Aquella noche de 25 de marzo amagó con terminarse pronto. Paquito España había acudido a tomar unas copas a la sala Delover, junto con su inseparable amigo Venancio Urrutia, con el liviano objetivo de ir embriagándose en paralelo con la noche y su magnético manto de medias verdades y atrevimientos equívocos. Acabó pronto, como decíamos, porque aquella noche estaba más condenada a las purificaciones que al jolgorio. El detonante de la discusión no habría sido otra cosa que el dichoso facebook, la celebérrima red de redes sociales y patrón sacrosanto de la global cultura de cercenar la privacidad del ser humano. El bueno de Venancio Urrutia había colgado unas comprometedoras fotos de su último aniversario, donde el pobre Paquito, ataviado con un gorro de paja y un chaleco al más puro estilo de Chuck Norris en los Ranger de Texas, aparecía intimando con una chica asiática con la pelvis congelada hacia la vereda de los paños menores. Dichas imágenes produjeron una concatenación de causa efecto en la ajetreada vida social de Paquito, que vio como sus cientos de contactos se divertían con ingeniosos y audaces comentarios. Porque la geisha venía con trampa: resultó ser una broma pagada en forma de transexual albana, para trauma del pobre Paquito, que al descubrirlo corrió como no la había hecho nunca. Para colmo, Chun-Li, también con cuenta, se las había ingeniado para grabarlo todo y subirlo. Toda una chanza para su muro social.
Entraba pues Paquito en su portal, con un mosqueo efervescente y unas ganas increíbles de enterrar su rabia bajo la almohada: no hay mejor cura para el ayer que despertar mañana. Ya al girar la llave en la cerradura empezó a escuchar unos gritos desaforados de mujer, mezclados por otros de rabia de un hombre. Primero se quedó congelado, no era él hombre de acción y el jaleo se escuchaba demasiado cerca. Se paró y pensó en volver a reencontrarse con Venancio, pero el orgullo el frenó y le empujó a dar unos pasos más hacia la escalera. Al fin y al cabo, aquel era su hogar. Al girar y tomar el primer peldaño, un hombre trajeado se precipitó rodando hacia él, por lo que al pobre Paquito no le quedó otra opción que besar el suelo. Su primera reacción, bien por instinto barriobajero o por ese enfado que no tardaría en olvidar, fue patalear sobre el aquel extraño hombre. Él no respondió, seguramente porque estaba muerto: lo rubricaba un tenedor de cuatro puntas clavado sobre su entrecejo. Paquito se quedó gélido sobre él, con un temblor de alta escala Richter, y un vacío mental impropio de un intelectual de su categoría. El ruido de unos pasos le devolvieron a la realidad y pensó en correr, o teniendo en cuenta su inaptitud para el deporte, en mover sus piernas lo más rápido posible. No pudo y una pequeña figura jadeante llegó junto a él. Medio ensangrentada, con una camisa rosa cruelmente rasgada, con unos ojos celeste que lo copaban todo. Y que tranquilizaron un poco al bueno de Paquito: por lo menos apuntaban tanto miedo como los suyos. También ayudo la familiaridad, el rostro, la infinita sonrisa de Sofía, vecina del primero derecha y una de las fantasías sexuales no resultas en la parte más epicúrea del fértil cerebro de nuestro siempre inquietante Paquito España.
Hay mujeres que tienen una fuerza interior, un imán que reside en sus ojos y que lo rodea todo, un halo de excelsa divinidad que eleva cada detalle en algo necesario. Paquito sabía reconocer bien a esas mujeres que, por alguna razón, siempre terminaban por enamorarle como paso previo a dejarle tirado en la cuneta. Las otras, las que no podían flotar y por tanto caminaban al raso de los hombres, siempre terminaban por cansarle, como paso previo a unos sentimientos de culpabilidad y depresión: a veces lo lleva peor el verdugo que el reo.
