martes, 16 de febrero de 2010

El eje (I)

En apariencia nada había dejado su lugar. El armario corredizo, la butaca con la chaqueta de mamá sobre los hombros, las vías, los aparatos luminosos que certificaban que aún seguía vivo. A primera vista, todo era fiel al reflejo que en su mente grabó Ernesto el último segundo de su anterior etapa de conciencia. En apariencia, porque Ernesto tenía una extraña sensación a inerte, como si todo en aquella habitación hubiera caducado pocos días atrás. Hasta el viejo republicano Tomás, compañero de habitación y elocuente rival en el debate, parecía haberse ido con el tiempo, dejando allí su cuerpo en una estática versión de blanco y negro. “Joder, se ha quedao tieso... según como estaba… supongo que era cuestión de tiempo… todo es cuestión de tiempo… hasta dejar de sufrir, de amar, de pensar, de actuar… hasta no ser nada otra vez. Tengo que avisar a las enfermeras.”

Mientras Ernesto pensaba, hablaba en voz alta para la sala. En un momento de mareo, del todo excusable por una tensión que no se había levantado en días, creyó vislumbrar sus propias palabras cabalgando por la habitación, formando sus frases, sus descansos, acentuando el tono con alegres brinquillos; todo se volvió turbulento y extraño, pero por los ojos de Ernesto pasaron desfilando en armonía sus pensamientos forjados en letras de color amatista, en sombreado, con una forma respetuosa con la legalidad vigente en los ejes del espacio y el tiempo. Volaron y desaparecieron, y Ernesto se dispuso a alcanzar el timbre que avisaría a las enfermeras. Se sorprendió de su propia agilidad mental para sorprenderse, y sobre todo, se sorprendió por la frescura que mostraban sus articulaciones: eran livianas como hacía tiempo que habían dejado de serlo, y alcanzaron, con la celeridad que se alcanza lo intrascendente, el blanquecino y funerario mando que comunicaba la recepción de planta con la habitación número 301. En el movimiento se desconectaron dos vías, que le propiciaron un dolor más mental que físico, aunque para Ernesto aquello no fuera más que dos caras de la misma moneda. Apretó el botón varias veces, aunque desde el primer golpe todo sonara excesivamente hueco. Era obvio que nadie respondería, pues el artilugio cumplía a la perfección con el velo de negritud que cubría la escena. En cambio, y más por pánico que por esperanza, continuó golpeando el botón. “Y ahora esto no va… joder. Esto tiene que ser una puta broma”.

Ernesto dejó el mando por imposible ya que aquel aparato no guardaba respuesta alguna. Luego, como emergentes tras un arbusto de hiel y coraje, brotaron los nervios. Incertidumbres que barrieron todo, y que dejaron al pobre Ernesto en una catarsis de grado menor, deprimente y totalmente desubicada. Mientras, clamaba de afuera a dentro plegarias que dejaban los Pazos del pensamiento para dibujarse con extrema finura… amenazantes, juguetonas, sobre sus propios ojos. “Esto es la hostia… la realidad me ignora. De puta madre... ¿Cuánto tiempo habré estado en coma? ¿Me habré quedado gilipollas? Mamá dejó su chaqueta aquí... no sé... es todo muy raro”.

Ernesto no fue consciente de lo dilatado de su decisión. Si nos basáramos en las medidas convencionales del tiempo, seguramente corrió más de un día. Su percepción fue otra, de pequeños segundos. Siempre ha habido teorías en lo relativo a la relatividad. Así, tras día y medio (o treinta y dos segundos de rotación terrestre), Ernesto decidió abandonar la habitación por iniciativa propia. Cuidadosamente, fue arrebatando todo los vínculos que le unían a la maquinaria médica y sintió, en forma de punzadas ardientes en su estómago, la gratificante sensación de haber abandonado la artificialidad. Así, de manera muy suave y procurando pensar lo menos posible (le molestaba que sus reflexiones corrieran sin rumbo aparente por la sala), alcanzó la puerta. La manija no ofreció demasiada resistencia, por lo que la hora y media que tardó Ernesto en cruzar la línea, volvió a demostrar lo caprichoso que se comportaba el tiempo en la habitación. Como si realmente su significado careciera de importancia y fuera un accesorio ornamental más.

