El primer envite del despertador cogió por sorpresa al bueno de Paquito España. Estaba seguro de no haber dormido más de cinco minutos en toda la noche por lo que aquel alarido alarmista no hacía más que refrendar su opinión de que la puntualidad era uno de los mayores pecados del mundo moderno. No le encontraba ningún tipo de sentido emocional, sólo racional y práctico. Consideraba al reloj como el primer objeto esclavizante de la historia y al despertador como su versión más cruel e indiscriminada. Su cuerpo, plomizo, se negaba al movimiento, mientras que su cabeza empezaba a retomar las cefaleas del día anterior. No estaba el bueno de Paquito enfermo, simplemente se encontraba en un estado de total preocupación. Para colmo las tormentosas circunstancias no eran internas si no externas: dependían de terceras personas, no de él. Aquello, no controlar al situación, ser espectador y no protagonista del juego, provocaba grandes dosis de ansiedad en Paquito, a veces llegando a bloquearle. Cuando él era parte activa solamente se abrumaba, como paso previo a una acción deliberadora vía horas de profunda reflexión. Se enterraba con el problema y se ahogaba en su hiel hasta que algún brote de inspiración acudía en su ayuda, y entonces volaba sobre él y sobre todos los hombres hasta los páramos claros, y actuaba en consecuencia a sus pálpitos y reflexiones, siempre en un equilibrado cincuenta por ciento. Por eso odiaba tanto estar al margen, ser la absurda comparsa. Andaba pues muy turbado Paquito España por una situación a todos ojos intrascendente, pero que él consideraba de importancia vital e incalculables consecuencias. Su queridísima prima hermana, la bella y sonriente Celia Castrejana, se había comprometido con un policía municipal.
La cuestión, que puede parecer baladí para muchos, no lo era para el bueno de Paquito España. Si había un estrato que odiaba, que maldecía y execraba ese era el de la policía. Sabía de sus funciones necesarias de control y regulación del orden público, incluso llegaba a comprenderlas, pero la experiencia no había hecho otra cosa que jugarle malas pasadas. Odiaba a la policía y, sobre todo, odiaba a la policía municipal de la capital del reino. A los Nacionales les consideraba algo más dignos y por la Guardia Civil sentía una mezcla entre respeto y pánico: a contraluz parecen el mismo diablo por lo que no conviene llevarles la contraria. Los munipás eran diferentes, más propios de la España de Paco Martinez Soria que de un cuerpo de seguridad de un país occidentalizado. No suelen ser muy listos, por lo que no dominan muy bien el castellano, y salvo algunos privilegiados casos, son pocos los que llegan a conjugar con el usted. Como no suele aparecer mucho por televisión, deben de creer que es cosa del siglo pasado. El estado físico va a la par del mental por lo que resulta complicado creer que alguno de esos hombres pudiera interceptar algo corriendo, a lo más alguna vieja despistada o algún yonki adormecido. Por lo demás, y salvando esa curiosa creencia de que un uniforme les confiere una superioridad estamental sobre el resto de los mortales, eran como la más común de las personas: amantes del fútbol, las cilindradas y las noches locas en Gandía o Benidorm. Es decir, el paradigma de la mediocridad moderna con unas caprichosas dosis de complejo de superioridad. El matarife perfecto.
El juicio es duro, sí, pero para entenderlo hay que naufragar sobre el noble corazón de Paquito España. Y, en modo flash-back, retrotraerse algunos años atrás. Cuando Paquito, hombre más de calle que de bibliotecas, gozaba de la cárcel del cannabis, de su esencia rota. Junto a sus camaradas del barrio, pasaba las horas flotando en esa nube de sonrisas y mareos grises, de concentración máxima en una dispersión absoluta. Paquito consideró siempre el hachís como un regalo de la naturaleza con vistas a sosegar el alma, un dosificador para regularla despacito, para subirla y requebrarla, para apagarla a la última hora del día, con vistas a un descanso fugaz. Pasado un tiempo, desaparecen las carcajadas y el jolgorio, y sólo queda la sensación de bienestar, el aplomo, la pequeña dosis de atoramiento que facilita el respirar. Así, todo acompañaba un porro a Paquito España durante aquellos días, y cualquier excusa era perfecta: coronar un banco, celebrar un encuentro, observar al Guernika, narcotizar alguna princesilla con vistas a robarle un beso.
