Mandaban las circunstancias pero Paquito España seguía viéndose incómodo con traje y corbata. Anudó el lazo varias veces sin encontrar ningún conato de armonía por lo que asumió llevar un borrón negro bajo la garganta. Los trajes son unos ropajes caprichosos y eligen muy bien la planta que los lleva, pudiendo elevarte a una grandilocuente estampa o denigrante a un sucedáneo castizo de Charles Chaplin. Dependía de tú físico, pero también de tu alma: hay personas que la tienen de chándal y otras de aleaciones más nobles, entre Armani y Christian Dior. Paquito andaba más ajustado al primer grupo que al segundo, pues entre sus virtudes no se encontraba la clase. Tampoco la proporcionalidad pues su aspecto hubiera sido otro si la chaqueta no superara con creces su talla, por mucho que intentara disimularlo con un par de dobleces. Su cara tampoco favorecía el cuadro: parecía la de la peor de las resacas, sólo que el día anterior no habían pasado más que un par de carajillos por su garganta. Su móvil sonó, anunciando al otro lado al bueno de Venancio Urrutia.
-Paco, ya salgo.
-Vale, voy bajando.
Paquito España recogió una hoja de la impresora y se la guardó en el pantalón. Había estado con aquellas letras toda la noche y apenas había podido escribir un par de párrafos. Por muy natural que esta sea, es muy difícil hablar de la muerte. Forma parte de la vida sí, pero sigue siendo demasiado ajena a todo lo que conocemos. Para Paquito, habían sido ya demasiados siglos derramando teorías para explicar y sosegar su incertidumbre de fundido a negro, y ninguna había llegado a convencerle del todo. Pensaba que la muerte era sólo eso, muerte, como clímax final al drama de la vida. No pensaba que hubiera nada más allá, ni si quiera que lo hubiera habido antes. No hay que buscarle un significado porque ya lo tiene: ponerle el punto y final a las cosas. Aquello sin duda era una losa existencial sobre sus hombros, pero había aprendido a llevarlo con soltura. Entendía y envidiaba aquellos que sí creían, pues cuentan con una cota de malla inquebrantable contra el dolor, y eso puede ser clave ante los envites de la vida. A otros, como a Paquito, les tocaba recibirlos a pecho abierto, sin un cuento de hadas al que aferrarse, con un Godot que nunca llega. Por eso las palabras no salían, por eso se apagaba la retórica y la teoría. Aquella noche, la mente clamaba suspensión. Antonio Fuensanta, Toño, un viejo amigo de Paquito, había finalizado ciclo, de súbito planeado, como una vieja ménade de la soledad.
Venancio Urrutia, en el momento de recoger a Paquito con su irreductible Renault 21, no reflejaba mejor cara.
-Así que al final no pudisteis verlo.
-Que va… en el tanatorio decían que imposible… parece ser que tiene la cara destrozada…
-Joder… el suicidio fijo ¿no?
-Sí, Ramón dice que hasta ha dejado un video… él no lo ha visto aún, lo tiene la policía…
-Vaya mierda… y yo hace un mes la bronca que le eché por quinientos putos euros… joder.
-Da igual tío, hay cosas que sólo son cuestión de tiempo.
Paquito y Venancio llegaron muy pronto a la Almudena, por lo que la necrópolis se encontraba prácticamente vacía. Solamente saludaron a un par de personas, con las que tampoco guardaban gran confianza. La hora, poco más de las ocho y cuarto de la mañana, daba una pequeña luz de serenidad en el cementerio. Los primeros rayos se colaban entre las cruces de las tumbas y los mausoleos más antiguos, dejando una extraña sensación de equilibrio, como si nada pudiese turbar lo que allí se guardaba. A Paquito le gustaban los cementerios porque valoraba su silencio, su contención brumosa, su aire a unos tiempos mejores, su lección de relatividad. Los camposantos mantienen vivos los miedos y tabúes que se han ido escorando en los demás órdenes de la vida por lo que de alguna forma todavía se soportan sobre los hilillos del misterio, como si fueran sus puertas las mismas que las de la muerte y hubiera que ir callados para no toparse con ella. Como si la única barrera entre tú y la parca fuera el silencio.
Silencio para despedir a Antonio Fuensanta como antítesis al día que se conocieron, en los bulliciosos tiempos de la okupa de Embajadores. Paquito llevaba allí más de un año y ya era uno de los hombres más ilustres de la casa. En las horas en las que no embotaba su cerebro se dedicaba a escribir y dirigir unas obras de teatro que luego representaban en el Centro Cultural del barrio, que contaba con unas instalaciones bastantes decentes. La calidad literaria de las mismas dejaba algo más que desear. Un día de marzo aparecieron con una cámara un par de estudiantes de Comunicación Audiovisual con el objetivo de hacer un documental sobre cómo era la vida allí. Paquito, que andaba sin hacer nada, se ofreció para guiarles y pronto estableció una gran conexión con Toño, que a primera vista le pareció “un enjuto ser batido con el don de la desgracia”.
Eso sí, con un toque especial para poner la cámara, para tambalearnos con la imagen y poseernos, para sentir en nosotros su dolor paciente. El documental, estrenado en la propia okupa, fue un éxito, aunque sólo le valiera a efectos morales, lo académico sólo valoró un escurridizo siete y medio. Toño fue haciéndose un asiduo visitante, entre otras cosas por la mutua admiración que había surgido entre Paquito y él. Uno admiraba la consecuente vida del primero, que a su vez veía al segundo como un diamante en bruto. Sin duda tenía los conocimientos y el talento, pero había algo más: sufría. Por él y por todos y por eso todas sus ideas giraban entorno a un pesimismo, que resultaba mágico y bello en el fluir de los planos. Para Paquito Toño nunca fue un director, sino un poeta visual. Una de esas personas absortas por encontrarse más cerca de los conceptos que de la propia realidad.
Además, junto a ella, fue clave en la recuperación de Paquito, que andaba entonces sumido en el mayor de los barrancos: el espejo de sí mismo. Paquito nunca hubiera salido de aquello sin aquel puñado de personas que le obligaron a aferrarse. Antonio Fuensanta eludió la peor parte de Embajadores y sólo se dio a la bebida, el más venial de todos los males, a la par que realizó un par de cortos, bastante premiados dentro del circuito underground. La 2, en la entrega anual de sus premios, le calificó como la más firme promesa del siempre decaído cine español. Y él, mientras, empeñado en seguir sufriendo.
Tras un par de bostezos, el cielo rompió a llorar lo suficientemente suave como para no hacer daño, simplemente dejándose ver, haciendo constancia del duelo. Fueron llegando más personas, acompasadas con el goteo. De repente, dos figuras hicieron que el vacío estómago de Paquito España se quebrara en escorzo. Miriam y Carlos cruzaron la puerta, de la mano. Los cuatro se vieron y la pareja pareció disimular, tomando la dirección contraria. La maniobra, muy evidente, no pasó desapercibida para nadie, mucho menos para los infractores. Seguramente por eso recularon y tras un abrupto giro de cuello marcaron las miradas. Mientras se acercaban, Paquito lamentaba en la forma en la que se podían pudrir las relaciones, por muy justificado que estuviera todo. Con Venancio, los saludos fueron cálidos. Los de Paquito, agrios; al menos en lo que concernía a Carlos. Miriam, por su parte, asumió el rol de romper el hielo:
-Por poco no nos enteramos…. Llegamos ayer de la India y todavía andamos con el Jet-lag ¿Cómo está Ramón?
-Yo le vi bien. Teniendo en cuenta las circunstancias.
-Ya… oye lo del suicidio… ¿Qué fueron? ¿Pastillas, coca…?
-Se pegó un tiro.