La primera vez que vio a Sofía, uno de esos domingos de arrepentimientos y cefaleas, ya supo que era una de esas mujeres condenadas a hacerle daño. La chica, muy enojada, golpeaba de una manera muy temperamental un buzón que negaba abrirse, por lo que Paquito España tiró de horquilla y maña (y de alguna etapa de su vida nada honrosa) para sacarla del problema. Ella sólo sonrío y marchó escaleras arriba, mientras que Paquito se quedó embelesado. No le dijo nada entonces, ni le había dicho nada hasta ahora, sólo se había dedicado a pensar en ella y a trazar un poema, que aunque nunca había escrito, tenía bien claro en su cabeza:
Escucha. No pienses.
Siente.
Ya te borro yo las ojeras…
Tonta… soy yo. ¿No te acuerdas? Siempre he estado aquí,
esperando. De tus sueños…
¡Claro!
Yo es que vivo en tus ojos,
por eso sólo me puedes ver cuando los cierras.
Venga, vente,
quédate conmigo.
Cierra la puerta al mundo, que aquí no hay tormentas…
¿Soy poquilla cosa?
Un granito en la arena…
¡que sí!
Que aquí no llueven piedras…
¡Venga!
Si te vienes te dibujo la primavera,
en un escorcito que la haga digna de ser por ti,
eterna,
que ellos se queden el sol,
que yo te pongo dos velas,
que no hay nada mejor que los pares
para ver entre la niebla.
Sí,
mandarlo todo a la mierda…
solos
y que se joda la tierra y sus infinitas vueltas…
Si ellos no supieron amar
no es culpa nuestra.
Cierra lo ojos,
pequeña,
que aquí te espero yo,
dando forma y color,
donde sólo moran tus quimeras.
Y ahora, esa etérea princesa, se encontraba por fin frente al bueno de Paquito, en una situación que superaba con creces cualquier proyección abstracta que hubiera podido imaginar. Es curioso, hay historias que ya parecen malditas desde antes de sus inicios, subrayadas por un siempre incómodo sentido común que te pides que te alejes. Ante esto, existen dos tipos de personas: las que capitulan y acceden y las que, como Paquito España, no se fían ni de su conciencia.
-Puedo explicártelo…
Después del infortunado accidente, lo habitual hubiese sido ver a Paquito España huir desaforado, posándose sobre los escalones con la rapidez de algún invertebrado volador sobre pétalos de arena. Lo normal hubiera sido un Paquito chillón y amilanado, que no hubiera recobrado su estado de inconsciencia habitual hasta el deglutir de un par de orfidales. Pero no. Tragó saliva y se concentró, hasta sonrió un poco. La vida le brindaba un poco de acción a lo más puro Tarantino, y no estaba dispuesto a desaprovecharla. Él, hombre de letras y sueños, nunca había experimentado situaciones de adrenalina extrema y riesgo, por mucho que se jactara narrando las chiquerías que cometían de jóvenes en el barrio. Y aquella era una de esas encrucijadas, una de esas películas que nacen marcadas por su pasado real. Que Sofía estuviera allí le sacó de dudas: semejante orquídea no podía formar parte de ningún collar nefasto.
Sin articular palabra empezó a estirar del cadáver hacia arriba por los brazos, mientras Sofía le ayudaba con las piernas. El yaciente, con los ojos abiertos, miraba en una extraña mueca a Paquito, que tornaba la cabeza con disimulo. Aquella expresión, fija e inhumana, ya del todo dominada por la muerte, acompañaría de manera constante su descanso hasta mucho tiempo después. La puerta, entreabierta, tenía la cerradura visiblemente inutilizada por lo que pudieron introducir al sujeto sin mayor problema. Dejaron el cadáver en mitad del salón y, mientras Sofía corría hacia su portátil, un Paquito España oligofrénico empezó a enumerar el plan a seguir.
-Luego me cuentas los detalles. Tenemos que ser rápidos. Uno, limpiar la sangre de la escalera… a ver… ¿Dónde tienes una fregona? Ah… allí… ¿Estás en facebook?