I

Al fin cruzó la puerta, aunque también podría decirse que la puerta le cruzó a él. Fue absorbido hacia un pasillo que no era tal, por lo que Ernesto pronto concluyó en que estaba loco. “La fiebre, los medicamentos, qué se yo...”. Intento girarse para volver a la cama y empezó a virar en redondo. Primero despacio y luego más rápido, conformándose un remolino de arcoíris sobre su figura; dejando puertas abiertas a su propio reverso, recibiendo una versión mucho más completa de sí mismo a la vez que perdía toda referencia con la madre realidad. Y se sorprendió, de lo que veía y de lo que sentía, de lo que realmente era en relación con las cosas. No estaba tan fuerte como creía, ni su papel tan claro: Tal vez sólo era el nexo celular entre la avalancha de luz y color y su triste figura. Un suspiro después cayó al suelo y se arrastró, o fue arrastrado, por todo el enorme anillo olímpico que era la sala. Si el camino lo hizo en vigilia o en descanso nadie lo sabría responder, y daría igual hacerlo. Ernesto durmió despierto con una intensidad que nunca había logrado en descansos anteriores y, cuando recuperó la conciencia, ya se encontraba inmerso en ese extraño museo.

Las vitrinas y las paredes se fusionaban mediante dibujos goyescos, dando forma a una grandilocuente sala de trofeos. Una estantería que se retorcía en sus formas como si fuera el dolor quien la sostuviera, en un equilibrio tenso de sorprendente eficacia. “Puta medicación… ¿Qué cojones me están dando? Va, tranquilo. Respira y piensa. Estás en la cama, estás en la cama… tienes fiebre y estás delirando. Nada existe, nada está pasando…”. De repente, Ernesto dejó de pensar en sí mismo y empezó a reflexionar sobre lo que tenía alrededor.

Desde luego, el lugar era para vanagloriarse. Medallas, diplomas, motivos... había hasta una copa de grandes dimensiones, orejuda, similar al la de la Champions League. Su leyenda era banal: Segundo puesto. Liga interna de Fútbol Sala. Facultad de Humanidades. Lo curioso es que la inscripción le resultaba familiar, produciéndole una sensación cercana al deja vu, pero de una manera más indeterminada. Era una sensación de vaga familiaridad con el mensaje. Más cercana a la tradición oral que a la experiencia, como si tuviera forma y fondo, pero careciera de una realidad concreta. Su memoria se movía insegura por sus recuerdos; o más bien se movía poco, como una claraboya enquistada en el mar, deprimida porque todo cambia a su alrededor menos ella misma. El sobreesfuerzo le produjo un repelús, e inmediatamente bajó la vista, que topó con una pequeña vitrina que mostraba una evidente dejadez. Ernesto retiró, ayudándose de su batín, el polvo que cubría el pomo del armario. Le sorprendió que fuese de oro y que tuviera un rubí violeta en su epicentro: nada en aquella sala reparaba en gastos. Tras abrirla, sacó una de las cajas que había en su interior. El recipiente, de cartón, ocultaba n su interior más de cien medallas de reluciente oro blanco e inscripciones serigrafiadas en bajorrelieve y con un color de algún metal derivado del estaño. Los mensajes, por surrealistas, dejaron boquiabierto a Ernesto durante un buen rato:

• 03-04-72. Por poner magistralmente la mesa para la comida.
• 12-11-81. Por acompañar a Carlos a firmar el Paro.
• 22-09-78. Por besar a Mamá cuando estaba deprimida.
• 01-07-92. Por dejar organizar la cena de Navidad a Miriam.
• 20-03-88. Por obviar la cita con Marta para acudir al cumpleaños de Julián.
• 19-10-70. Por comer la tarta de arándanos como si te gustara.
• 08-12-97. Por dar limosna al mendigo que sí lo necesitaba.