Hablaban Miriam y Venacio, mientras que Paquito y Carlos se mantenían en un tenso segundo plano, jugando a la Guerra fría. Paquito detestaba esta situación, pero sabía que era hija de las circunstancias. Los errores nos marcan mucho más que nuestros aciertos y aquello era el resultado de un cúmulo de muchos de ellos. Por suerte para sus venas arteriales, la comitiva fúnebre hacía su entrada en la Almudena, desviando la atención del tenso silencio. A su cabeza, de un luto azul marino, caminaba Ramón, cogido del brazo de una señora menuda, bañada por un absoluto negro sólo contrastado por sus cabellos blancos.
Ramón Cagigal era músico sobre todas las cosas. Guitarra de Los Acordes desentendidos, un grupo de blues-fusión de la capital, no entendía el mundo sin sus notas, sin sus punteos sostenidos. Era una persona torpe para la vida y genial para el pentagrama, como si su equilibrio personal nunca fuera tal. Poseía, además, un humor grueso, con toda una batería de chistes de barraca y kalimotxo que solía disparar a los cuatro vientos una vez pasaba la aguja de las cuatro de la mañana, su hora bruja de la inconsciencia, como siempre revelaba en las disputas previas. Eso sí, era un sujeto con una total incapacidad para perpetrar el daño ajeno, con una sensibilidad casi etérea. Ramón carecía de hipoteca inmobiliaria, pero poseía una mucho mayor, la solidaria. No había ONG pagana que no recibiera aportación suya, y sus apadrinamientos ya subían la decena. Era, digamos, una buena persona, lo que es ser mucha más que la mayoría, sea cual sea el baremo que tomemos como referencia.
Ramón se soltó de la mujer y dio unos breves pasos hacia nuestros amigos, a los que besó y abrazó de una forma sostenida, como si intentara que no le soltaran nunca.
-Bueno, al menos ha venido su madre…
-Carmina es una buena mujer… de otros tiempos pero una buena mujer… Por cierto tenemos que esperar unos veinte minutos a que venga el cura… parece ser que esta noche a reventado una tubería en O’Donell y anda el tráfico un poco atascado…
-¿Hay cura?
Paquito se sobresaltó. Podía esperar cualquier cosa de este entierro, menos un sacerdote.
-Su madre… Mira, hablamos ayer… me lo pidió llorando... Yo quería incinerarlo, pero bueno…
-Él quería que lo incinerasen.
-Está muerto ¿no? Pues ya está. A él ya no le va importar y a su madre le hace mucho… No voy a ponerme a discutir por eso… es absurdo. A mi me hace menos daño que lo hagamos a su forma del que le haría yo si lo hiciésemos a la mía.
-Toño odiaba a los curas.
-Venga Paco… Al fin y al cabo es una forma de despedida… -A la vez que decía esto, Venancio Urrutia se encendió su quinto cigarrillo en lo que iba de mañana, a pesar que lo había dejado hacía un mes-. El padre no ha querido…
-Hace muchos años que Toño se quedó sin padre.
Concretamente once, aunque ni el propio Antonio Fuensanta senior pudiera concretarlo con seguridad. Fue una noche de miércoles, de conciertos, y de cubatas en la sala El sol. Los acordes desentendidos eran teloneros del único concierto de Tom Waits de ese año en España. Su actuación, algo indiferente para algunos, dejó extasiados tanto a Toño como a Paquito, que no dudaron en acercarse por iniciativa del segundo a charlar con la cantante, una vez finalizado el show del genio de californiano. La chica, una bella morena con aspecto de duende, tenía carreta y les dio conversación, por lo que Paquito ya entró en el terreno de las ilusiones. La cosa se fue calentando y tras un par de visitas al baño acabó derivando sobre la viabilidad en la capa de ozono, que de alguna forma terminaron por relacionar de manera directa con el conflicto palestino-israelí. Fue entonces cuando apareció Ramón en escena. Y lo hizo como una verdadera estrella del rock: con una frase memorable, irrebatible, producto, seguramente, de los delirios del speed.
La cosa se fue liando y al final acabaron todos en la casa del batería, un personaje de cincuenta y siete años, que no paraba de fumar en pipa una especie de tabaco aromático que le importaba un amigo suyo de Tailandia. El lugar, un ático en plena Plaza de la Olavide, parecía sacado de Madrid, o más bien elevado sobre él, a una distancia que te permite tocarlo sin sufrir ninguna de sus perturbaciones. La decoración, configurada a golpes de recorrer mundo, te daba la sensación de entrar en un templo éxotico y lejano. Sensación potenciada por todo lo que allí corría, en línea recta a todos lados. Para colmo, los únicos vecinos eran una pareja de ancianos afiliados al sonotone, lo que de inmediato convertía al parnaso en un sitio ideal para celebrar fiestas. Aquel era un sitio divino, pero dedicado a Baco.
Paquito no recuerda mucho de aquella noche: le cebó el encanto de la misma y acabó plasmado como un graffity conceptual sobre un pequeño sofá que había en la terraza. Para no variar la tendencia habitual la cantante decidió juguetear con Venancio Urrutia, un hombre que marcaba los pasos de la seducción como nadie y que solía birlarle con elegancia todas sus presas. Pero como la natura es sabia y compensa, la había lastrado también con un importunismo natural, del tipo de cagadas incómodas que nos surgen en el día a día por falta de retrovisor y un lazo en la lengua. En una errónea decisión confundió el cuarto de baño con la habitación de invitados, descubriendo a Toño y a Ramón en plena exploración conjunta. En ese momento, Venancio llegó a dos conclusiones: que su amigo era homosexual y que él no lo estaba tomando con la naturalidad que le exigía su moral libertina. Sobre todo si tenemos en cuenta que se quedó petrificado, sin decir ni hacer mueca alguna, durante unos eternos quince segundos. Como la cara del pobre Antonio Fuensanta era otro poema, Ramón se encargó de romper la situación:
-Ehh… ¿estás bien? Vosotros sois… Yo creía que tú…
-No, no… yo… perdón.
Venancio salió de la vuelta turbado, robóticamente, como si le estuvieran dibujando en stop motion. No es que le incomodara la situación, tenía bastantes amigos gays y era un asiduo a las noches en Chueca, simplemente estaba atónito. Antonio nunca les había contado nada y ni había dado muestras de ello. Alguna vez le había visto con alguna chica y que no tuviera más relaciones simplemente lo achacaba a su timidez extrema y bueno, por qué no decirlo, a un rostro que sugería más bien poco. No sabía por qué, pero aquello le había impactado, de alguna extraña forma había trastocado su mundo. Con la ansiedad del momento, incluso despertó a Paquito para contárselo, pero éste, ya inmerso en la realidad de los sueños, solo dijo a todo que sí por condescendencia. Venancio volvió con la cantante, aunque esa noche su cabeza vagaba por ningún sitio. Aún así, no lo debió hacer del todo mal: compartieron un par de fogosos meses.
La reacción de Antonio Fuensanta padre al hecho, fue muy parecida a la de Venancio Urrutia, aunque con unos letales agravantes: el silencio, la petrificación, la ausencia, aquello que alejó a Venancio durante quince segundos, lo hizo eternamente con su padre. Sólo hubo una oferta de reconciliación, y fue demoledora: la entrada a un centro psiquiátrico para que fuese tratado. Padre e hijo nunca habían estado muy cerca, pero desde aquella confesión, desde aquella anagnórisis vital, simplemente habían dejado de coexistir, tomando paralelas que se alejaban por un carácter huraño cerrado, que ambos compartían con una exquisita igualdad.
Llegó el cura y lluvia pareció darse un descanso. Junto al féretro, plañían al muerto junto a la madre algunos de los familiares más cercanos: Iñigo y Juan, sus dos hermanos, además de una serie de tíos y primos que Paquito no llegaba a identificar del todo. Por supuesto, junto a ellos se encontraba Ramón. Además de los ya sabidos habría otras doce personas, una cifra nada desdeñable si tenemos en cuenta la recesión social que sufrió Antonio Fuensanta en los últimos tiempos. El cura leyó un pasaje de la Biblia, iniciando el ritual de despedida, el último adiós. Es curioso, a pesar de vivir en sociedades desmitificadas, como seguimos recurriendo al rito en cuanto a lo relacionado con el ciclo de la vida: nacemos, crecemos, morimos; y todo el proceso se realiza de acuerdo a los cánones: llevando bombones al recién nacido, soplando velas año tras año, guardando pésame y duelo en el cierre de persianas. Honrando y buscando un significado a esta vida nuestra que a veces nos resulta tan remota.