Paquito vio una fregona junto a la puerta de la cocina y empezó a ejecutar la primera fase de un plan que seguía elaborando en su cabeza. Por suerte, las dos y media de la mañana no es una hora muy concurrida, por lo que ningún vecino asomó por los escalones. O en eso confiaba Paquito España que se encontró de bruces con la medieval Señora Rogelia al cruzar los umbrales del primero izquierda.
-Has vomitado en la escalera ¿verdad?
-Señora, yo no…
-Los de vuestra generación no conocéis lo que significa la palabra vergüenza…
-Lo siento, no tengo tiempo... –Paquito siguió hacia el primero derecha, empujando la puerta.
-¿Así que la que ha vomitado a sido esa? Menuda guarra…
Paquito encontró el salón como lo había dejado, pero sin Sofía. El piso, bastante desordenado, parecía propio de una estudiante: los muebles eran de Ikea, la televisión del siglo pasado, las estanterías presentaban unos vacíos intolerables y un póster de El club de la lucha se emergía como el único signo de decoración. Avanzó Paquito por el pasillo hasta ver como Sofía cerraba a toda velocidad una maleta.
-¿A dónde vas?
-A cualquier sitio. Gracias por todo, esto…
-Paco.
-Paco. Muy bien. Pues vete a casa Paco, ya has hecho demasiado…
-Ey… tranquila. Estamos juntos en esto ¿vale? No te voy a dejar sola.
-De verdad, no…
-¿Era tu novio? Porque ahora con lo de los maltratos…
-¿Ese? No jodas… creo que puedo aspirar a más ¿no?
El descaro de la respuesta, la situación, el tono de sus ojos. Paquito España no veía peligro alguno porque sólo tenía ojos para Sofía. Era muy de él enamorarse y hacer extrañas conjeturas en su mente, devenires y encuentros casuales que siempre terminaban en una cálida proyección de parejita en plena catarsis conyugal de peli-manta. Casi nunca daba la alternativa la proyección a la realidad, pero Paquito disfrutaba ensoñándose. Era allí, sin anclajes ni ortigas, ni incómodas comparaciones con el contexto donde se sentía realmente libre. Con Sofía había proyectado ese tipo de imágenes en multitud de ocasiones desde que la conoció, escaso tiempo atrás. Pero aquello superaba enteramente sus a veces alocadas expectativas: si los eventos tienen valor según con la intensidad en las que los vives, esa niña debía de ser su amor verdadero.
-Entonces… ¿es algo como de… mafia?
-¿Mafia? Sí, algo así, más o menos.
-Entonces tenemos que deshacernos del cadáver. Es fácil, sólo tenemos que ir troceando por las articulaciones…
-¡¿Qué?! No voy a trocear a nadie…
-Si no hay cadáver, no hay muerto, es algo básico en esos mundos…
-Haz lo que quieras, yo me piro.
Sofía cogió su maleta y salió de la habitación a toda prisa. Paquito, instintivamente, siguió su curso: la veía tan cerca, que no estaba dispuesto a dejarla escapar fácilmente. De toda aquella extraña situación sólo veía una cosa clara: Aquella niña de aparente coraza de hierro estaba muerta de miedo por lo que no había lugar a dejarla tirada. Al llegar al salón la vio rebuscando en el cadáver, hasta que extrajo una pequeña pistola de la parte trasera de su cinturón. Entonces, como si de una alarma se tratase, el móvil del sujeto comenzó a sonar, por lo que David Bisbal se convirtió, de manera fortuita, en la primera melodía común entre ambos. Él hubiera preferido algo más sofisticado, de alguna época donde la música no fuera tan maltratada como la presente. Aún así, aquella horrorosa honra a Orfeo sería desde entonces su canción, por lo hizo un esfuerzo por memorizar la letra. Se le impidió Sofía, que cogió el celular y colgó. Al hacerlo miró a Paquito y su rostro reveló por primera vez el pánico.
-Van a venir…
-Pues entonces tenemos que irnos.