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“Vaya con los niños pijos... Oro blanco para conmemorar que la criatura fregó los platos... tócate los huevos...”. Ernesto creía fielmente en su locura transitoria y tenía razones para ello. A pesar de que en la estantería sólo cabían dos cajas en vertical, al sacar una, era rápidamente remplazada en su lugar por otra similar, como si el final no existiera nunca. Lo curioso es que las inscripciones de las medallas siempre eran distintas, no había dos iguales. Y Ernesto llego a examinar más de quinientas. Al final, y tras una hora retirando cajas, se dio por vencido. Al levantarse del suelo, se percató de que el mueble tenía una leyenda en la parte superior: “La voluntad es la que da valor a las pequeñas cosas” (Lucio Anneo Séneca). Ernesto soltó su primera carcajada del día. “Joder, con citas célebres y todo.."

Se incorporó y avanzó por un pequeño pasillo mal iluminado que servía para conectar el museo con otra sala. La humedad, que se fue mostrando en un in crecendo majestuoso, le envolvió en un manto de sensaciones: la vieja barrica de vino, el olor a empanada recién hecha, el pan con miel, el aparatoso abrigo de la cocina de leña... ese pasillo parecía extraído de un paraje al que Ernesto había renegado en lo más seguro de su inconsciente, con el digno objetivo de que no se viera condicionado por las veleidades propias de la experiencia. Incluso llegó a oír la voz de su abuela, apremiándole para que llegara a la mesa antes de que las filluelas se enfriasen; sintió como sus pasos se ralentizaban como si estuviera en medio de la pedada, camino de Santa Lucía. También se sumergió en el reflejo de las hogueras sobre el carro, y llegó a recordar el miedo del primer beso, las carreras por la Casa del cura, el torrente de risas vírgenes tras el primer cubata, todo aquello que fue y sobre todo lo que no pudo ser... Entonces vomitó y echó a correr. O al revés, que un par de décimas de segundo no son suficiente para establecer jerarquías. Con la boca pastosa de los efluvios y el batín lleno de lamparones blancos llegó a una gran sala abovedada, con una sobre exposición de luz extraordinaria.

Por alguna extraña razón los colores se encontraban allí totalmente desubicados. Azules, rojos, verdes... sólo el blanco conservaba su esencia, el resto era una fantochada, algo fuera de sí, sin identidad; o al menos, sin la identidad universal que le habían concedido los libros de texto. “Vaya... nunca me había fijado en la extraña belleza el color rojo. Tal vez porque no es rojo... es...precioso, iluminador...magnífico. Le diré a Carmen que, cuando nos casemos, ambos vayamos de rojo... bueno, de rojo no, de este rojo... me preguntó si pasará algo por casarse con un color inexistente a nuestras retinas, si tendría validez o si sólo estaríamos unidos ante una luz que no nos pertenece...”. Ernesto se sorprendió por la profundidad de sus sentimientos, hacía años que no buceaba por su estómago de una manera tan sincera. Seguramente desde que descatalogaron su libro de poesía (Arañazos en el alma, o algo así, ni el propio Ernesto lo recordaba). O desde que Carmen se casó. O cuando se volvió uno de los nuestros, y consiguió aquel trabajo de traductor de novelillas rosa, algo que sirvió para complacer sus escasas inquietudes económicas. O el día siguiente de aquel verso, que fue cuando decidió dejar de hacer poemas. Cuando el alcohol, otrora mecanismo inspirador, pasó a convertirse en un fin por sí mismo. No es que llenara un vacío a base de litros de whisky, siempre fue consciente de todo, es que los fines y los medios siempre le habían parecido unos estúpidos tecnicismos morales. “Y el verde, que verde... es vida. Es como si por su tonalidad corriesen manadas de unicornios flanqueados por ángeles... es como si... ¿De donde saldrá tanta perfección? Mi ojo disfruta mirando así, lo pide, y me sonríe enfocando, disfruta... tanto como yo...”.