Don Ernesto, como se llamaba el sacerdote, centró su perorata en los valores que tiene la vida en sí misma y en la obligación de todos de luchar por ella. Dijo todos esos tópicos cristianos bien intencionados, que suenan como un cuarteto de cuerda pero que se encuentran en su gran medida huecos. O al menos eso le parecía al bueno de Paquito que, aunque intentaba no escucharle, no paraba de rebatirle en voz baja. Cuando llegó a la parte de “la salvación eterna” le salió un respingo que fue advertido por la mayoría de los presentes. Aún así, la disertación fue breve, lo que se agradece en estos casos. A los curas habría que valorarlos no por la profundidad de sus palabras sino por la brevedad en el discurso, por hacer la tortura más breve. Tras las notas vacías, llegó el turno de las voces cercanas, de la última oda al exánime, responsabilidad de Ramón Cagigal y Paquito España.
Paquito se acercó al atril más por alma que por piernas, ya que sus extremidades deambulaban sin fuerzas, obviando estabilidad alguna, como si llegando allí pusiera un primer pie en su propio féretro. Ramón subió con una bolsa y de ella extrajo una pequeña estatuilla: un Goya. Lo enseñó y arrancó el espontáneo aplauso de los presentes. No medio palabra, no hacía falta hacerlo, tampoco hubiera podido: Con lágrimas en los ojos lo posó sobre el ataúd, y junto a él dejó un enorme clavel blanco.
Toda existencia tiene su punto álgido, su fotografía grabada en hilos de oro, su momento mágico. Dicen que la figura primaria que mejor representa la forma de las cosas es la elipsis, por eso nos batimos ondulando. De mejor a peor, arrastrando el pasado, pero siempre como en un carrito de feria rusa subiendo y bajando, hasta llegar al punto máximo, a la culminación. Luego la vuelta, el sabor a pasado. Claro, que como vivimos en un mundo de clases, estos picos tienen calidades: para algunos será el día que ganaron un balón de oro para otros, el día que una persona con corazón de oro les llevó un balón de trapo para engañar los cansinos pasos del tiempo en la aldea.
Para Toño ese día fue sin duda cuando le concedieron el premio de la Academia al mejor cortometraje. Tras un par de proyectos menores e in cresendo a la par que su relación con Ramón (que prometió romper una racha de promiscuidad que duraba ya casi diez años), se aventuró en su gran obra de trece minutos. Tras un par de subvenciones y algunos robos (perpetrados a sonrisa y pistola: “ya te ponemos en los créditos”) dispuso del dinero necesario y acometió un rodaje de una semana en un pequeño caserío en Galdakao, una población vizcaína cercana a Bilbao. Como la historia iba de realidades mágicas, la conexión entre el equipo no podía ser menos, teniendo cada plano un engranaje total de cada una de sus partes. Al fin y al cabo el cine consiste en eso: aunar voluntades en una sinfonía común, en un mismo ritmo, a un mismo son. Claro, que si sumas amistades todo se consigue más fácilmente: Venancio era el actor principal (un anarquista ermitaño en plena crisis existencio-sexual), Carlos, el Director de fotografía; Miriam la script. Hasta Paquito tenía un pequeño papel, que realmente fue una excusa barata para que no se perdiera el viaje. La banda sonora, por su puesto, llevaba la firma de Ramón.
La obra, agilizada en montaje, rozó la soberbia y arrasó en todos los festivales en los que fue exhibida. Por su puesto, esto no pasó desapercibido por los medios, que le dedicaron varias entrevistas y reportajes a Antonio, uno de ellos incluso para El País semanal. Cócteles, fiestas, días que se empalman con las noches a la sombra de Lavapiés. Antonio volaba sobre una burbuja sin norte que le llevaba a una punta a otra de las cosas, y lo hacía con naturalidad, desprendiéndose paulatinamente de todos sus tabúes y miedos, volviéndose menos genio y más artista. La joven figura enjuta y puritana que había conocido Paquito se había tornado en un sucedáneo de Sabina aún conservando sus halos de Dalí. Ramón tenía mucha culpa de ello, a ambas partes de la delgada línea roja. Le inspiraba, la motivaba, sólo sorprenderle era motivo suficiente para superarse día tras día, para obtener formas distintas, para seguir creciendo. Le había creado tal impacto que sólo vivía para mantenerse enganchado a él, vía al arte de la imagen. El otro lado, el de los bailes con la dama blanca al acordeón de la luna, también llevaban su influjo. Por aquellos tiempos, Ramón era más epicúreo que el propio filósofo, pero con una sobriedad abismal. Se metía de todo, a todas horas, y nada parecía afectarle: el mismo temple, los mismos chistes, el mismo brillo en la cara, las mismas ganas de seguir viviendo. Era de esas personas que habían optado por ofrecer siempre la cara amable, fueran cual fuesen las circunstancias. Si lo hacía por miedo o por coraje daba igual, al fin y al cabo este es un mundo donde no se valoran las intenciones sino los resultados.
Antonio Fuensanta, durante esos años, no es que sufriera una transformación, simplemente fue descubriéndose a sí mismo. Natural de un pueblo de Segovia y tercer hijo en una humilde familia que regentaba una carnicería, nunca tuvo una educación demasiado compleja, ni en el fondo ni en las formas. Sólo en la sencillez y las buenas intenciones, en ser feliz con ir viviendo. Aunque nunca se sintió integrado y huyó de allí en cuanto pudo, sí tenía un lastre cultural, masificado en su carácter introvertido. Una especie de bloqueo que le mantenía atado, que no le dejaba ser él. Unas cadenas que reventaron el día que conoció a Ramón y se enamoró de él. El día que su homosexualidad saltó como un volcán que lleva tanto tiempo latiendo, que una vez abierto ni el mismísimo silencio lo puede callar. Una vez hallada la llave del presente, Antonio fue dando portazos al pasado, alejándose cuanto podía de él. Sentía la necesidad de borrar y liberarse, de dejar espacio libre para todo lo que estaba por venir. Lo que cortó de raíz casi todo contacto sucedió el 24 de julio de 2005, cuando Toño y Ramón contrajeron matrimonio de forma legal, gracias a la nueva ley aprobada por el entonces voluntarioso gobierno socialista unos días antes. De hecho fueron la tercera pareja en hacerlo, una valiente medalla de cartón bronce. Aun así, para Ramón aquel tercer puesto siempre fue una decepción. Siempre decía que no fueron la primera por motivos políticos, sin dejar muy claro cuales eran dichas razones.