Paquito, aún temblando, trasmitía cierta seguridad. De alguna forma, parecía preparado para liderar este tipo de situaciones. Cogió a Sofía de la mano y la guió hacia el exterior de la casa, no sin antes percatarse de que no había nadie en la escalera. Sí se percibió Sofía del movimiento de mirilla del primero izquierda, regalando a la señora Rogelia su dedo en la universal posición de irse a tomar por el culo. Bajaron rápido las escaleras y sin separar sus dedos pulsaron el botón que les daba el acceso al exterior. Exterior en el que duraron poco: Sofía se percató de que dos hombres uniformados se dirigían hacia el portal, por lo que ambos retrocedieron en acto reflejo.
-¿Nos han visto?
-Creo que no… vamos mejor a mi casa... por lo menos ganaremos tiempo.
Así, comenzaron el segundo ascenso que, paradójicamente, ganaba en intensidad al primero. Se puede decir que aquí es donde comenzó a temer Paquito España por su propia existencia. Es curioso lo poco que valoramos la vida y el pánico que nos da cuando nos asomamos a perderla. Paquito siempre había vacilado con que moriría joven, que no le importaba seguir o no respirando, que el mundo, desde que nos apoderamos de él, ya había perdido la magia por vivirse. Sin embargo, ahora cada escalón completado era una burla a la muerte, por lo que Paquito España, amante de las casas antiguas y la horizontalidad, maldecía ahora no vivir en un rascacielos de millones de pisos. Alcanzaron rápido la pequeña buhardilla, mientras Paquito rezaba porque aquellos señores de negro recordaran los viejos cánones de la infancia donde situarse en casa significaba eludir cualquier tipo de peligro.
-Gracias…
En el interior, los ojillos de Sofía por fin brillaron. Hasta entonces se mantuvieron a media luz, como si Paquito no fuera digno de ser iluminado o ella no encontrara en su interior el fulgor necesario para hacerlo. Pero de repente, en su alcoba, aquellos ojillos celeste estallaron. Y proferían la profundidad de lo inalcanzable, de lo más puro y cristalino, como dos amaneceres paralelos en un foso longevo y triste. Paquito, volvió a acariciar su mano, y noto como ella se erizaba, por lo que avanzó unos centímetros más, cruzando la línea de lo admisible. Sofía se mantenía férrea, sin ceder ni una miaja de su espacio vital. Lugar común y compartido, pues tanto su respirar como el de Paquito entraban en contacto con el aire casi unidos, por temperatura y proximidad. Crecido, Paquito dio el giró definitivo, el que sellaba sus labios y unía sus lenguas. Y fue un beso extenso y confitado, como si esas dos bocas ya se hubieran juntado en tantas otras existencias como les hubiera tocado vivir. Cuando la tierra comenzó a rotar de nuevo, los ojillos de Sofía no sólo brillaban, también mostraban absolución.
-Hay cosas de mí que no sabes…
-Me hago a una idea…
-En serio, no te haces a una idea…
-Menos de la muerte, se puede escapar de todo en esta vida…
-Supongo que dependerá de cuanta mierda tengas encima…
-La tierra todavía sigue siendo muy grande…
Sofía, de repente, flotó.
-Guapo, yo…
-Eres prostituta. No pasa nada. Tengo algunos amigos…
-¡¡¡Qué!!! ¡Tú eres gilipollas!
Sofía acompañó el bramido con una contundente bofetada, que dejó a Paquito España en el estado de incomprensión mayor de toda la noche. Y, no nos engañemos, el listón se hallaba bastante alto. Desde hacía un buen rato, sospechaba que Sofía era alguna de esas Sabinianas cenicientas de saldo y esquina. Y de alguna forma, aquello lo atraía a un más. Paquito estaba convencido de que era por su tendencia al paternalismo con las mujeres, pero eso era porque desconocía por completo su subconsciente: Pretty Woman fue la primera experiencia edípica que había proyectado con su madre.