Ernesto topó contra una urna de cristal gigante. Tan embelesado en los colores de las cosas, dejó ver las propias formas, lo que le supuso unos segundos de dolor y un incipiente chichón sobre su frente. Tras el aturdimiento del golpe, llegó el del alma. Dentro de la urna había un niño encerrado, desnudo, tremendamente asustado, con sus ojos clavados en un atónito Ernesto. El chaval, completamente desnudo, descarnado, parecía llevar allí toda la vida. No sonreía, pero su busto denotaba serenidad. No tenía buen aspecto, pero se sostenía con firmeza. Es más, sus ojos pedían ayuda y su mirada se la negaba. Ernesto empezó a vislumbrar lo que para él antes hubiera sido categóricamente incomprensible. Leía entre líneas, descifraba los sueños. Se sabía en coma y no le importaba. Todo lo que había en este nuevo mundo le fascinaba y le reportaba algún extraño consuelo. “Y, este niño, no será una excepción”.

El niño le miraba, así que Ernesto decidió recoger el guante. Fijó sus pupilas, su mente, su alma, fijo todo su ser en dos pequeños puntos negros que le escrutaban con una intransigente benevolencia. Y entonces pareció escucharle en su cabeza... ¡Souuuff! Otra vez...¡Souuuuff! Ernesto ciñó su cerebro y se concentró.
Apretó como nunca su mente....

“¡¡Socorro!!”

Entonces, con el mensaje en pleno trámite neuronal, una bota gigante emergió del techo y aplastó la urna con violencia. Luego ascendió de nuevo. Con lentitud, mecánicamente, como recreándose en espectáculo perfecto. Del niño se adivinaban algunos restos por el suelo: una mano, algo que podría ser un trozo de cabeza... Ernesto vomitó de nuevo. El espectáculo le superó; fue todo demasiado rápido, eficaz, banal. No hubo materialmente tiempo para que el héroe salvara a la joven criatura. No hubo ninguna oportunidad... Incluso la luz volvió a su cordura, perdiendo su celestial tono y dejándose caer en las redes de la normalidad, de los tonos concretos. Ernesto dejó el alma en stabd-by y siguió caminando. Cabizbajo, apagado, sin ganas ni aptitudes para obtener conclusión alguna. Tras unos pasos, llegó a lo que se adivinaba como única salida: un portón blanco, marmóreo, adintelado a dos aguas sobre órdenes corintios. En él, había una inscripción de versos incompleta. Rezaba más o menos así:

Detente...
No te dejes escapar.
Aférrate a fuego y alma al corazón del verano.
¡Para!
No sigas....
Sujeta con las pinzas de tender los sueños
todas las mentiras que te haces a diario.
No las desveles.
Déjalas que sigan con su sonata de pecado
y vuelo,
mantente sobre ellas,
bésalas como a un clavo ardiendo,
nunca las dejes marchar,
sean pasado o invierno,
huelan a rocío o a palito de fumar,
sepan a verdad o a farsilla del viento.

Y disimula.
Como si no te hicieras viejo.
Y vive en la ignorancia del gran pulmón
que no encuentra la palanca del resuello.
Y cógeles de la mano,
a la princesa y al cuento,
y llévalos al pabellón,
a las barquitas que dan vueltas por el desierto,
y mira tantas veces como puedas al cielo,
con los ojos del que ve las estrellas,
que nunca sabes de donde parte la esencia
de poder renacer de nuevo…


Ernesto cruzó el portón atolondrado de sí mismo.
El pasillo esta vez era oscuro. No iba incómodo, pues sus medidas se adaptaban perfectamente a la cavidad. No sobraba ni un suspiro de centímetro, y nunca llegó a rozarse. Él tan normal, y el mundo tan extraño.

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