Hacía tiempo que ya no fumaba con regularidad y cuando lo hacía era incapaz de sobrepasar las tres caladas: cuando has vivido en el vértigo conviene echarse unos pasos atrás para no terminar cayendo. Aún así, aquella mañana sufrió una irrebatable sensación de volver a sus viejos vicios de una manera plena y consciente, como cuando era niño y soñaba. Paquito siempre fue una persona muy adictiva y estaba convencido de que su estado actual no era otro que la consecuencia lógica a una vida de adicciones: a los libros, a la libertad, a lo incorrecto, a su corazón ajado por alguna niña. Su prima, a la que veneraba y protegía de manera equidistante, le había ocultado la relación durante varios meses, por temor a que Paquito no la aprobase y enfriase unas afinidades forjadas a cariño y fuego desde la juventud. Temor infundado, pues Paquito era incapaz de hacer el más mínimo conato de daño a su prima, por mucho que pudiera desearlo. Los dos fueron criados casi íntegramente por sus abuelos ya que ambas ramificaciones paternales trabajaban durante más de catorce horas al día, inconvenientes de la clase obrera. Los primigenios recuerdos de juventud de Paquito siempre estaban asidos a Celia, siete años menor que él, y con la que poseía una relación más propia de hermanos que de primos. Para Paquito, Celia era su enana, su pequeña ninfa de rizos de oro y sonrisa eterna, la pequeña olita que sólo necesitaba de un suspiro para acariciar el mar. Paquito se duchó tan deprisa que el agua apenas rozó su cuerpo: sólo consiguió eliminar la capa de sudor que había cubierto su tez de preocupaciones. Aquella cita le estresaba, como si aquel funcionario del Estado, sabedor de su odio por los cuerpos uniformados fuera capaz de encontrar una excusa perfecta para multarle. Paquito decía que les odiaba, pero realmente lo que les tenía era miedo.
Y es que ser un fumeta en Madrid era lo más parecido a un comunista en los tiempos de Franco: un ser cercano al diablo al que había que presionar hasta reventarle. Más de tres personas jóvenes de fachada alternativa apostados en algún rincón eran consideradas como reunión ilegal y la situación siempre terminaba con un registro. El acoso era total, el acecho constante, el final previsible: ninguno se libraba de terminar colaborando con en las arcas de la Comunidad para la elaboración de algún nuevo túnel, carretera o casual levantamiento de aceras. Realmente, y en comparación con otros países donde la posesión o el consumo estaba penado desde la cárcel hasta la cercenación de algún miembro corporal, la pena era mínima: sólo debías pagar una multa de unos 450 euros. Aún así, y teniendo el cuenta la magnitud del pecado (establecida como delito contra la salud pública en la archifamosa ley Corcuera del 92), seguía siendo una pena moralmente inadmisible. Y teniendo en cuenta la capacidad económica de Paquito España por aquellos tiempos, una losa inquebrantable. Realmente era como jugar al ratón y al gato, ellos perseguían y tú te las ingeniabas para que no te pillasen. Paquito España, junto con sus camaradas, solían parar en un pequeño parque, que carecida de vías de escape pero que contaba con unas medidas de seguridad muy eficientes. Junto a su banco había un pequeño monumento conmemorativo al General Vara de Rey y los héroes del Caney, un episodio de la Guerra de Cuba donde unos trescientos patrióticos españolitos aguantaron más de nueve horas el acoso de 4.000 soldados norteamericanos, que por aquel entonces compartían trinchera por Cuba. La hazaña, respetable, guardaba una trampa: la mayor parte del tiempo se lo pasaron corriendo hacia la costa unos detrás de otros. La estatua, circundada con una verja, era el lugar perfecto para esconder todo tipo de sustancias ya que, con la caída de la noche y sin unos conocimientos debidos de la cantidad de pequeños recodos con los que contaba, era imposible encontrar nada. Si metías la mano lo más que podrías obtener era una cucaracha, que por allí contaban con un mini Estado hiperpoblado e independiente. Esos pequeños seres antinucleares eran, si duda, el mayor apoyo con el que contaban nuestros amigos contra la represión.