Por suerte o desgracia para él, el perturbador sonido del timbre se entrometió en la contienda. El rostro de Sofía cambió, volviendo a la primigenia mueca de silencio. Paquito, con un gesto, le pidió la pistola y se acercó a la mirilla. Tras ella, la siempre recia y desagradable figura de la señora Rogelia.
-Abrir y explicarme lo que está pasando… o llamo a la policía.
La pareja se miró y accedió a abrirle. Paquito España cogió la psitola y se la escondió en la zona donde el pantalón roza la rabadilla: en caso de accidente prefería perder la parte trasera a la delantera. Cuestión de prioridades.
-Sí, señora Rogelia. Sofía se encontraba mal y ha vomitado en la escalera. Ahora simplemente, le voy a preparar una manzanilla y vamos a hablar un rato…
-Pasen. Están aquí.
La señora Rogelia los había vendido. Paquito detestaba a esa señora, pero nunca la había tomado como un ser vil. Simplemente odiaba sus arcaísmos y su nostalgia, su forma de ver y sentir la vida, más cercana al ascetismo y el ayuno que a los dictados de la primavera. Pero no la consideraba mala, sólo ignorante. Ahora, pasaba a formar parte su particular eje del mal junto con Aznar, Rockefeller y el cantante de La Unión. Los dos hombres de negro agradecieron a la Señora Rogelia y entraron lentamente en el piso. Paquito y Sofía recularon, a la par que volvieron a rozar sus cuerpos. El más alto de los dos sacó una placa que le identificaba como miembros del servicio secreto.
-Chaval, nos la llevamos. Hazme caso, no quieres entrar en esto. Y tú, la has cagado mucho. ¿Sabes cuanto se paga matar a un policía?
-Vosotros sois unos sicarios, no unos policías.
-Sofía… ya sabías donde te metías. Esto ha ido todo lo lejos que tú has querido… Venga, danos el vídeo. No lo empeores más.
-¿Para qué? ¿Para que luego me dé la vuelta y me metáis una bala en la cabeza? Que os den por el culo, hacerlo aquí mismo.
-Hombre no sé, si no es estrictamente necesario…
Paquito España, entre sudores fríos, había empezado a entrar en ebullición. Solía utilizar el humor como mecanismo de defensa, pero esta vez se percató de que su chiste no había hecho ninguna gracia. La situación le superaba y se empezó a preguntar varias cosas. Lo primero y más evidente, si saldría vivo de allí, y si Sofía, su nueva princesita, haría lo mismo. Lo segundo, más de interior y profundo, consistió en un análisis de las casualidades, esos pequeños giros motrices que van entrelazando la vida. Otra noche cualquiera, todavía mantendría a Paquito fuera de su casa, seguramente mendigando alguna última copa junto con su buen amigo Venancio Urrutia. Ahora, se planteaba si volvería a verle y si volvería a catar ese inefable sentimiento de melancolía, whisky e inquebrantables hielos del Mercadona. Sus circunstancias de repente se habían extremado, empujándolo hacia un callejón de dudosa salida. De repente, su rutinario rumbo había virado hacia lo desconocido, hacía esa línea roja que nunca se debería cruzar por prescripción paterno-moral. En algún momento de la Educación Primaria, debería existir alguna materia que ayudase a interpretar los avisos de la conciencia. Porque ella siempre avisa: sólo hay que saber leer sus símbolos. Y a veces, como ocurría ahora, también accedía a reñirte: en este caso con un rasgado hedor que tomaba forma poco a poco. Si el invierno huele a azufre, ese purgatorio lo hacía a madera quemada.
Uno de los matones de Estado se acercó a Sofía, soltándole un sonoro bofetón en la cara. Ella, indefensa, empezó a lloriquear impotente.
-Me da igual… ¿Sabes? Esto se va a saber… matarme si queréis, pero no vais a impedir nada…
-Qué cojones has hecho… puta zorra.
El matón la volvió a golpear. Paquito intentó entrometerse, pero un empujón de éste llevo sus huesos contra una estantería, clavándose las voluminosas memorias de Santiago Carrillo en su omóplato izquierdo. El otro le hizo un gesto de advertencia: la siguiente tontería se cobraría en la desproporcionalidad.