Si a Paquito le preguntaran un concepto que definiera aquel nuncio no dudaría: felicidad. De los contrayentes, de los amigos, de una bucólica villa granadina que se volcó en la ofrenda. A Venancio y a Paquito les tocaron ser padrinos ya que Iñigo, único familiar directo de Antonio que acudió a la celebración, declinó las responsabilidades oficiosas. Fue el único borrón, el resto rozó lo etéreo. La ceremonia se celebro en unos Jardines del siglo XIX cercanos a Segovia, hermosos de por sí, pero elevados por varios centenares de rosas rojas y blancas. Aquello no parecía el lugar común: parecía el núcleo rural de la primavera. Paquito nunca había pensado demasiado en ello pero aquel día llegó a la conclusión de que las bodas homosexuales eran mucho mejor que las heterosexuales, en la forma y en el fondo. Tenían el sentimiento de pureza y unión, pero también el de reivindicación y lucha. Parece algo simple pero no lo es: se cuentan con los dedos de la mano los lugares en el mundo en el que dos personas del mismo sexo pueden amarse sin ningún tipo de traba burocrática, sin clandestinidad. Por lo demás, mantenían las constantes que dan a las bodas su categoría social de evento extraordinario: el marisco, las actualizaciones vitales en familiares y amigos, los buenos deseos, las promesas, un gran vino, los bailes imposibles de algún tío Amancio, los académicos círculos de pacharán y puro; esos intrépidos botones que poco a poco te van liberando hasta la divina recesión. En lo particular, Paquito encontró la compañía de una prima hermana de Ramón que residía desde hacia diez años en Suiza y que llevaba un sugerente vestido rojo. Por alguna extraña razón, o por devenires del momento, ella comulgaba con el siempre complicado humor de Paquito, algo que ya de por mera estadística era un logro. En una recíproca comunión, él se mostraba muy comprensivo con los dolores de espalda de ella, provocados por un doble peso frontal que le mantenía hipnotizado. Por tanto, la noche, que ya prometía bastante, empezaba a tomar los carices de las jornadas memorables. Pero no hay que fiarse del destino, en el fondo es cabrón un poco cachondo, y sus vadeos son siempre imprevisibles: la mujer tenía los últimos retazos de la regla y un avión que salía en nueve horas después hacia tierras helvéticas donde, por cierto, le esperaba su segundo marido. Paquito, que por aquel entonces estaba en una fase muy empírica, no paró hasta constatar ambas cosas por su propia mano.
Antonio y Ramón empezaron entonces su vida en común, su sueño, su pequeño proyecto de pares entrelazados hacia el denominador único, hacia un elevado bien común. Aislados en diáfano piso que alquilaron junto a la plaza de Vázquez de Mella, llegaron a desaparecer del mundo durante algunos meses. Ellos se bastaban y no había ningún otro factor externo que motivase una interrupción en el cruce de sus ojos, que por algún magnético motivo no podían parar de mirarse. Sobre todo Antonio, que empezó a sufrir una dependencia total de su esposo: no veía nada más allá de él. Bueno, sólo una cosa, que le asilaba aún más: su trabajo. Ramón seguía llenando bares y Antonio creando, con una exactitud cada vez más enfermiza, encerrándose durante horas y horas en un improvisado despacho sin amueblar, con la gratitud del wi-fi del vecino. Tras varios meses, entregó a una productora el borrador del guión de su primera película. El interés fue inmediato, pero los costes de la misma estaban en el rango de los directores estrellas y no de los noveles, por lo que le pidieron que la reescribiera. Cuando el arte depende del dinero se topa constantemente con él; como una aleación de agua y aceite condenada a fundirse en el núcleo. Como este es un mundo de dólares y no de ideas, Antonio accedió a simplificar las cosas, a intentar abaratar conceptos sin desnudar su esencia. Algo bloqueado, recurrió entonces a un escritor que si bien no era el más talentoso de su agenda, sí era en quien más confiaba. Hablamos, como no, de nuestro queridísimo Paquito España.
Paquito, que por aquel entonces no entendía nada de escritura audiovisual rechazó en un principio la oferta, al no sentirse capacitado y por temor a lastrar más que a ayudar a su amigo. Al final, la insistencia de uno y las necesidades tanto económicas como motivacionales del otro hicieron que se conformaran la dupla. Paquito se lo tomó muy enserio y pasó un par de semanas encerrado con los eruditos de la materia: McGee, Linda Seger, Xavier Pérez; buceó por los libros con una ilusión ya desconocida para él, tomó conciencia. Y olvidó las torturas del reloj y la apatía durante unos intensos cinco meses. En jornadas de ocho horas que se solían multiplicar si Ramón, a lo duende del parque, llegaba cargado de reconstituyentes, fueron cambiando una historia que partía pretenciosa y que fue tornándose en algo más puro y simple, más humano. Dieron la vuelta a todo para dejarlo como estaba, discutieron, sacaron segundos mágicos tras interminables minutos de infértil silencio. Al entregar el resultado, llegó la bomba: habría que esperar algunos meses más, pero el largometraje podría interesar en Hollywood.
Paquito sacó su discurso del bolsillo y estiró el papel despacio. Aquel era el resultado de una noche en vela y no estaba seguro si aquello sólo eran otra sarta de fonemas vacíos, al extremo contrario pero en paralelo a Don Ernesto. Aún así, clavó su mirada lejos, aclaró su voz, y empezó a derramar entre dientes:
Toño, hoy de repente te has ido. A tú manera…
Empezó leyendo despacio, lo suficientemente pausado como para darse cuenta de lo hueco de sus palabras. Cada oración tenía menos significado, menos fuerza, su voz era cada vez menos convincente. Aún así, como Don Ernesto, sólo con la belleza del ritmo y la grandilocuencia de los términos consiguió emocionar a los presentes, soltar algunas lágrimas.
Acabó entre sollozos, haciendo inaudible el final del discurso. Sólo pudo mirar a Ramón, fundirse en un abrazo a él. El pobre a duras penas intentaba mantenerse firme, al fin y al cabo le tocaba a él el turno de la palabra. Siendo un hombre mucho más sentimental que Paquito, aguantó el tirón como una verdadera roca, teniendo en cuenta el corazón y las circunstancias. Habló de Antonio y lo desnudó. Él que sólo sabía emocionar con las corcheas, había encontrado también las palabras.
Tras una última bendición, Don Ernesto dio vía libre para sellar la tumba. Antonio Fuensanta no descansaría bajo tierra, lo haría sobre un enorme muro repleto de nichos. Los tiempos cambian y el suelo es cada vez más caro: ya sólo los ricos pueden permitirse el lujo de un pedacito de tierra. El ritual, como marcan los cánones, se cerró con los pésames, todo el mundo en fila de a uno haciendo cola, abrazando a Iñigo, cogiendo de la mano a Carmina, besando a Ramón. Paquito realizó todos los pasos con pulcritud, sin desviar un grado el alma del protocolo. Luego, tras algunas despedidas, avanzó junto a Venancio de vuelta al coche. A mitad de camino se dio la vuelta, buscó con la mirada a Antonio. No lo encontró: sólo alcanzó a ver un enorme mural de almas colgadas al olvido.
No en un mural, si no en un enorme cajón de despacho parecía haberse perdido el guión de Antonio y Paquito. Tras el interés americano, lo tradujeron al inglés con la ayuda de Scott, un amigo escocés común a ambos. Hubo una tímida respuesta, pero el interés pareció enfriarse y la cosa nunca terminaba de salir. Para colmo la productora española que llevaba el proyecto quebró, tras un par de aventuras empresariales demasiado arriesgadas para el país en el que vivimos. Antonio, que había empleado demasiadas dosis de esfuerzo en aquel barco que nunca partía, cayó en su primera depresión importante. Sólo fueron algunos meses, pero empezó a construir su caparazón de hierro. Ramón, que por extensión era al que le tocaba sobrellevar casi todo el peso, persistió con su sonrisa días enteros, realzándole y poniendo su hombro para serenar las pequeñas recaídas. Incluso y por mero amor hacia su compañero, decidió retirarse de la noche y sus nubladas consecuencias. Antonio ya era demasiado aficionado a todo, por lo que como par debían alejarse. Y lo hicieron, al menos la mitad del conjunto.
Carlos, que llevaba la fotografía de una serie de notable éxito y calidad a nivel estatal, consiguió que le dieran a Antonio algunos capítulos para dirigir. La cosa no iba mal, parecía comprender hasta donde llegaban sus limitaciones creativas y con el equipo, si bien la relación no era excelente, sí al menos cordial. Hasta que un día reventó. Espoleado por una fuerte discusión con Ramón, llegó al set encendido y empezó a cambiar todo el plan de rodaje, gritando al Ayudante de Dirección si aquello lo había planificado un robot, un mono o su malnacida progenitora. Tras un caótico día donde sólo pudieron rodar tres planos (incluyendo un plano fijo de doce minutos que hubo que repetir ocho veces) y donde producción tuvo que ir hasta tres veces a por cocaína, Toño fue fulminantemente despedido. La cosa podía haber quedado ahí, pero Antonio decidió hundir su nombre un poco más, llevarlo a los infiernos: entró en el despacho del Productor Ejecutivo y le lanzó cinco bombas fétidas a la cabeza. Ya pueden imaginarse el resultado.