Así, con las espaldas bien cubiertas iban superando la mayoría de las jornadas, al menos cuando jugaban en casa. Sólo la aparición de algún grupo de secretas conseguía darles caza. Es típico intentar identificar a la policía secreta y mucha gente se jacta de sus habilidades para ello: realmente es casi imposible, esos señores cuentan con la más común de todas las caras. Si no te fijas mucho, incluso podrían pasar por una sombra. Así, las visitas policiales, un par de veces al día, siempre finalizaban de la misma forma: sin rastro de sustancia ilegal alguna. Los guardias, impotentes, acudían una y otra vez en busca de su premio y, al ver que no lograban nada, al menos se entretenían vejando un poco. Del tradicional vacío de bolsillos, pasaban al cacheo para terminar con un literal toqueteo de bolas. Paquito y sus amigos sonreían falaces, sin esconder lo más mínimo su estado de ebriedad, lo que conseguía encrespar aún más a la autoridad. El caso más obvio era el de Celestino Domínguez, unos de los mayores hermanos y confesor de Paquito España, al que sus ojos tomaban el color de un crepúsculo ojeroso. El inspector, irritado tras unas semanas sin rascar nada, le imperaba:
-Y tú me vas a decir que no has fumado ¿verdad?
-Sí he fumado, señor, pero ya me lo he terminado todo…
En cierto modo, aquel acoso era divertido, y hacía sentirse a Paquito España un poco más rebelde. Él, soñador y contestatario, siempre había anhelado cosas por las que luchar, por las que obtener pequeñas victorias aunque fueran en pírrico resultado. La sociedad donde le había tocado nacer, hija del bienestar y esclava del inmovilismo, le dejaba poco margen de actuación. Los derechos, las libertades, todo había sido conquistado por la generación de sus progenitores, única doblemente paternal por haber tenido que educar tanto a sus padres como a sus hijos. A ellos les habían tocado las migajas, el resultado, que de tan bonito que había quedado pocas ganas había de seguir hacia delante. Las sociedades europeas de finales de siglo habían encontrado un camino hacia el equilibrio e ir para adelante sólo provocaba miedos: no fuera que quebrásemos lo que tantos años de reivindicación y lucha habían conseguido. O tal vez sólo era un sistema férreo de intereses, una red tan bien tejida como el más tupido de los velos. Eso sí, aquella diatriba diaria, por insignificante que fuera, les mantenían en cierta forma vivos. Y encabronados, que es la base de toda resistencia, moral o ilegítima. Seguramente pertenece Paquito España a una generación tan desgraciada que solo anhela sus miedos, por considerarlos más cercanos que la propia vida.
Y como en toda resistencia, fuero capitulando paulatinamente, algunos de manera múltiple, en una concatenación de infinitos ejemplos. Cada error, cada confianza, cada giro inesperado: cualquier rendija era suficiente, por lo que lo difícil era no caer. Paquito recordaba un 18 de Mayo con especial resquemor. Fue un sábado de esos en los que hay pocas ganas de nada por lo que te apuntas solamente a un vuelo raso. Corporalmente se encontraban donde siempre, mientras que su mente, aliñada y acicalada, se hallaba ya debatiendo entre el cielo y el ocaso. La noche era tranquila y el abrigo de su parque era cuanto necesitaban: cuando se cuentan con pocas pretensiones todo más allá del suelo de la luna parece como un lejano cuento. Llegaron pues, puntuales a su cita los gendarmes, que ya en sus andares parecían más crispados que otros días. Con sus ojos de linterna barrieron todo el espacio, vital y aéreo, mientras nuestros amigos observaban piadosos en sus ojillos nublados: como tantas veces el tesoro estaba demasiado lejos, sin la ayuda de un perro no podrían encontrar nada. Les pidieron las identificaciones y, tras el tradicional vacío de bolsillos y casi sexual toqueteo, los policías, sin mediar palabra, empezaron a rellenar sus recetas en papel reciclado. Como si de una rifa se tratase, sólo que todos contaban con premio.
-Pero… ¿Nos van a multar?
-Residuos de botellón.
El gesto fue acompañado con un brusco giro de cabeza que ayudó a nuestros compañeros a enfocar al suelo, donde se hallaba medio enterrada en la arena una bolsa de Risketos, con varias cáscaras de pipas a su alrededor. Lo curioso es que podrían llevar allí años.
-Eso no es nuestro… no, no pueden multarnos por una cosa que no es nuestra.