-Yo… yo… tú no sabes lo que me dijo ese cabrón…
-Zorra… ese cabrón te ha dado todo lo que tienes… eras una puta mierda cuando te encontró… ¿o ya se te ha olvidado?… ¿Qué creías? ¿Qué lo iba a dejar todo por ti? Por favor…
Las lágrimas de Sofía, convertidas en llanto por derecho propio, se liberaron torrencialmente. Paquito la miraba y sufría con ella. Fuera quien fuese ese hombre debería ser horripilante y obsceno: sólo así se podía entender que quisiera alejar de su vida a un ser tan puro. Él ya sólo veía oscuro: estaba implicado, quería estarlo, y la posición de fuerza en su contra era demasiado evidente. Pensó que si la vida le debía algún milagro, éste era un buen momento para cobrarlo. Porque empezaba a sospechar que ni aunque su princesita capitulase daría una oportunidad al cuento.
-Sofía, dales lo que quieren… y estos señores lo olvidan todo… – Uno de los polizones asintió, aunque el gesto denotaba de todo menos confianza- La tierra sigue siendo muy grande…
-No, no, no… se va a pudrir, ese hijo de puta se va a pudrir…
- A la mierda… Vamos.
Uno de los hombres cogió a Sofía del brazo bruscamente y la tiró hacia la puerta. El otro hizo un gesto a Paquito para que se quedase. Al abrirla, se encontraron de bruces con la señora Rogelia, que gritaba asustada.
-¡Fuego! ¡Fuego! ¡Mi casa se está quemando!
Sin saber bien el cómo ni el por qué, sacó Paquito España la pistola y encañonó a los matones, gritándoles que soltarán a Sofía. La Señora Rogelia se desmayó, seguramente porque la sobreexcitación de aquella noche la había superado. Cada uno responde según su capacidades. El resto fueron unos segundos azar y confusiones. Primero vino la explosión en el piso de la vieja: el fuego había alcanzado una bombona de gas defectuosa que la mujer había intentado devolver durante toda la semana. Con ello, vinieron el caos y la anarquía. Luego los disparos, con suerte desigual. La primera bala fue directa al corazón de unos de los matones, que a su vez atravesó la garganta de Sofía. Tiro a tres con un vencedor pues la tercera le rozó la oreja izquierda al bueno de Paquito España, la cuarta nunca llegó a salir del cargador: prefirió inmolarse junto a su cárcel de metal violento, destrozando la cara de su fiel ejecutor. Paquito permanecía inmóvil, todavía con la pistola apuntando al frente. Fue un segundo, dos, tal vez tres. Paquito no había actuado, había reaccionado. Ante la explosión, ante sus instintos, ante las circunstancias: como lo habría hecho cualquiera de sus ídolos del cine negro.
Cuando cayó en la cuenta miró a Sofía, que se retorcía de dolor en el suelo. Su cuello había sido perforado por la bala y sangraba abundantemente. Paquito tapó la herida, mientras argumentaba sin fe alguna con que todo saldría bien. Ella, negaba, maldecía, escupía sangre. No duro mucho más y su último aliento nunca pasará a la diccionario de citas célebres. Solo sonrió y dijo: “Gracias por todo, guapo”.
