, los momentos importantes, las dudas: la constante elección. Estamos demasiado orgullosos de nuestra libertad como para prestarle atención a las contrindicaciones: con cada gesto, cada decisión, cada giro en el camino nos condena a dejar atrás otras sendas, a veces sin posible retorno. Por eso es bueno tomarselo con calma, sopesar las cosas, nublarse la vista con un presunto cigarrillo. Parar el tiempo y esperar, saborearlo un poco, quedarse sobre el puente. Que luego viene el recuerdo... y ahí no hay vuelta atrás.



Parece que no, pero los vaqueros casan perfectamente con la naturaleza. Sin agresión, todo lo hace: por mucho que te esfuerces nunca vas a poder desentonar con tu madre, siempre hay algo que te cose a ella. Porque está ahí para ayudarte, en tu socorro: y si no puedes ver, ella te regala una piedra. Con vistas al infinito, a la belleza, con toda la perspectiva que necesitas para poder hallar tu camino. Sube despacio y ten cuidado de no caerte. Porque, una vez arriba, las decisiones ya son sólo tuyas: Alzar las manos al cielo, dictar sentencia; verlo todo, cumplir las promesas; sentarse a pensar, quedarse dormido; mirar abajo y saltar, conocer lo prohibido.



Probablemente la cámara no está baja y esto sólo sea la mirada de un duende asustado. Salió de día, como los niños malos, y se encontró de bruces con un par de turistas. Lo ve todo más verde porque su vista exalta lo bello, lo que merece la pena mirar. El resto lo deja al blanco y negro sin quererlo: sus ojos nublan lo que no entienden. Y lo que menos, el mapa: nunca podría orientarse de no ver la disposición de cada árbol. El ser humano ofrece la otra cara: para poder orientarse debe matar unos cuantos. Pero tranquilos, los duendes no entienden de venganzas. Ni en Sintra, ni en ningún otro lugar. Si les dejas un poco tiempo, matarán el miedo y te llevarán donde tú quieras. Y al final, por la cuenta que les trae, lo más rectito hacia la puerta.

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