-Yo creo que sí qué es vuestra.
Siguieron entonces unos momentos de confusión indignada, que cada uno asumió como buenamente pudo. A algunos, como Celestino Domínguez, se les quebró el habla y bloqueó la mente: otro engorroso pago significaba decir adiós a las próximas vacaciones. Otros, como Paquito, se encararon, dejando de un lado la vara del respeto, de la educación y las buenas formas y su contención sólo trataba con lo físico: lo difícil que es a veces autonegarse una hostia.
-Pero, vosotros… no podéis… ¡qué coño! Darme el número de placa. A ver quién cojones…
El cabecilla recogió el papelito de Paquito España y escribió sin inmutarse una clave numérica sobre él. Luego se lo lanzó a Paquito con todo el desprecio que pudo, y éste fue planeando hasta sus pies. En ningún momento se dignó a mirarle a los ojos.
-Jacinto Ortega. Jefe anti-botellón del distrito del Puente de Vallekas. No os vais a librar siempre…
Luego se dieron la vuelta y se fueron, haciendo caso omiso a las protestas que seguían vertiéndose sobre ellos. Esa noche, se apagó el karma y sólo vocearon la indignación y los malos deseos para el prójimo, algo que normalmente sólo estaba reservados para la casta política. Habían caído a la par que lo habían hecho las reglas del juego, quebradas de manera arbitrarias al chaleco del poder. La impotencia es uno de los sentimientos más crueles de todo el abanico emocional y Paquito España lo sintió entonces con toda su fiereza: por dentro notó como su cuerpo se arañaba a sí mismo, como ardía en la rabia de sentirse incapaz de hacer nada.
De las cinco personas que se encontraban allí tres recibieron la sanción a los pocos meses. Sin posibilidad de reclamación, por tratarse de una multa administrativa que carece de dicho derecho, tuvieron que ingresar al todopoderoso Estado cuatrocientos euros por cabeza. Uno de los amnistiados fue Paquito, cuya multa posiblemente se perdió dentro de los jaleos burocráticos, o en el temor de Jacinto Ortega, del que no podía pasar desapercibido lo vejatorio e ilegal de su modus operandi. Aún así, y por solidaridad con el grupo, aquel año siguiente no hubo vacaciones en ninguna villa de frondosas calas; hubo abstinencia, doble dosis de Retiro, además de un brote medio esquizofrénico que nuestros amigos quisieron llamar madero-fobia.
A pesar de la pereza, Paquito España llegó puntual al Lope de Vega, un restaurante situado en la calle con el mismo nombre, como no en el barrio de las letras. Eso le dio cierta seguridad, poder controlar el ambiente con anterioridad, por mucha familiaridad que haya con el sitio, era vital. Se pidió Paquito un Rioja y cogió El País de la barra, haciendo como que leía con disimulo, mientras su mente se congelaba en un stand by de blanco y negro. A los pocos minutos, asomó por la puerta Celia, seguida de un hombre algo pasado de peso, con un futuro avocado a la calvicie y ataviado con una camiseta con el Wall de Pink Floyd inscrita en su pecho, algo sin duda chocante y sorprendente. No por la excelencia musical (que también), si no por su estado físico. Si en algo confluían todos los anteriores novios de su prima era en el atractivo externo, aunque luego en el interior sólo albergaran negruzcas tormentas. De toda la colección destacaban tres. Héctor, un dueño de un pub de moda en Torreuropa; Pedro, un Ingeniero de Telecomunicaciones cum laude en la Politécnica; y Néstor, un cantante de un grupo Transmetal de rápida ascensión y caída. Al primero, algo fatxa, le perdían las mujeres y Celia, tras mucho sufrimiento, comprendió que no era ella mujer compatible con la poligamia. El ingeniero, buena persona pero con una curiosa drogodependencia hacia el trabajo, simplemente llegó a aburrirle: la quinta vez que le puso los cuernos decidió dejarle. Ella había sido muy evidente y él ni si quiera se molestó en sospechar nada, lo que fue una punzada demasiado fuerte en su orgullo. Con Néstor, el menos duradero pero más profundo, el final había sido diferente: socavó su amor una mala combinación de estrella del rock y carretera.