El humo negro, que de comparsa había pasado a ser protagonista inequívoco, copaba ya gran parte de la habitación. Paquito reaccionó: batido el enemigo, roto el sueño y caída la reina, todavía continuaba el peligro. Cogió su bolso de mano, donde guardaba todas sus pertenencias básicas, y se dispuso a alcanzar la calle. De momento, no le preocupaba el hecho de que hubiera tres cadáveres distribuidos por su salón. Miró a la señora Rogelia, vergonzosamente dudó con dejarla allí. Desde luego, el comportamiento de la mujer aquella noche no había logrado su aprecio. Sin sus interferencias, posiblemente las cosas hubiesen podido tomar otro rumbo. O no. Pero eso ya no podría saberlo. Como nunca podría amar a Sofía, ni cogerla en eterna elipsis de la mano, ni ser su respiro y su miseria. La vida, personificándose en la señora Rogelia, le había robado el espejo en el que mirarse, poco tiempo después de habérselo regalado. Esto, además de cruel, le resultaba moralmente inaceptable. Hay otra visión, más global, que le diría lo contrario: aquella era la historia de amor perfecta. Pero eso no lo podía ver el pobre de Paquito, que aún así cargo en sus hombros a la vieja y afrontó con valentía los espacios comunes. Ahí, entre el humo negro, comenzó, por última vez en la noche, el descenso.
Respirar es nuestro esfuerzo más involuntario y natural. Su marcha avanza inexorable y ajena, con la seguridad del trabajo bien hecho. Paquito, de pequeño, tenía pesadillas con que se olvidaba de respirar y se moría, por lo que pasó largas etapas de su infancia totalmente concentrado en inhalar y exhalar de una forma regular. Su madre, a la que nunca contó nada, se limitaba a decir que era un niño callado. Tras el primer choque con la columna de humo, Paquito volvió a sentir esa necesidad de respirar entonces, sólo que ahora el aire se le negaba. Sintió un mareo y se tambaleó: el peso de la señora caía sobre él como una losa. Creyó que allí se acabaría todo y lo creyó porque creía en sus sueños, aunque estos tuvieran el lado oscuro de las pesadillas. El mareo era tal, que Paquito dejó de ser él. Clavó la rodilla en el suelo. Iba a capitular pero no lo hizo: emergió como un resorte. Dejó de pensar y de sentir, como si su cuerpo hubiera pasado al modo irracional de supervivencia. Él no se dio cuenta, pero ni si quiera respiraba, todo él eran unas piernas que tomaron el descenso como su única forma de vida. No era Paquito ya un hombre, era una obsesión por llegar al suelo.
Al llegar al tercero, se encontró con una familia entera, los Gutiérrez, desfilando agitados en pijama y camisón. El vecindario había despertado y la solidaridad hizo que todos comenzaran como locos a tocar los timbres de sus congéneres. Y como suele ser común en estos casos, florecieron algunos héroes, como Herminio Gutiérrez Sánchez, oficial de primera de la construcción y bicampeón de mus en el barrio, que llegó a sacar de la cama con sus propias manos a una pareja de octogenarios.
Poco a poco fueron llegando a la calle, resultando todos ilesos. Excepto Sofía, dos estudiantes universitarios y una pareja gay que se encontraban de viaje de novios en Nueva York, todos los vecinos estaban allí. La señora Rogelia se recuperó satisfactoriamente tras la reanimación pulmonar que le hizo Paquito in situ. Con el aliento ya restablecido le confesó que siempre había pensado que tenía cierto halo de santo. Concretamente le recordaba a San Niceto de Remesania.
Los equipos de emergencia llegaron rápido, pero no pudieron intervenir porque se empezaron a suceder más explosiones dentro del edificio. La casa, muy antigua y mayoritariamente de madera, no contaba con excesivas medidas de seguridad por lo que terminó siendo consumida casi enteramente por las llamas. De la buhardilla de Paquito no quedó nada. Sorprendentemente, el colapso fue una noticia menor en los diarios al día siguiente: un vídeo, que vía facebook se había universalizado en el You tube, cubrió todas las portadas. Mostraba a cierto Cardenal de la Iglesia católica en prácticas nada conservadoras, junto a una princesita de ojos celestes y blanca mirada. Niña, que una vez por perdida, la dieron por difunto, por asesinada. Sin cadáver no hay muerto, pero sí hay base para el odio de los hombres, para la reválida. El Cardenal fue marginado y lo perdió todo, desde el respeto al abrazo de su Iglesia. Pero en su ominoso fondo tenía razón: Sofía nunca murió, vivió todo lo que vivió el corazón de nuestro querido Paquito España.
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