Tras un ultimátum de Ramón y varias charlas de los que se revelaron sus verdaderos amigos, decidió ingresar en un centro de desintoxicación cercano a Oviedo. Tras seis meses de aislamiento absoluto (Ramón sólo le pudo visitar por Navidad y por su cumpleaños), salió a la calle. Y no lo hizo vacío, si no con una idea en la cabeza. Un nuevo proyecto. Lo que por fin les sacaría del ostracismo y les llevaría donde debían estar. Paquito que había conseguido su primer trabajo fijo en años (redactor en un periódico gratuito, era el encargado de la sección de sociedad), lo abandonó ipso facto para ponerse al lado de su amigo. Al fin y al cabo la cosa prometía. Y si Ramón estaba tan seguro de que funcionaría, no había base cabal ni científica como para no creerle.
El proyecto se trataba de una mini-serie de televisión, de siete capítulos, uno dedicado a cada pecado capital. Cada uno de ellos, de una duración aproximada de cincuenta minutos se acercaba a los vicios y virtudes de la sociedad española, con una trama aventurera que lo hilaba todo y grandes dosis de comedia, lo que al menos potencialmente, le daba cierto carácter comercial. A Paquito la idea le entusiasmó: eran los guiños del mejor Antonio de siempre, pero con los pies un poco más en la tierra. Ambos se encerraron en su antigua habitación, que pese al paso del polvo y de los años, seguía en un inquietante déficit de muebles. La historia salió limpia y sin muchos problemas estructurales, Antonio la tenía muy bien definida en su cabeza sólo hubo que moldearla poco. La mayor aportación de Paquito fue aligerarla, darle más humor y menos filosofía, hacer la más banal y apta para las mentalidades modernas. Y le costó lo suyo: no es fácil argumentar en las filas de la ignorancia.
Visitaron alguna de las productoras grandes, pero a ninguna convencía del todo. El problema no era la historia, ni los presupuestos, el inconveniente era que no se fiaban de Antonio. No había pasado demasiado tiempo desde su famoso “abordaje al búnker productivo”, como se le conocía ya en la profesión; y poner dinero en sus manos era asumir un riesgo empresarial demasiado elevado. Todas las puertas se cerraban, a la par que la inquietud y el nerviosismo entraban en escena. Cuando parecía que Toño iba a volver a recaer, apareció el giro, el milagro. Jonathan Hughes, un productor inglés recién afincado en España, quería que Siete iras (como se llamaba la serie), fuese su primer producto en nuestro país. Sus medios financieros, algo limitados, hicieron que la cosa se retrasará un poco, pero tras un par de préstamos, con Antonio y Hughes compuestos en sociedad, salió hacia delante, y un pequeño equipo de rodaje se traslado a la isla de Menorca un treinta de junio de luna menguante.
Todo pintaba muy bien y las cosas iban redondas tras los tres primeros días de trabajo. Los dos actores principales, jóvenes pero bastante notorios ya la industria, le estaban dando ese punto más que sólo se consigue en la personalización del concepto. El equipo funcionaba bien y Antonio estaba suelto y medianamente sobrio. Había vuelto a beber y acometer a algunas de sus pequeñas maldades, pero siempre bajo control y equilibrio, como las primeras veces. Paquito andaba también feliz, le habían dado el papel de guionista en rodaje, que más bien equivalía a darle una tarjeta de acceso ilimitado sin muchas responsabilidades. Aún así, y dado los problemas comunicativos que tenía el bueno de Toño con respecto a otros seres de su misma especie, ejerció el papel de coach de actores. Era una función que le apasionaba: tenía que hacer comprender a los intérpretes la escena y la relación de esta con sus personajes. Como los actores son unos seres especiales que tienen que similar todo en un tono elevado y metafísico, básicamente se encargaba de concatenar pajas mentales. Algo que le apasionaba y que hacía a todas horas gratis por lo que ya pueden imaginarse la emoción que le albergaba con el hecho que le pagasen por ello.
Se dice que a un set hay que llevarse los deberes muy bien hechos, porque los problemas ya brotan por sí solos, sin necesidad de que nadie les llame. Antonio Fuensanta, adalid del perfeccionismo, bien lo sabía y sólo había dejado al azar los incontrolables. Uno de esos incontrolables es el tiempo, los arcos de idas y venidas del caprichoso sol. Como por necesidades de producción nada se graba cronológicamente hay que tener una continuidad en los planos, un raccord. Cuando grabas en exteriores es normal tirar planos corriendo entre dos ventanas de sol o entre dos noches de nube. O tener que parar todo durante horas porque se ha puesto a llover. Murphy, a pesar de ser un señor con mucho trabajo, nunca falta a una cita por lo que estas putadas son normales, y raro es en la grabación que no se producen. Esta profesión es así, por lo que este tipo de circunstancia se aceptan sin darles demasiada importancia. Lo de Siete iras fue diferente: que aparezca una tormenta de dimensiones tropicales en Menorca a principios de julio es algo fuera de lo normal, sólo al alcance de gafes y acólitos de la desgracia.
Los decorados quedaron parcialmente destruidos por lo que hubo que retrasar todo varios meses, empezando la escalada de aumento de costes. El segundo problema era que Jaime de Quesada, el principal secundario había firmado con una nueva y revolucionaria serie familiar de Globomedia, por lo que se plantearon muchas dificultades para compatibilizar ambos rodajes. Tras muchas discusiones, internas y externas, Antonio decidió sustituirle y volver a grabar todos los planos de Jaime con un nuevo actor. Cambiar de actor en pleno rodaje siempre es complicado, supone un seísmo, un pequeño golpea la confianza, motor primario de las artes emocionales. Las cosas se desnormalizan y supone un riesgo de quiebra. Aún así el chico, que contaba con muy poca experiencia, trajo los deberes bien hechos y aunque no había una especial simbiosis entre él y Horacio Lobos, el protagonista y sorprendente ganador de un premio en Cannes, salió airoso del paso.
No se puede decir lo mismo de James Stwenson, mano derecha de Hughes y al cargo de la dirección de producción. El hombre, de aspecto tranquilo, emanaba un gran halo de seguridad. Lo que en este puesto es imprescindible. Lo trasmitía, eso sí, exteriormente, porque en la práctica era un sonoro desastre. El siguiente envite con el que tuvo que batirse el pobre Antonio Fuensanta fue con la incapacidad de este hombre para coordinarse que el resto de seres vivos del rodaje. Fue cometiendo pequeños errores que en efecto surrealista de bola de nieve tuvieron su clímax en la jornada número doce. Era un día tranquilo teóricamente tranquilo, sólo había que grabar en los decorados, en la mayoría diálogos sin excesiva complicación. Por eso Paquito y Antonio bromeaban tranquilos en el desayuno, comentando la caída de un eléctrico el día anterior, al intentar colocar un foco sobre un tejadillo de madera. Entonces llegó James muy sonriente, diciendo que ya estaban preparados los helicópteros para las tomas aéreas. Como pueden imaginarse lo que cuesta alquilar uno de esos aparatos para rodar no les será difícil proyectar el rostro de Antonio, que duplicó su edad facial sin proponérselo. El drama era evidente: no sólo no tocaba traer los helicópteros, es que ni si quiera era en esa isla donde había que rodarlos. Dichos planos, los más caros de la producción, estaban dedicados al episodio final, que había que grabar parcialmente en la cercana isla de La Cabrera. Por su puesto, dichas tomas fueron suprimidas al instante.