Celia, que se movía con la cadencia de los dioses, desarboló toda la preparación previa de Paquito con una sonrisa. Por su devoción a ella era incapaz de negarle nada, por lo que todos sus novios habían terminado por caerle bien, aunque con algunos hubiera tenido que realizar algún esfuerzo previo. Al hombre se le veía nervioso, como si aquella fuera a ser la más dura de las reválidas.
-Hola primo. Mira, este es Jorge.
Paquito se levantó y estrecharon sus manos, que de alguna forma le parecieron cálidas. El análisis que hacía de estos primeros segundos era muy positiva: al menos su nombre, circunstancia que consideraba vital en el posterior desarrollo de las personas, no contaba con la doble combinación de vocales “e-o”, acontecimiento que la historia reflejaba de nefasto agüero. Ese tipo de casualidades siempre elevaban el ánimo de un Paquito que, aunque lo negaba, tenía bastante desarrollada la baliza de los azares metafísicos.
La comida comenzó de manera bastante amena, como no podía ser menos por el carácter carismático de su prima, que no cedió palabra durante los primeros veinte minutos. La historia en sus labios cobraba mucha más fuerza de la que ya de por sí tenía. Habían pasado un fin de semana en una casa rural perdida por los Picos de Europa y una nevada les había dejado incomunicados. Ellos, urbanitas, pensaban que allí tendrían comida al menos en formato mini-bar, por lo que esperaban hacer la compra al día siguiente, circunstancia que por motivos meteorológicos nunca sucedió. Sobrevivieron tres días con una bolsa de Doritos, todo el chocolate que el hippie bolso de Celia Castrejana podía albergar y un salvador trozo de lacón rancio que se dejó el anterior usuario en la nevera. Por su puesto, fueron incapaces de prender la chimenea de leña: es imposible que prenda un madero gordo con el fuego de un mechero. Para colmo, la única visita que recibieron en dos días fue la de tres pobres ovejas descarriadas. Que para incomprensión del pobre Jorge terminaron por ser otras bocas que alimentar.
Las carcajadas y el vino fueron transcurriendo de manera natural por lo que Paquito bajó sus propias defensas. Él, bien conocedor de su carácter impulsivo en la conversación exacerbada, se había hecho prometer que no tocaría ciertos temas. Una vez dinamitado el volcán es imposible contener la lava por lo que Paquito había decidido alejarse del volcán lo más posible. Con su mente todavía en la metáfora espetó:
-Y… ¿qué tal en el curro?
-Bien… ahora estoy en la brigada anti-botellón del distrito Moncloa… pero he pedido el traslado, prefiero algo más tranquilo…
-Lo entiendo, a nadie le gusta ser un represor…
-¿Cómo?
Normalmente, la obsesión por un léxico lo más apropiado al sentimiento que quiere establecer con la frase, le hace obviar el hipotético impacto que puede causar tanta exactitud en el lenguaje. En el caso concreto de su prima un cambio en el ceño, entre atónito y fruncido. Intentó reaccionar.
-Es una forma de hablar… lo que te quiero decir es que los chavales tampoco están haciendo nada malo…
-Infringen la ley. Yo no me meto en que esté bien o mal… pero si hay una ley hay que cumplirla ¿no?
La chispa saltó y Paquito España cruzó hacia la línea que más le gusta: el debate aguerrido y profundo, la continua reválida.
-En Irán es legal lapidar a las mujeres. Por lo que según tú apedrearlas es lo correcto.
-Hombre, por dios, no me puedes comparar…
-Comparo porque son dos realidades que, aunque muy diferentes en su fondo chocan de igual manera con sus respectivos contextos. La única diferencia es que ellos tienen la cabeza en el medievo y por lo tanto, sus reivindicaciones tienen aire de época y nos producen más incomprensión. Pero subyace lo mismo: un derecho inalienable es aniquilado.
-¿Derecho qué? Vamos, primo, no jodas anda…
La riña de Celia amilanó un poco los ánimos de Paquito España. El botellón, aunque no lo crean, siempre había sido una de sus debilidades sociales. Lo consideraba, simplemente, la forma más natural de dedicarse a Baco. Al aire libre, sin estruendosas melodías ni malos humos, sumiéndose en la ebriedad de la mano de una buena conversación. Su generación había sido pionera en este tipo de actos, masificados y popularizados algo después como necesario paso previo para su ilegalización. Eso le enorgullecía y sólo contemplaba dos posibles casos para la sanción: aquellos que turbaban el descanso de los demás y aquellos que no se molestaban en recoger la basura generada. Lo había practicado con muchísima asiduidad y sólo la cómoda independencia hacia un hogar propio había conseguido dejarlos de lado. Aún así, en su recuerdo tenía muchos botellones como sus mejores fiestas.
-Pues antes eras bastante aficionada…
-Y lo soy. Pero bueno de ahí a considerarlo un derecho… Además, culpa a los políticos no a él que es un mandao…
-Yo no lo he culpado…
-Pero lo piensas, que te conozco…
-Si a mi tampoco me gusta… ¿Qué te crees que me metí a Poli para esto? Pues no, hombre… pero es lo que hay.
-Es que mi primo tiene problemas con la autoridad, es algo endémico… ¿verdad?
-Tengo problemas con el poder, es incompatible con el ser humano.
La idea de que el poder corrompe era tomada como un axioma por parte de Paquito España. Sabía que el ser humano es egoísta y acomplejado y que cualquier don de superioridad ante los demás es exhibido con una vehemencia prepotente y cruel. No entendía el por qué, sólo veía los resultados. Y los ejemplos eran muchos, no sólo en aquellos lejanos parques, sino también en mundo real: los déspotas empresarios que prefieren despedir a alguien antes de ceder una milésima su beneficio, el Guardia Jurado que se cree dios ante un soñador mendigo, los artistas que miran con desprecio y olvidan su inicio caído, los cobardes que juegan con el miedo ajeno para esconder un poco el suyo, en tupidas cortinas de envidia y humo. Todo es relativo y nada universal, pero Paquito España tenía como propio que el poder solo ennegrecía y muy pocos eran los que conseguían dignificarlo. O maniatarlo, ya que sus aromas, seductores e impíos, deben crear una adicción tan excelsa y placentera como aquellas cárceles de otoños rotos y anhelos de hachís. No debía de ser fácil y por eso Paquito España acuñaba la incompatibilidad del poder con el ser humano. Hay que ser bien consciente de los límites para no cruzar líneas que no se puedan controlar. Y es que, para Paquito, el poder no era más que otra droga, otro vehículo de falsa sensación de libertad. Sólo que con el poder, a diferencia de los psicotrópicos, se tiende a hacer más daño a los demás que a uno mismo.
Y como con las drogas, ese uso puede ser controlado, liviano, como el de los altivos policías. O puede ser desfasado, imperioso, como los que de verdad mandan. Del poder absoluto sólo puede salir la corrupción absoluta, la enajenación total del concepto moral de ser humano. Si la horizontalidad representa la seguridad de los ojos que se miran frente a frente, la verticalidad sólo suspira dependencia al desequilibrio, la altanera necesidad de unos por mantenerse arriba, y el ahogo de los muchos, por no poder salir de abajo, por vivir colocados a los dictados del tedio y la televisión. El mundo, en su descontrolado vuelo, rota movido por la adicción de unos pocos, por sus maquiavélicas teorías de conservación y expansión, por su miedo propio proyectado al infinito, por ese pequeño filtro que nos abren para que, al menos, podamos respirar.
Paquito desconocía si aquello respondía a una necesidad intrínseca del todo, que se bloquea si no halla sobre él una cabeza. En el fondo, creía que era un mal obsequio de la naturaleza, una pequeña bomba en el alma de cualquier ser vivo, en forma de competitiva necesidad. Pocas razas animales no son guiadas por uno de sus miembros, y el ser humano desde luego no es la excepción. Solamente que su infinita potencialidad bélica hace que las opresiones del liderazgo sean quirúrgicamente efectivas, imposibles de contrarrestar. Convirtiendo la sociedad en un circo novelado con una trama irreversible, adecuadamente aliñado por unos cuentecillos de aventuras propias. Pero una ilusión y al fin al cabo, una grandilocuente dramaturgia donde tus posibilidades suelen estar segmentadas entre la conciencia del espectador y el grado menor de ser el primer Ayudante de dirección. Y con muchísimos matices, materiales y humanos.
Jorge, que buscaba de todo menos un conflicto con su casi cuñado, relajó su rostro.
-Poder… si sólo somos unos currelas...