Si las cosas van mal, pueden ir peor. Los tópicos suelen ser poco fiables, pero algunos tienen sus capas de verdad. Otros, como este, rozan la perfección. Antonio, más centrado que nunca, intentaba mantenerse tranquilo, dar una imagen de seguridad al grupo. El barco zozobraba y él, como capitán, debía mantener el rumbo y la fe, ser timón, timonel y marinero. Claro que lo hacía a su manera, para adentro. Revisando sus notas, intentando simplificar todo, dando vueltas al guión y a las formas. Apenas dormía dos horas al día y según iban sumándose dificultades, más intentaba sobreponerse a ellas. Paquito, junto con el primer Ayudante de dirección, eran los portavoces, el nexo que unía la realidad de Antonio con la de sus semejantes, la de un dios con su pueblo. Pero aquel rodaje empezaba a parecerse más a un árbol maduro que a una escultura por pulir, cada golpe que recibía no moldeaba un ser más perfecto, resquebrajaba la figura como un montón de frutas condenadas al suelo.
Y lo hacía a ambas caras de la vida, en el arte y en la ciencia. El equipo técnico, bastante profesional en sus cabezas de cartel pero repleto de meritorios en los puestos de intendencia, empezó a caer en la apatía. Tras un inicio ilusionante, empezaron los problemas. La gente desaparecía del set, los cigarros y las esperas se multiplicaban, las cosas, por alguna razón, nunca estaban donde debían. Los técnicos suelen funcionar como bloque y como bloque fueron perdiendo interés por el proyecto a la par que albergaban serias dudas sobre si llegarían a cobrar. Aún así, las mayores perdidas venían del elenco artístico. Patricia Luengo, la actriz protagonista, sufrió un duro revés: sus padres, junto con su hermano y su cuñada, fallecieron en un accidente de tráfico a la salida del túnel de Guadarrama, en la A-6. Tras ausentarse tres días del rodaje de forma física, su mente nunca volvió a él. Patricia insistía en que quería seguir, pero era difícil ponerse en la piel de otro cuando estaba asido al de ella misma, fundida en dolor y duelo.
El colmo lo llevaba el protagonista, Horacio de Lobos, uno de esos seres con el ego multiplicado varias veces por el de su cuerpo. El sujeto, con un potencial interpretativo brutal, carecía de cualquier sentido de equilibrio emocional. Irascible, fue ganándose enemigos día a día, y la mayor parte del equipo intentaba boicotear sus tomas, para que de alguna forma no apareciera todo lo favorecido que debería. Con Antonio la relación no era mucho mejor, Horacio le discutía cada decisión, intentando convencer de que su personaje no era como lo quería hacer ver. Este tipo de gente es imposible: da igual que hayas creado tú la historia, los personajes, el contexto; para ellos la única verdad es el punto que conjuga la dirección de cada uno de sus ojos. Paquito, que por aquel entonces ya no andaba muy tranquilo, intento hacérselo ver: en una escalada que empezó en las buenas formas y acabó en los improperios. Como siempre, gana el fuerte, la imagen de marca: Paquito fue condenado a estar al menos a cien metros de Horacio y el set.
Cuando faltaban diez días para terminar la grabación, el equipo técnico y artístico se puso en huelga. Con porcentajes variables según el puesto y calidad del individuo, debían cobrar una parte de su dinero antes de que acabara el rodaje, pero ninguno había recibido un solo euro. Venancio, que tenía un papel en el desenlace de la serie, tiró de galones y consiguió serenar un poco los ánimos, lanzando promesas que ni el mismo sabía si se podrían cumplir. Además, por el conjunto de desajustes y retrasos, las jornadas eran cada vez más maratonianas, hinchándose como un globo que sabe que no alcanzará el cielo por el precio de la gula. Todo eran dudas, incertidumbres, caos. Antonio había pasado a la frontera bipolar, que variaba en ciclos irregulares de tres horas: de la apatía a la hiperactividad, de la depresión a muro de carga. Paquito, extasiado en varios frentes, tampoco ayudaba mucho: básicamente gritaba y discutía con todo el mundo, sin discriminaciones por sexo, raza, religión o cargo.
Como guinda, llegó la primera certeza, de manos de un Stwenson desolado: Jonathan Hughes había huido con todo el dinero. El rodaje se acababa cuatro días antes de su conclusión, sin alguno de los planos fundamentales para comprender la historia. Hughes huyó con el botín a lo balsero, por la parte de atrás del barco, mientras el resto de la tripulación intentaba tapar con su cuerpo las grietas. Antonio intentó acabar como fuera, en plan guerrilla, aprovechando lo poco que tenían en mano y no les podían quitar. Reunió a los principales actores y a los jefes de equipo y entre lágrimas les pidió dos días más. Sólo fue uno y medio: Horacio discutió una toma con Antonio, la cosa se calentó, entró en lo personal y acabó al alza, como las buenas tragedias: cruce de puñetazos entre de Horacio de Lobos y Venancio Urrutia, con el protagonista de la obra en el hospital. En el cara a cara siempre ganan los que han estudiado en la calle.
Ahí acabó Siete iras. Antonio intentó montar lo que tenía, incluso consiguió darle un final a la serie, o al menos sugerirlo. Intentó en postproducción arreglar todos los desaguisados, lo hizo en parte. Intentó venderlo pero nadie quiso comprarlo. Y esta vez no valía el debate de las ideas y el dinero, simplemente aquello no era un buen producto. Además, estaba la ruina económica, ya que Antonio, en una obsesión porque nadie pudiera interferir en el proceso creativo, ocupaba también el papel de productor ejecutivo, por lo que la mayoría de las firmas también llevaban su nombre. Con el de Jonathan Hughes. Sólo que esa persona, desaparecida de la faz de la tierra sin dejar un mínimo rastro, nunca había existido, al menos en términos legales. Y ahí fue cuando se acabó Antonio.
Sonaba Wish you were here en la radio del Renault 21 de Venancio Urrutia. Siempre que estaba deprimido escuchaba esa canción, tarareándola en un tono suave y desgarrado. Las canciones tienen el poder místico de llevarnos a lugares y a personas, a estados emocionales tanto de euforia como de melancolía, a esferas y tiempos donde todo era un poquito mejor. Paquito movía la pierna nervioso, aunque de cintura para arriba estuviera abatido.
-La vida no funciona como debería... no respeta al talento.
-Paco, el talento hay que saber llevarlo… no basta con tenerlo, hay que…
-Debería bastar.
-Tal vez… pero aun así hay que saber encaminarlo. Por sí sólo no vale tanto… no hoy en día. Ya no es un bien tan escaso.
-¿Tú crees? Mira a tu alrededor y no me jodas…
-Todo el mundo tiene talento. Cada uno para algo distinto, pero todas las personas tienen algo. Las artes se llevan su porcentaje, como en todo. Tener cierta magia no es nada extraordinario, forma parte del ser humano… otra cosa, es el éxito y ahí ya manda el trabajo…
-¿Trabajo? Y Toño ¿qué? ¿se tocaba los huevos?
-Déjame terminar, coño… manda el trabajo… y la puta suerte. Y él no tuvo suerte. Siempre le pasaba algo, no… no le dejaron crecer. No era lo suficientemente fuerte como para tolerar el fracaso.
-Era un genio.