-Tenéis un cierto poder sobre las personas y una gran parte se aprovecha de ello. No digo todos, claro, tampoco digo que tú lo hagas. No te conozco. Pero sí se de muchos que lo hacen. Se aprovechan de su posición para putearnos de una manera constante. No digo que no sea una forma de combatir las frustraciones, pero hostia…
-Hay compañeros de todo tipo… No sé, a veces también es difícil. Si la gente hiciera las cosas como debe… yo intento ser bastante transigente la verdad… pero bueno, al fin y al cabo gente que putea hay en todos lados, no sólo en la policía… el otro día fui al Ayuntamiento a por un papeles… y madre de dios, cuatro horas que me tuvieron allí de ventana en ventana para decirme que me faltaba la fotocopia compulsada de una cosa que no sé ni lo que es…
-No ya, si así nos va…
-Hay de todo… y para que esto funcione supongo que tiene que haber de todo…
-Y dicen que somos libres… y luego no hacemos más que depender los unos de los otros…
-Todos menos tú, primo… eres el ser más libre que conozco… salvo porque nunca tienes un duro…
Celia sonrío y en efecto alud se llevó toda la lava: el volcán de Paquito España se había quedado sin gas. La comida continúo sin más incidencias y se dilató como marcan los cánones: café, pacharán y puro. Paquito decidió volver a casa paseando, la tarde no era mala y el transitar por el casco antiguo siempre le ayudaba a reflexionar. Empezaba atando conceptos, dándoles una vuelta de perspectiva, esperando un guiño, que solía aparecer tras mutarse un poco en Prometeo: Paquito no hacía otra cosa que ir derribando sus propias teorías. Y cada vez que la bola cae, se enfría, haciéndose más dura y elocuente. Siempre, entre el alba decadente, tiende a cristalizarse con el cerro, a coserse a él. Entonces, cuando ya no puede ser movida, es cuando yace una especie de conclusión. En este caso, al pasar junto a una tienda de chinos, regentada por un surcoreano que hacía llamarse Juan.
“Tiene que haber de todo…”. La frase era de Jorge y no guardaba misticismo alguno, más bien andaba marcado por el tópico y la mediocridad. Pero tras un paso por el barro, Paquito le dio su propia vuelta: tiene que haber adicciones de todo tipo. Desde que se libera como racional, el ser humano se convirtió en adictivo por naturaleza. A su religión, a sus partidas de mus, a sus carreras por el Retiro, a su chatito de orujo. A su fútbol, a sus intrigas policíacas, a sus maquetas de guerras pasadas, a su vuelo con motor de crack. Todas las aficiones degeneran en adicción por el mismo goce que producen. Está en su naturaleza. Por eso el poder engancha y por eso es tan nefasto: solamente es la peor de las drogas, la de efectos más nocivos contra la salud de las personas, justo lo que acusa al cannabis la Ley Corcuera. Y ese vicio, como todos, tiene un vehículo que lo elabora y lo hace posible: un mesías, un libro, una pareja de partido. En este caso nosotros, las personas grises que no salen en los periódicos y que prestan los devenires de sus vidas a unos yonquis calculadores y obscenos. Un vicio sin duda caro y en su máxima pureza también hereditario.
El ser humano necesita proyectarse haciendo cosas que le signifiquen con el resto, que le empujen a ser diferente, que le identifiquen como persona. Esas aficiones pueden llevarte ante lo excelso o ante los pozos del estigio, pero siempre van conformando lo que eres, para los demás y para ti mismo. Jorge eligió ser un policía, pero también un excelente agricultor. Por eso, y tras unos meses de penurias por Leganitos, fue trasladado a Miraflores de la Sierra. Allí fue construyendo su pequeña granja, mientras le daba a Celia la familia que tanto anhelaba. No se separaron nunca, nadie podía ni siquiera imaginarlo. Ella era a lo máximo que podía aspirar él, que sin saberlo le había dado todo cuanto necesitaba: atención y cariño. Para Paquito pronto dejó de ser Jorge, para ser otro primo y entrar en el exclusivo club de personas que dejaría vivas en su reseteo global. Eso sí, ante los grandes públicos se justificaría: Amigos, hasta en el infierno.
2 comentarios:
En serio, deberías plantearte, cuando tengas algun episodio más supongo, darle un poco de difusión a esto porque escribes muy bien.
Gracias, esa es la idea pero hay que ir paso a paso :)
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