-Sí, posiblemente… Pero no supo llevarse a sí mismo… su cara… si hasta cuando estaba bien parecía deprimido… no sé, no me hubiera gustado ser él… estar en su cabeza… debía de ser muy difícil. No sé si no supo vivir la vida o fue la vida la que no le dejó vivir pero… no sé yo no le veía capaz de salir de ahí… tal vez esto haya sido lo mejor, sólo era cuestión de tiempo…
Porque la curva vital de Antonio Fuensanta en los siguientes cinco años ya sólo se lanzó en descenso. Sumido en las deudas, volvió a caer en sus infiernos, en los pasados con la atenuante del peso que te va dando la suma de futuros. Decidió anestesiarse para respirar. Mirar sólo a la noche, odiar todo lo demás. Tomó el camino del rencor porque posiblemente no le dieron alternativa, y lo cogió con abnegación y firmeza, como si en alejarse del mundo estuviera su nuevo y definitivo fin. Y con ello, lo fue perdiendo todo. Primero la salud y la conciencia, los amigos, los que se cansaron de numeritos de incomprendido, de bandazos emocionales y sablazos económicos, los que empezaron a ver a Antonio como un arlequín de Callejeros. Sólo se quedaron a su lado un puñado, que por aquel entonces ya estaban más preocupados de Ramón que del propio Antonio. Si al principio, la dependencia en la relación caía en los brazos de Toño, la situación se había invertido. Ahora era Ramón el adicto, con efectos fatales para él. Todas las iras y devaneos, todos los desequilibrios y frustraciones caían sobre el pobre Ramón, totalmente enganchado y deprimido, ocasionalmente golpeado. Encerrado una cárcel menguante, sumido.
Las discusiones, las lágrimas, los continuos cabezazos en el muro de las desilusiones. Ramón empezó por dejar a su grupo y acabó por dejarse a sí mismo, por abandonarse a unos brazos que le repelían y atrapaban con igual firmeza. Como Antonio, Ramón dejó de ser Ramón, dejó su eterna sonrisa en el peaje de ir malviviendo los años. Su mirada, siempre al frente y al cielo, siempre volando en positivo, se fue velando a contraluz. Como si el sol, cansado de iluminarle el camino, se hubiera opuesto a él. En un horrendo cubículo vacío, donde sólo cabía el miedo, disfrazo de certeza: ya nada volvería a ser como antes. Y para él, sin eso no había sentido… Paquito y Venancio lo intentaron todo, desde el aperitivo emocional a las broncas tormentosas. Al final, Ramón capituló y decidió romper con Antonio. Y lo decidió frente a un viejo árbol, en el rincón más escondido del Retiro. Allí donde grabaron a navaja sus nombres hacía más de ocho años. Como su adicción era total, la ruptura tenía que ser radical, abrupta: sólo sin verle podría olvidarlo. Por eso, y tras un par de nefastas recaídas, decidió cortar todo contacto con Antonio, lo contrario a lo que dictaba su corazón, lo necesario. Es duro pero cuando lo que más quieres es también lo que más te destruye no te queda otra que huir de ti mismo, enterrarte en vida para poder renacer de nuevo. Posiblemente estos esfuerzos sean los más difíciles que pueda acometer un hombre por partir del alma propia contra toda voluntad. Ramón fue duro y lo hizo, y como consecuencia rompió los pocos lazos que le quedaban a Antonio con el mundo.
Uno de esos hilos era Paquito que si bien había asumido que era muy complicado reciclar a su amigo, sí intentaba darle algunas dosis de conversación de vez en cuando. Salvo unos meses donde Antonio no quiso ver a nadie, estuvo allí, viendo como la figura se iba sumiendo poco a poco. Al contrario que con Ramón, no intentó reconvertirle, al menos de una forma directa y clara. Sabía que con Toño poco había que hacer. Sólo esperar a que los pies tocaran el suelo… y que lo hicieran con alguna fuerza como para poder despegar de nuevo. El fondo lo tocó cuando se cumplía un aniversario de su ruptura con Ramón: Paquito se lo encontró, casualmente, tirado entre unos cubos de basura junto a la plaza del Grial, cuando deambulaba en busca de compañía para tomar una copa. Andrajoso y sin dinero, le habían echado de su casa y se había tirado a la calle por lo que no le quedó otra cosa a nuestro amigo que recogerlo. Cuando lo reconoció, esbozó sin inmutarse: “Joder Paco, no dejáis a uno ni morirse en paz”.
Paquito lo adoptó en casa y junto con la ayudad de Venancio, consiguieron que si bien no volara, sí se mantuviera a flote. Con sus variaciones emocionales, intrínsecas e imposibles de extraer, fue adoptando un tono gris que al menos le permitía entrar en la gama de color, como siempre decía su psicólogo. Un trabajo de profesor en una escuela de audiovisuales le permitió respirar económicamente y alquilarse una pequeña buhardilla en Carabanchel. Ahí pasó su último año y medio. Bien. Sin ilusiones, sin metas, tirando. Con las drogas fuera, con una bandeja llena de anti depresivos por dentro: las medicinas son pinzas que te sostienen, pero que se pueden soltar con cualquier vientecillo malo. Ramón, una vez limpio, también comenzó a visitarlo de nuevo, renovando el aire. Había vuelto a coger la guitarra e incluso se había atrevido con una nueva relación, un universitario diez años menos que él. Por su puesto, nunca le dijo una palabra a Antonio.
Él decía que le daba igual pero el último golpe se lo había dado hacía un par de meses su otro gran amante, el cine. En Estados Unidos estrenaron un nuevo film, protagonizado por Nick Nolte, sospechosamente parecido a aquella obra maestra que nunca le dejaron rodar. Paquito le imperó a que denunciara, pero Antonio, relajado, dijo que ya no tenía ganas. El asunto, que había indignado a Paquito y llevado su ya natural de por sí antiamericanismo a cotas galácticas, pasó desapercibido ante el bueno de Toño. Ni siquiera pareció enfadarse, sólo le pregunto si era una buena película. Lo malo es que parecía serlo.
Como ni Paquito ni Venancio querían estar solos fueron a desayunar a casa del primero. Como siempre se pasaron media mañana discutiendo, sin llegar a las cotas de la seriedad. Cuando se debatía sobre si ir a comer a un mesón o a un chino, Ramón tocó al móvil de Paquito. Parece ser que junto al cadáver había dejado una nota, a nombre de Paquito, y la policía iba a dejar por respeto que fuese él quien la abriese. Tiraron por lo rápido y se fueron a un kebab, pues habían quedado con Ramón y la Científica a primera hora de la tarde.
De camino allí, Paquito no paró de darle vueltas a lo que podría poner aquella nota. Tal vez era una despedida, una justificación, una confesión post mortem que su delicado carácter no le había dejado acometer en vida. Los oficiales les recibieron en el portal, advirtiéndoles que el escenario todavía no había sido tocado desde el suicidio, sugiriendo que no fueran ellos quien lo hiciesen. Cuando llegó Ramón subieron los cinco y al abrirse la puerta llegó la primera sorpresa: Antonio se había grabado en video el suicidio. Una Red One, cabalgada en un trípode apuntaba hacia una silla en medio del salón-cocina-comedor, manchado por un flash de sangre reseca. Al abrir la nota, no había ni despedida, ni saludo, ni si quiera un qué tal o un siento haberme ido. Era las instrucciones para que abriera un archivo en el Final Cut de su ordenador, donde había pre-montado su despedida, su obra póstuma. El último plano, debía añadirlo de la cinta de la cámara, y ese era la secuencia más violenta que jamás había rodado: su propia muerte.
Nadie sabrá nunca cuanto tiempo le debía haber costado grabar eso. Paquito estimaba que al menos un año, pero tratándose de Toño podían haber sido unos pocos meses. Tampoco de donde había podido sacar una cámara que valía tanto dinero, aunque todos pensaban que de alguna forma había conseguido robarla. Tampoco si lo que allí aparecían eran actores o no, todo fluía tan natural que parecía como si estuviese pensado. El vídeo, de unos cinco minutos, era un holograma de la vida y Madrid, o de Madrid y la propia vida. Con una voz en off y un réquiem sosteniendo el fondo, Antonio fue montando imágenes bellísimas, de la ciudad y de sus habitantes, en un ritmo prodigioso de planos y efectos que te iba moviendo como una montaña rusa. Y eran eso, imágenes bellas, como si la vida fuera tal. Como si quisiera demostrarnos que la felicidad son momentos, que la beldad no entiende de pobres. Antonio había compuesto un manual alegórico sobre la alegría, sobre un Madrid lúcido y melancólico, sobre las pequeñas estrellas anónimas que de tanto brillar, ni deslumbran. Sonrisas, abrazos, besos, regañinas, idas y venidas de un sol que nunca falla. Vicios, virtudes, regalos naturales por el mero hecho estar vivos. Antonio parecía haber robado esas imágenes, aunque tal acto de señoría no debía considerarse un acto delictivo. También Paquito y Venancio fueron grabados, sin darse cuenta, mientras brindaban por quién sabe qué. Ramón aparecía sólo, sentado junto a un viejo árbol en el Retiro, llorando sin lágrimas en los ojos.
La voz de Antonio acompañaba en todo momento la vorágine visual. Sonaba tranquila, dando a cada sílaba su tiempo justo, recreando cada palabra. El mensaje, conceptual como un Valery en su cementerio marino, iba refrendando la imagen, dándole la calidad literaria que merecía. Nombraba momentos, situaciones, sentimientos, pequeñas y grandes cosas que nos ayudan a tirar hacia delante. Todo lo que valen las cosas, y lo que valemos nosotros con ellas. Mientras avanzaban los segundos, el ambiente se iba sobrecogiendo en la habitación, ante el alumbramiento que estaban viviendo. Nadie decía nada pero todos pensaban lo mismo: cómo alguien que veía así la vida podía haberse suicidado. Paquito sospechaba que Antonio conocía la vida bastante mejor que la mayoría de sus semejantes, pero no en su más amplio espectro, del negro al blanco. En su epilogo había decidido mostrarle al mundo lo primero y quedarse para él lo segundo, como hubiera hecho un buen padre. La última frase, reservando el audio para el plano de la cámara, lo resumía todo: “Luchar por vivir… un final perfecto”.
El negro de la pantalla hizo que todos en sus mentes proyectaran la imagen de Antonio Fuensanta volándose el cerebro. El silencio duro varios segundos, un millón de ellos desde la subjetiva perspectiva de cualquiera de los presentes. Ninguno de los tres amigos vieron nunca la imagen final, hubiera sido demasiado duro. Al final de la nota y tras “un verdadero placer de haber compartido mis días contigo”, Antonio dejaba a Paquito la total libertad de hacer lo que quisiera con el corto. El debate, que lo abrió un todavía muy desorientado Ramón, duro poco.
-No sé… el mundo debería ver esto ¿no?
-Que le den por culo al mundo. No se lo merece.
Paquito se despidió de sus amigos y decidió volver dando un paseo por el centro. Como siempre, caminar le aliviaba tensiones, tan en el orden físico como en el emocional. Por fin conocía del todo a su amigo y por fin con palabras suyas, con su certera mirada. Y de repente empezó a sentirse muy mal consigo mismo. Su discurso en el cementerio había sido impersonal, vacío. Emotivo, sí, pero populista, sin rastro alguno de su amigo. No había sido sincero ni con Toño ni con él mismo. Aceleró el paso, y no paró ni concibió abstracción alguna hasta que se sentó ante la siempre vertiginosa hoja en blanco del word. Y empezó a escribir. Del tirón, vomitando, como se sueltan los sentimientos. Lo volcó todo, sin parones, ni dudas, sin preocuparse del desarrollo, como si hubiera línea directa entre su alma y la computadora. Luego, sólo lo releyó una vez. No quería embellecerlo, no quería formas vacías, sólo lo que sus dedos habían dictado.
Al caer la noche, volvió a la Almudena. Y está vez sí, con batín, bombín y corbata, leyó serio:
Toño, hoy de repente te has ido. A tú manera, sin decirnos nada. Algunos pensarán que eres un cobarde, que siempre hay que pelear por seguir viviendo. Ellos no te conocen. Luchaste, y mucho. Contra ti y contra ellos, contra eso fantasmas de un mundo incapaz de no ver nada más allá de sus ojos, contra el peso de soportar la certeza. Toño, otros dirán que te perdiste, que no supiste leer el tiempo. Que elegiste la sinrazón de la luna antes que el abrigo del fuego. Ellos no lo comprenden: no saben lo que es mantenerse puro porque es nacer… y ya se están consumiendo.
Toño, los que te critican te darán mil motivos sin saber ni uno solo. Te hablará de la vida, de su vida, de tantas cosas que merecen la pena. De las risas, de los amigos, de la música, del viento. Te dirán que a veces, para sentir un segundo hay que vivir quinientos, que hay que saber mirar, que aquí tenemos el vaso medio lleno. Toño, no les culpes, son unos necios. Tú ya viste todo eso, sólo que el cristal de tu cámara impidió que te deslumbrara. O simplemente no lo hizo. Supongo que lo que a nosotros nos vale, era muy poco para ti.
Toño, dirán que eras raro, que nunca fuiste de los nuestros. Y en parte con razón: nosotros sólo somos una suma de reflejos, pero tú… tú tenías la llave hacia el otro lado del espejo. Y desde ahí nos mirabas, nos hacías gestos, tú veías el sol y la lluvia, nosotros solo los celos.
Toño… ¿de verdad es tan cruel el juego?
Dímelo, amigo, aunque sea disfrazadito de sueño, enséñame todo lo que viste, márcame lo que mide un verso. Toño, no estoy triste, estoy contento. Se acabaron. Las frustraciones, los odios, los malos momentos. Ya sólo quedas tú: tus historias, tus paneos… los retales de un mundo que sólo nos quiso querer cuando éramos unos soñadores ingenuos...
Toño… ¿a que sabe el deseo?
Dímelo, amigo, aunque me lo encriptes en un cuento, aunque me mientas y me engañes, da igual, soy otro mediocre necio. Dime que para ser valiente, no te vale con estar quieto… dime que hay solución aunque nos pille muy lejos. Dime amigo, a que sabe eso, lo de volar sin peso… dame un poco de luz que no está de más ver… aunque cada grano sea arena del mismo desierto.
Toño… ¿sería diferente si mandaran los nuestros?
No me respondas, no quiero saberlo…
Toño, en realidad hace años que te fuiste y no sé, ahora es cuando más te hecho de menos… ¿Sabes? Yo tampoco me encuentro. A veces voy, a veces vengo, a veces me rindo y lo intento. Pero cada vez que doy un paso… siento que me pierdo, que no hay sitio, que está todo lleno… que estamos solos, que sólo somos ánimas de un circo pequeño, lágrimas mezcladas con sal que dan la sensación a mar, las cenizas de nuestros muertos.
Toño, ¿Tú también te sentías muy pequeño?
Yo tanto, que a veces ni me veo. Salgo a la calle y me busco, y entre gigantes me encuentro, y me quedo en la cortina de humo, en silencio, con mi libreta vacía, sin estribillo ni punteo: como una triste melodía que se va fundiendo a lo lejos…
Toño, a veces creo que este mundo está muy viejo… ¿sabes? Yo también he dibujado muchas veces ese final perfecto. Pero luego… luego me entra el temblor y vuelvo. A mi póker, a mis chicas, a mis sesiones de terapia con Venancio, a refugiarme en los recuerdos. Veo una peli, sigo unos ojos, escribo un poquito… y a mi forma, no sé, me siento vivo… cansado y gris, anodino, sin ser ni estar, sin rastro de fe en el destino… como uno más, como lo son todos los niños.
Toño no te voy a preguntar por qué lo hiciste, porque tú eres distinto. Naciste con las alas batidas, con el pesado don de ver la vida como si fuera un libro. Ellos no lo entienden, pero tenías mil motivos. En tus raíces blancas, en tu instinto. Tú tenías el don de la sensibilidad del alma, y ese es el peor castigo.
Toño, hoy de repente te has ido. A tú manera, sin hacer ruido.
Gracias por todo, estés donde estés, amigo.
Paquito dejó la nota enganchada al crucifijo y se marchó despacio. Andando, como cualquiera: Ni muerto, ni vivo.
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